La antipolítica es una invitación al Pueblo para que deje de ser Pueblo. Por eso se hace necesario hacerle a ese Pueblo una nueva invitación al futuro, a su propio “NOS” – Por E. Raúl Zaffaroni, para La Tecl@ Eñe
Fuente:
http://lateclaenerevista.com/2018/03/03/invitacion-al-futuro-e-raul-zaffaroni/
Es urgente
reflexionar sobre nuestro Estado y sus instituciones para remontar este duro
presente, afirma Raúl Zaffaroni. Se impone el deber ético de aunar esfuerzos en
torno a un nuevo proyecto de Estado que deberá plasmarse en una Constitución
acorde a la actual situación del mundo.
Por E. Raúl Zaffaroni para
La Tecl@ Eñe
Se nos quiere construir mediáticamente un
mundo con omisiones –no de lagunas sino de océanos-, fake news y lawfare (o law far), en estricta
aplicación del 5º principio de Göbbels (Toda propaganda debe ser popular,
adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va
dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el
esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y
su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar).
Pero por desgracia, incluso la malignidad
tiene sus genios perversos y, como no cualquiera es Göbbels, sus principios no
funcionan en manos torpes. Tampoco puede obviarse que los aplicaba con viento
en popa de factores favorables, como el crecimiento económico alemán después de
un cataclismo. A la larga siempre se impone que la única verdad no sea la posverdad construida, sino la realidad vivenciada, que nos va exigiendo con
urgencia pensar en el futuro que nos espera a los argentinos.
Recientemente se ha divulgado un mensaje que,
si realmente es auténtico, resulta preocupante: según la versión circulante,
alguien invita a que la historia no mire tanto hacia atrás y a “rememorar el
futuro”.
Por cierto que esto no es producto de ninguna profunda reflexión
sincretizante de Heidegger y Einstein, pero más allá del dislate, si la
historia deja de mirar hacia atrás, por definición deja de ser “historia”, y si
el futuro debe “conmemorar”, será porque pretende inventar otro pasado.
Por el contrario, lo que proponemos es mirar el presente y, con la
experiencia del pasado, proyectar hasta donde podamos el futuro o, al menos,
las tareas más urgentes que nos reclamará la situación presente para ser
superada y para prevenir cualquier eventual reincidencia futura.
Más tarde o más temprano, nuestro Pueblo
demandará soluciones a un presente demoledor, que sólo podrán surgir de los
canales democráticos, o sea, de los partidos políticos.
En consecuencia, el primer imperativo es
cuidar la democracia y, para eso, cuidar
la política. Esto significa, ante todo, rechazar la antipolítica,
como demolición moral de la democracia, que trata de instalar un nuevo “que se
vayan todos”, “todos son corruptos”, “son todos iguales” y similares.
La antipolítica pretende instalar un “no
quiero saber nada de política” y, más aún, el “no sé nada de política ni me
interesa”, para concluir que de la política “se ocupen otros”, que no son otros
que los conocidos de siempre, los que demuelen la democracia.
La antipolítica es una invitación al Pueblo
para que deje de ser Pueblo, para que renuncia a su condición de “soberano”,
sintetizada en las tres letras del “Nos” mayestático, primera palabra de
nuestra Constitución Nacional.
En los momentos difíciles es cuando se muestra
la grandeza, y creemos que ha llegado la ocasión de dejar de lado mezquindades,
de perdonar agravios, de postergar ambiciones aunque sean muy legítimas e
incuestionables, de recordar errores pero sólo para no volver a cometerlos, de
tener presente que el insulto político no tiene la misma entidad que el
personal, de alzar banderas para demostrar presencia pero no para dividir, de
curar rasguños de luchas menores, de no ceder a la tentación de cualquier
oportunismo, de no caer en la trampa de las distracciones y, en definitiva, de
cerrar filas, sin ceder singularidades, pero sabiendo que por sobre todas ellas
debe ondear la azul y blanca, con su sol bien radiante: la soberanía de nuestro
Pueblo y de nuestra Nación.
No se trata de salvar la política por la
política misma, sino por la democracia, que implica la soberanía del Pueblo y,
por ende, la soberanía nacional, como presupuesto ineludible de una coexistencia
en paz con un mínimo de dignidad para todos los habitantes, sin violencia,
exclusión, explotación ni discriminación alguna, y para defender la vida, la
libertad, la salud, la educación y, en general, el camino de desarrollo humano
que debe garantizar todo Estado que sea digno del respeto de su población.
No es sólo cuestión de cerrar filas para ganar
una elección, en una coalición coyuntural que ante el desgaste de una gestión
sólo tenga en mira un resultado electoral y nada más. Este objetivo sería
inobjetablemente legítimo y válido en otras circunstancias, pero no es
suficiente en la presente, porque ahora se impone remontar una regresión grave
y, para eso, por lo menos, debe haber una idea o un conjunto de ideas motoras y
rectoras.
Tratándose de política, esas ideas motoras no
podrían referirse a otra cosa que al Estado, que es el escenario de la
política, que ahora cruje. No en vano la antipolítica, desde los tiempos de
Martínez de Hoz, quiere “achicar el Estado”, con la tradicional mentira de que
eso “agranda la Nación”, cuando en verdad, en el mundo actual significa su
entrega a la voracidad de los intereses financieros y a la concentración de
riqueza.
Muchos aspectos del Estado deben mover a
reflexión y, obviamente, la definición de la agenda corresponde a los canales
democráticos de la política, o sea, a los partidos. Lo único que pretendemos
señalar en estas líneas es la urgencia del tema y quizá lo que consideramos un
núcleo temático que no debería soslayarse.
Es de toda evidencia que algo funciona muy mal
en el Estado: un poder ejecutivo electo por una mayoría de menos del 2% de los
votos, con mandato por cuatro años, compromete con deuda en dólares el futuro
de los presupuestos nacionales por décadas, prometiendo entregar en poco más de
un año, un país que, de seguir el actual ritmo de endeudamiento, estaría
obligado a pagar por muchos años una suma superior a los 200.000 millones de
dólares. Recordemos que el crédito de la Baring Brothers, contratado por
Rivadavia, se terminó de pagar en la administración de Perón.
Necesariamente esa suma astronómica será de
dinero que no se podrá destinar a salud, educación, caminos, infraestructura
productiva, desarrollo regional, etc., con el consiguiente costo de vidas
humanas por atención selectiva de la salud (especialmente de niños y tercera
edad), violencia por incentivación de conflictividad interna, deterioro de la
previsión, aumento de delitos contra la propiedad, inseguridad laboral y
accidentes viales, entre otras cosas.
Es indiscutible que quien gana una elección
debe gobernar, aunque gane por un voto, pero debe hacerlo dentro de los límites
que le impone la legalidad. Una democracia que permita que una mayoría
coyuntural, por haber ganado una elección, pueda ejercer un poder ilimitado, no
es el modelo de democracia que defendemos todos cuando invocamos esa palabra,
sino que abusa de la palabra para encubrir un autoritarismo cesarista
plebiscitario, modelo que, obviamente, no siempre requiere un César como
cabeza.
No nos confundamos: no defendemos cualquier
“democracia”, sino la democracia plural, porque también se autoproclamaban
democráticos el fascismo y el estalinismo.
Un constitucionalista escribió hace tiempo
que, en la democracia plural, la mayoría debe respetar a la minoría, porque de
no hacerlo, no sólo niega los derechos de la minoría, sino también el derecho
de la propia mayoría a cambiar de opinión. Este es el sentido de una democracia
idónea para una coexistencia pacífica, mínimamente ordenada e igualitaria,
capaz de recuperar un elemental sentido de fraternidad humana.
Pero esa democracia es incompatible con un
gobierno que compromete el derecho al desarrollo humano progresivo por décadas,
encubierto con una poderosa concentración de medios de comunicación que, como
parte de la concentración de riqueza, acalla toda voz disidente y obliga a la
autocensura. Es de sobra sabido que los discursos y creaciones de realidad
únicos siempre fueron propios de regímenes autoritarios o claramente no
democráticos.
Además, en la Argentina de hoy, todo
funcionario electo que tenga a su cargo alguna responsabilidad de gobierno, es
fácilmente coaccionado por el ejecutivo nacional, merced a un problema que no
hemos resuelto desde 1853 y que, como todos sabemos, hizo que la Provincia de
Buenos Aires se segregase de la Confederación hasta 1860: el reparto de los
recursos recaudados por el Estado nacional.
Tampoco lo resolvimos en 1994 y esta brecha es
la que ahora aprovecha el ejecutivo, no sólo para acallar a gobernadores e
intendentes, sino para forzarlos a que disciplinen a sus legisladores
nacionales para votar sus proyectos de deterioro previsional, de precarización
laboral, etc. De este modo va desapareciendo la separación de poderes y, con
ella, el sistema de pesos y contrapesos republicano.
Creemos que no es nada sano subestimar la
complicada situación y la responsabilidad de quienes tienen el deber de velar
por partes considerables de nuestra población y, por eso, justamente, es
altamente recomendable abstenerse de repartir etiquetas de “traidor” y
similares.
Mucho se está hablando del Lawfare, como
combinación del monopolio mediático creador de realidad y segmentos de la
justicia. Como método lo único nuevo es el nombre, pero lo demás es reiteración
de lo sucedido después de los golpes de Estado de 1955 y 1976. La diferencia no
es de método sino de circunstancia: ahora lo emplea un gobierno electo pero
que, al igual que los “de facto”, dispone de una altísima concentración de
medios de comunicación y casi no tolera voces críticas. El extremo judicial del ahora llamado Lawfare tampoco
es gratuito, sino que resulta de una institucionalización defectuosa del Poder
Judicial. No existe ninguna estructura judicial semejante en un país
democrático: cinco personas, en nuestra Nación, sin que la Constitución ni
ninguna ley los autorice, por mera decisión pretoriana, se han proclamado desde
décadas como la última instancia de todos los procesos que se tramitan en
nuestro territorio, emitiendo unas 15.000 sentencias por año.
En estas condiciones, es elemental pensar que
las ideas rectoras deben referirse principalmente a un serio replanteo
institucional del modelo de Estado que necesitamos para navegar un mundo en que
domina el capital financiero transnacional. En particular, salta a la vista la
necesidad de replantear y fortalecer sus instituciones republicanas y
democráticas.
No puede ocultarse por más tiempo que hemos
llegado a la actual situación como resultado de una institucionalidad
defectuosa, que permite a un ejecutivo coyuntural comprometer nuestro destino
por décadas, que debilita las bases del federalismo, del régimen municipal, de
las mayorías en las Cámaras del Congreso, de la independencia judicial, es
decir, que no sólo está debilitando a la democracia, sino al propio sistema
republicano de gobierno.
La Constitución manda que nuestro sistema de
gobierno sea republicano, representativo y federal. ¿Pero qué nos queda de
República si se opaca la separación de los poderes y su sistema de controles?
¿Qué nos queda de “representativo” si el ejecutivo se permite coaccionar a los
legisladores a través de los gobernadores? ¿Qué nos queda de federalismo si los
gobernadores deben ir al pie del ejecutivo para conseguir los recursos para
pagar a sus administraciones?
Es urgente reflexionar sobre nuestro Estado y
sus instituciones. El proyecto de Estado plasmado en la Constitución de
1853-1860-1994 ya no funciona, y el de 1949 fue brutalmente cortado por un
bando militar.
Prueba clarísima de las falencias de nuestro
proyecto de Estado plasmado constitucionalmente, es que éstas han permitido que
lleguemos a esta situación de verdadera crisis institucional y de compromiso de
nuestro desarrollo futuro por décadas.
Será urgente pensar cómo remontar el presente,
pero será difícil hacerlo con un barco que institucionalmente hace agua cuando,
al mismo tiempo, apremia acorazar la nave para superar las olas tempestuosas
del mundo actual y, lo que no es un detalle menor, también para evitar que el
enorme esfuerzo de recuperación que hagamos sea neutralizado nuevamente en el
futuro.
Un proyecto de Estado es tarea de toda la
ciudadanía, canalizada a través de los vehículos naturales de la democracia
plural. No se trata de una tarea de juristas; ningún equipo de sabios
encerrados en un laboratorio podrá alumbrar un proyecto de Estado democrático.
Será obra de juristas asegurar su forma, su envase por así decir, pero el
contenido siempre será responsabilidad de todos y todas.
No es sólo la política lo que está en juego,
sino el Estado como palco sobre el que ésta se desarrolla y los pilotes
democráticos que lo sostienen. En esta hora se impone el deber ético de aunar
esfuerzos, cerrar filas, pero en torno a un nuevo proyecto de Estado que, en
algún momento, se debería plasmar en una Constitución acorde a la actual
situación del mundo.
Comenzar a pensar hoy en una nueva
Constitución futura, en un proyecto de Estado como condición para remontar la
actual situación y prevenir su recurrencia, es una urgente tarea política de
enorme dimensión, pero no por eso se deben bajar los brazos antes de comenzar.
No debe nadie atemorizarse por la magnitud de la tarea. No es posible marchar
hacia el futuro con depresión ni dejar que el pesimismo inmovilice. Todo puede
fracasar, pero ningún mal es eterno en este mundo, y tampoco es irremediable,
porque el Pueblo y la Nación seguirán existiendo.
Si San Martín hubiese pensado como algunos
deprimidos y pesimistas, no hubiese cruzado los Andes; sin embargo, Chile es
independiente, pese a Cancha Rayada.
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