El mismo dilema desde 1810... La cuestión nacional, primera y segunda parte, por Mario de Casas, Ingeniero civil. Diplomado en Economía Política, con Mención en Economía Regional, FLACSO Argentina – UNCuyo, para para La Tecl@ Eñe
Mario de Casas inicia con esta
primera entrega, un trabajo en el que profundiza la comprensión sobre la
cuestión nacional, guía y motor para afrontar las querellas por venir y factor
decisivo para consolidar una relación de fuerzas favorable para la formación de
una conciencia nacional mayoritaria.
Fuente: http://www.lateclaene.com/
Introducción
La situación históricamente inédita que produjo la oligarquía en
2015 cuando alcanzó el gobierno del Estado a través de elecciones libres,
plantea nuevos desafíos a los sectores populares. Guía y motor para afrontar
tal sucesión de insoslayables querellas por venir debería ser la comprensión
masiva de la llamada cuestión nacional, cuya consecuencia directa -y factor
decisivo para consolidar una relación de fuerzas favorable- será la formación
de una conciencia nacional mayoritaria.
En efecto, si siempre fue difícil para un importante segmento de
la sociedad percibir que nos encontramos inmersos en una sorda pero crucial
disputa entre la entidad nación y las expresiones imperiales realmente
existentes, que afecta nuestros legítimos y más variados intereses, ahora la
dificultad se acrecienta: a la condición semicolonial del país, restablecida recurrentemente
por los sectores dominantes pero disimulada con formas institucionales y
apariencias cotidianas que lo muestran como independiente a los ojos del
observador inadvertido, se agrega - para nublar consciencias - el triunfo
oligárquico en las urnas, pues opera como una máscara más efectiva que el mero
discurso exaltador de la “libertad” y la “democracia” para ocultar el verdadero
rostro de los sempiternos socios de poderosos intereses extranjeros, que ahogan
nuestra capacidad de autodeterminación.
Además, si desde aquel 10 de diciembre no ha habido tregua en el
proceso de enajenación de los principales resortes de la economía nacional,
subordinación de las políticas del gobierno a los mandatos de corporaciones de
adentro y de afuera e incremento sostenido de las desigualdades sociales; es
entonces evidente que los sectores subalternos, una vez más, después de doce
años de gobierno popular, no lograron consolidar sus posiciones en el marco de
la contradicción fundamental que los enfrenta a la alianza imperialismo-oligarquía,
identificada en este momento histórico con los EE.UU y otros países con
tradición imperial de envergadura menguada, y lo que el economista e
historiador Eduardo Basualdo ha bautizado como oligarquía diversificada,
refiriéndose a la estructura económica de nuestro país.
Para quienes -incluyendo cultores del pensamiento “progresista”-
consideran que éstas son categorías demodé y, haciendo ostentación de académica
ignorancia, pretenden reemplazarlas por “globalización” y/o “mundialización”,
es oportuno señalar no sólo que “globalización” es el nombre del imperialismo
reciclado que se pretende mundial, sino también -y esto es lo más importante-
que el problema no es la globalización sino los globalizadores. La
mundialización que hoy padecemos debido a los prodigiosos avances de la
tecnología no debe hacernos olvidar que en los fundamentos de nuestra realidad
latinoamericana se encuentran la globalización de Alejandro VI y Tordesillas;
que el Río de la Plata no toma su nombre -y de él la Argentina- de sus aguas
amarronadas sino del legendario Potosí; y que el palo brasil, el azúcar, el
oro, los diamantes, el caucho y los esclavos globalizaron al Brasil mucho antes
de que los teóricos imperialistas aparecieran en escena. Hechos que ponen en
evidencia la falacia de la contradicción que pretende instalar el oficialismo y
sus aliados entre “populismo y república”, cuando los términos de la verdadera
contradicción fundamental son patria o
colonia, que equivale a decir democracia
plena o corporaciones.
Así, las actuales circunstancias invisten de una importancia
adicional al tema que ha sido objeto de análisis y debate por parte de los más
importantes exponentes del pensamiento nacional y de generaciones de militantes
del campo popular, que comprendieron la significación de la cuestión nacional
como categoría fundamental para la transformación social de los pueblos
latinoamericanos.
Se trata entonces de dilucidar qué es la cuestión nacional. Para lo
cual habremos de aproximarnos primero al concepto de nación, por cuanto la
cuestión nacional aparece cuando un pueblo aspira a constituirse plenamente
como nación: hay una valla que impide alcanzar esa realización y entonces ahí
surge la cuestión nacional.
Debo adelantar que para desarrollar el tema me valdré en general
de los aportes de la tradición marxista. Entiendo que, toda vez que se tengan
en cuenta las singularidades de una formación social histórica y
geográficamente situada, permite explicar con la mayor rigurosidad esa
determinada realidad.
Justamente, la expresión cuestión
nacional fue
adoptada por distintas corrientes marxistas a principios del siglo pasado. Hay
trabajos de Lenin con esta designación u otras parecidas, y polémicas entre
socialistas sobre si debían asumir las reivindicaciones nacionales o si eso era
un obstáculo porque no resolvía las cuestiones de fondo, que sólo podían
resolverse a través de la lucha de clases y con el derrocamiento del
capitalismo -posición sostenida por Rosa Luxemburgo-.
A partir de entonces la
expresión adquiere carta de ciudadanía; en tiempos recientes y hasta nuestros
días se la asocia al denominado “conflicto Norte-Sur”, eufemismo con el que el
lenguaje lavado que domina la palabra pública evita decir conflicto imperialista.
Efectivamente, la cuestión nacional también se puede caracterizar
como el desafío que se presenta a un pueblo que aspira a alcanzar su
autonomía.En el curso de la historia moderna esta situación se ha dado en
circunstancias distintas, según que el pueblo en cuestión a) tenga que soportar
el yugo colonial directo porque no ha conquistado todavía la independencia
nacional; b) esté disgregado porque aún no consigue su unidad política, o c)
haya superado la etapa colonial pero el yugo subsista bajo otra forma: una
dependencia estructural de tipo económico-social. Éste es nuestro caso y el de
todos los países del subcontinente con los que, en realidad, conformamos una
nación en el sentido moderno del término.
El
concepto de nación
La contribución más importante de los marxistas al estudio de la
nación fue llamar la atención sobre la estrecha relación que había entre el
ascenso del capitalismo y la cristalización del Estado-nación. Sostuvieron que
el avance del capitalismo destruía los mercados autárquicos, cortaba sus lazos
sociales específicos y abría el camino para el desarrollo de nuevas relaciones
sociales y formas de conciencia. “Laissez
faire, laissez aller”, el primer grito de guerra del comercio
capitalista, no condujo en sus primeras etapas a la globalización generalizada,
pero generó las condiciones para el despegue de las economías de mercado más
allá de las antiguas estructuras comunitarias.
En síntesis, la nación no es cualquier tipo de comunidad. Es una
formación relativamente moderna en la historia. Las formas antiguas de
comunidad, por ejemplo la Ciudad-estado o los Imperios multinacionales,
realizaban totalizaciones políticas que no tenían las características de las
modernas naciones.
Lo que caracteriza a las naciones que se van formando en la edad
moderna e irrumpen en el proceso revolucionario de fines del siglo XVIII y el
siglo XIX, es un grado determinado de cohesión comunitaria que está dado por la
unidad de un territorio y una lengua común amalgamados por el desarrollo del
mercado interno, es decir por la generalización del intercambio. En otras
palabras, una comunidad que ha roto las barreras feudales y el aislamiento, y
ha logrado una unidad territorio-lingüística cimentada en la generalización del
intercambio y el crecimiento del mercado interno y, por lo tanto, en el avance
del capitalismo. Esto significa que hay una estrecha relación histórica entre
el surgimiento de las comunidades nacionales y el surgimiento del capitalismo.
En particular, la consolidación del Estado-nación se explica por cuanto el
capitalismo, la forma más abstracta de control de la propiedad, requería por
encima de todo un sistema de leyes que sacralizara la propiedad privada, y un
Estado que asegurara su cumplimiento.
En esta segunda entrega Mario
de Casas aborda la caracterización de la cuestión nacional en Hispanoamérica
hasta nuestros días, que no ha sido impulsada por el crecimiento de las fuerzas
productivas de la sociedad burguesa, sino por un factor externo: La tajante
división del mundo capitalista en un centro imperialista y una periferia
colonial o semicolonial.
Por distintas razones, la
nación como entidad no produjo su propio Tocqueville, Marx, Weber o
Durkheim. Me refiero a un pensamiento social que la explicara, como ocurrió con
la democracia, la clase o el capitalismo. Sin embargo el problema de las
naciones que luchaban por su conformación como tales no dejó de preocupar a
Marx y Engels. Si bien siendo jóvenes la teoría de la lucha de clases fue para
ellos la clave excluyente para entender la historia -perspectiva claramente
reflejada en el célebre Manifiesto del ’48- y llegaron a estar influidos por
una cosmovisión eurocéntrica y, por lo tanto, en alguna medida cómplice del
dominio de los países europeos más avanzados sobre otros pueblos, sus puntos de
vista tuvieron después una notable evolución no sólo respecto de Europa, sino
de un espacio mucho más amplio.
Es particularmente importante
la posición que fijaron en lo que atañe a la cuestión de Irlanda. En este caso,
llegaron a la conclusión de que no sería la revolución socialista protagonizada
por los trabajadores ingleses la que crearía las condiciones para la liberación
de Irlanda, brutal y secularmente oprimida por la burguesía inglesa, sino al
revés: sería la revolución nacional irlandesa contra el colonialismo de la
burguesía y oligarquía inglesas la que permitiría a la clase trabajadora
inglesa liberarse de sus prejuicios nacional-chauvinistas que, en los hechos,
se convertían en solidaridad con sus propias clases dominantes frente al
oprimido pueblo irlandés.
Estas consideraciones tienen
una importancia que trasciende la coyuntura de época y lugar, porque el
surgimiento de los grandes monopolios y de la estructura imperialista ha
producido lo que en su momento se denominó la “irlandización” del mundo,
caracterización que reflejaba sin ambages una realidad que no ha hecho más que
acentuarse hasta nuestros días y que se pretende velar con el eufemismo
“globalización”: la alianza de hecho de las clases sociales del país
imperialista frente a los pueblos oprimidos.
Ahora bien, tanto los casos de
independencia nacional como los de unidad nacional tardía -Alemania e Italia-
en la Europa del siglo XIX, también apoyados por Marx y Engels porque entendían
que ése era el camino que conduciría al socialismo, se caracterizaron porque
fueron procesos impulsados por la propia burguesía, acorde con el avance del
capitalismo: un capitalismo maduro no se podía concebir con estructuras
débiles–subnacionales-, aspecto al que me he referido en la primera parte de
este trabajo al hacer mención de la necesidad de creación de los Estados
nacionales.
En cambio, lo que ha
caracterizado a la cuestión nacional en Hispanoamérica hasta nuestros días es
que no ha sido impulsada por el crecimiento de las fuerzas productivas de la
sociedad burguesa, sino por un factor externo: la tajante división del mundo
capitalista en un centro imperialista y una periferia colonial o semicolonial.
Este planteo fue desarrollado en el siglo pasado por los más comprometidos y
claros exponentes del pensamiento nacional: Raúl Scalabrini Ortiz, Rodolfo
Puiggrós, Jorge A. Ramos en su primera etapa, Eduardo B. Astesano, John W.
Cooke, Jorge E. Spilimbergo, Juan J. Hernández Arregui, entre otros. Todos
hicieron invalorables aportes a la comprensión y difusión de la contradicción
fundamental que enfrentan los pueblos de nuestra América, cada uno con sus
singularidades.
La periferia de la que formamos
parte entra periódicamente en crisis como consecuencia de múltiples formas de
opresión, económica, política e ideológica. No ha habido un crecimiento de la
burguesía en el marco del orden capitalista -como clase que genere por lo menos
los cimientos para la realización del objetivo estratégico de la unidad y
efectiva independencia nacional latinoamericana-, sino una sucesión de crisis
como consecuencia de esa relación de dependencia. Esto no quiere decir que no
haya grupos económicos poderosos, incluso transnacionales con una importante
base de operaciones en el país, como Techint.
A propósito del caso argentino,
es indispensable hacer un poco de historia. En nuestro país el proceso de
industrialización -único modo de acumulación capaz de convertirse en base para
la maduración capitalista de una formación social- adquirió cierto desarrollo a
partir de la crisis mundial de 1929. Pero ese proceso, forzado por las
circunstancias y materializado a través de medidas defensivas, no fue de
carácter nacional, sino cerrada y claramente clasista, conducido por la
oligarquía terrateniente.
El centro imperial descargó la
crisis sobre la periferia -como puso en evidencia Raúl Scalabrini Ortiz en“Política Británica en el Río de la Plata”-
y a su vez la oligarquía trasladó la debacle al resto del país, afectando
incluso a sus aliados históricos como el sector de criadores. Con el Estado en
sus manos desde el golpe del ’30, implementó medidas como el control de cambios
y la retracción de importaciones que configuraron un proteccionismo tendiente a
equilibrar la balanza de pagos; así se generó un desenvolvimiento industrial
que modificó la estructura socio-económica del país.
Pero ese incipiente desarrollo
de la industria no era consecuencia del proyecto de una clase burguesa que
pretendiera hacer la revolución industrial. Había, sí, la participación de
industriales cuya conciencia del interés nacional y de su propio interés de
clase -que a su vez buscara la hegemonía- eran y siguen siendo sumamente
precarios. Para acentuar este déficit histórico, morigerado cada vez que el Movimiento
Nacional asumió el poder político, a la extraordinaria fertilidad de las
tierras de la pampa húmeda hay que agregar la quita de retenciones y la
desregulación del sistema financiero desde que la oligarquía tomó nuevamente
las riendas en 2015; con lo que se consolida un fenómeno que se podría
caracterizar como “de conversión”, en referencia al comportamiento de grupos
económicos que cuando han alcanzado cierta envergadura convierten buena parte
de sus activos en campos de esa zona privilegiada, y perfeccionan la ya
tradicional fuga de divisas.
Este comportamiento está
indicando que la enorme debilidad orgánica de la burguesía como clase era y es
material pero también ideológica; la subordinación al pensamiento dominante de
la oligarquía -de amplio alcance en la sociedad- queda en evidencia, pues la
forma de propiedad de la clase dominante era y es la forma de propiedad
socialmente jerarquizada.
Aunque parezca obvio, es
importante destacar que esos campos no son fábricas de vacas o de soja, suponen
en cambio un cuasi monopolio sobre un bien natural, sobre la naturaleza, y la
característica sobresaliente de sus propietarios es el parasitismo, no la
reinversión de las ganancias o de las rentas que surgen de la gran diferencia
entre los precios internacionales de los productos agropecuarios y los costos
locales. En ese régimen de propiedad de la tierra hay que buscar el fundamento
de esta lógica de funcionamiento, de la señalada preeminencia ideológica y, en
distintos períodos como el actual, de la naturaleza del poder político. Todos
factores convergentes en el desvío del excedente nacional fuera del circuito
interno de la reinversión, del desarrollo de la ciencia y la tecnología y de la
redistribución del ingreso; en parte absorbido por las metrópolis imperialistas
y en parte por el consumo suntuario, la valorización financiera del capital y
la fuga de divisas de los sectores dominantes domésticos.
Es ésta cualidad fundamental la
que distingue a la clase dominante autóctona de la burguesía que, ya en su rol
hegemónico, impulsó la unificación o la independencia nacional en Europa y los
Estados Unidos en el siglo XIX; determinante además de la condición dependiente
de nuestro país y, por lo tanto, de la singular cuestión nacional que nos
incumbe. Es también la razón por la que se desplaza la tarea central de la
liberación nacional a otros sectores sociales, que para llevarla a cabo están
obligados a conformar un frente nacional.
Para aquellas víctimas de las
ideas dominantes que consideran que el desafío lleva implícita la condena de lo
irrealizable, hay que poner en evidencia que, a la luz de la enseñanza
histórica y de los datos duros, el tan mentado “subdesarrollo” es un concepto
técnico inapropiado para explicar el relativo atraso nacional; es una
tergiversación interesada: la distancia tecnológica que nos separa de los
países de capitalismo avanzado es consecuencia de la “distancia” social. Lo
decisivo es la incapacidad del orden ahora fortalecido para sortear una
diferencia que justamente los meros datos técnicos -recursos naturales, centros
de investigación, experiencia industrial, etc.- no muestran insuperable.
Fuente: http://www.lateclaene.com/
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