Si hubiera que definir a la democracia,
escribió la poeta, ensayista y filósofa española María Zambrano, podría afirmarse
que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser
persona. Sentencia con acierto que en la expresión "individuo", se
insinúa siempre una oposición a la sociedad, un antagonismo. La palabra
individuo sugiere lo que hay de irreductible en el hombre concreto individual,
más en sentido un tanto negativo. En cambio, persona incluye al individuo y
además insinúa en la mente algo de positivo, algo irreductible por positivo,
por ser un «más»; no una diferencia, simplemente.
Ni en nuestras más perversas pesadillas
de entonces cabía imaginar que 35 años después de aquella vuelta a la
racionalidad estaríamos parados nuevamente delante del abismo, a punto de
transitar y en retroceso por las mismas huellas políticas, sociales,
económicas, culturales y humanas de nuestra tragedia, y como detalle singular
por decisión colectiva.
¿Qué ha significado la palabra pueblo,
cuando se comenzó a hablar de un régimen para él? ¿Qué puede significar ahora?
¿Acaso todos, no somos pueblo? Se preguntaba Zambrano.
Ha sucedido con la palabra pueblo algo
análogo que con la de individuo, se responde. Pues las palabras, sobre todo
ciertas palabras vigentes, no dicen en realidad lo que está contenido en su
significación, sino mucho más. Están cargadas de sentidos diversos, cuya
explicitación depende del momento en que han sido usadas, de cómo y hasta de
por quién. De ahí, que ciertas palabras queden inservibles después del uso
inmoderado que de ellas se ha hecho, o desacreditadas cuando se las emplea para
enmascarar fines inconfesables, o vacías, huecas o gastadas y sin valor como
moneda fuera de curso y sin belleza, finaliza la pensadora.
Pienso en voz alta y me incluyo en sus
entrelíneas, la banalización de lenguaje como cabeza de playa para el posterior
vaciamiento de sus contenidos esenciales y prácticos, transmutando esos
términos y haciéndolos funcionales a esos fines inconfesables que destaca. Aquella
dialéctica política en consonancia con nuestros sueños militantes estaba compuesta
por constelaciones de ideales sencillos y posibles, colectivos, humanos,
aspiraciones hoy extremadamente lejanas por obra y gracia de nuestra
incondicional subsumisión social a los mercados, paradigma individualista que
no suele recoger los cadáveres que deja a su paso, ni siquiera dobla su torso
por compasión para saber de identidades, prefiere terciarizar el servicio,
cobrárselo al Estado y que un amigo complete de huesos las bolsas.
35 años después la sociedad no resulta
funcional a la persona humana, tristemente es su lugar de tortura, le es
funcional al individuo, pero no a todos ellos…
Se suele afirmar que la democracia es el más
óptimo de los ordenamientos políticos existentes, pero a la vez, se procura no
ascender el tenor intelectual y político para repensar el propio sistema,
incluyendo mayor base participativa y contemplando las falencias que la misma
democracia ostenta endémicamente. Por caso su afán contradictorio por sepultar
al mundo de las ideas presuponiendo que estas contribuyen a la atomización de
la sociedad. Lo curioso es que al mismo tiempo se presume que el sistema
garantiza la libertad de pensamiento y opinión. Nuevamente el piso y el trecho
se dan la mano, lo obvio como formato y paradigma. Lo que luego de 35 años
debería asumirse como normal y cotidiano, es mostrado todavía como elemento
fundacional. Con la Democracia, per-se, no se come, ni se educa, ni se cura. Se
come con la justicia social y la distribución equitativa del trabajo y la
riqueza, se educa con una profunda inversión hacia tales efectos desde lo
cultural y lo científico, y se sana con centros de salud calificados,
tecnológicamente avanzados, servicios socializados y profesionales de
excelencia. Resumiendo, es necesario incluirle al sistema el valor agregado de
nuestro compromiso solidario. Es aquí en donde comenzamos a descubrir aquellos
techos inaccesibles.
Los sistemas democráticos de principios del
siglo XXI con las correspondientes derrotas progresistas a manos de los
formatos globales promercado no lo son en su esencia, en su espíritu, sino en
sus formas y maquillajes. El sistema de salud no es democrático, al igual que
el educativo, el laboral, el habitacional y menos lo es el concepto de propiedad,
variables sujetas a sus humores. No existe peor categorización que la creada
por la misma democracia: La idea de incluidos y excluidos. Ambas forman parte
de un todo en donde la voluntad de elección y los deseos individuales poco
hacen al nudo de la cuestión. Vivimos un presente en donde el capitalismo y la
globalización están por encima de la democracia y ésta acepta apaciblemente
estos comprobados y crueles liderazgos. Un sistema que ampara a la ignominia
social no hace otra cosa que buscarse un problema, si al mismo tiempo cree que
las causas no están sujetas a la reglas del mercado el diagnóstico resultará
falaz; si para peor se considera que el remedio adecuado es el ajuste y ceñirse
a recetas individualistas y voluntaristas, la fórmula completa a la perfección
el circuito ironizado por Groucho Marx cuando afirmó que “la política es el
arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer diagnósticos falsos y aplicar
remedios equivocados”
“Más que por la fuerza,
nos dominan por el engaño”, afirmaba Simón Bolívar. La verdadera democracia es
un auténtico sistema revolucionario, de sesgo jacobino si se profundiza, en
donde las variables sociales deben estar sujetas a estudio y debate permanente.
El Hambre, el cuidado de los recursos naturales, la salud, la educación, la
cultura, el trabajo, es una batería de urgencias inexcusables. En el debe y el
haber de nuestro arqueo es donde vemos reflejado la eficiencia de cómo
bocetamos el sistema; ni en su edad, ni en su evolución. Dicho de otro modo es
la resultante de lo que en 30 años supimos construir.
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