A 40 AÑOS DE “LA NOCHE DE LOS LÁPICES”
Complejizar la historia oficial
Por Luciana
Garbarino para Le Monde diplomtique Cono Sur
Un nuevo
aniversario del operativo de secuestro de los estudiantes en La Plata
constituye una buena oportunidad para reflexionar acerca de la construcción de
la memoria del hecho. Cada momento histórico tiene sus condicionamientos y sus
posibilidades para interpretar su pasado.
Las
interpretaciones acerca de la historia son algo dinámico y cambiante y eso lo
sabemos bien en Argentina. No sólo por la importante tradición de nuestro
revisionismo histórico –Raúl Scalabrini Ortíz, Arturo Jauretche, Milcíades
Peña, por mencionar algunos–. Sin ir más lejos, hoy asistimos a un importante
giro acerca de nuestro pasado reciente. Con una velocidad vertiginosa, el
relato de la década ganada se convirtió en cuestión de días y de votos en una
pesada herencia que confinó al país al último círculo del infierno. Como lo
explica la investigadora Elizabeth Jelin, la memoria es un objeto de disputa
que debe ser historizado porque su sentido puede cambiar en cada momento de
acuerdo a las condiciones sociales y políticas, pero también a partir de cuestiones
menos grandilocuentes como la aparición de nuevos testimonios o pruebas que
alteren el sentido de lo establecido hasta entonces.
¿Y a qué viene esta
introducción acerca de la historia y sus interpretaciones? Hoy se cumplen
cuarenta años de “La noche de los lápices”, el operativo por el que fueron
secuestrados, torturados y en algunos casos asesinados diez estudiantes
secundarios en la ciudad de La Plata. Si bien el relato oficial del hecho
durante años lo presentó como la consecuencia de la lucha librada por estos
jóvenes por el boleto estudiantil en la primavera de 1975, con el tiempo la
consolidación de la democracia y la maduración del proceso de Memoria Verdad y
Justicia fueron haciendo posible complejizar la lectura acerca de los motivos
de aquel violento episodio. Comprender ese proceso es la pretensión de esta
nota.
Los hechos
Francisco López
Muntaner, María Claudia Falcone, Claudio de Acha, Horacio Ángel Ungaro, Daniel
Alberto Racero, María Clara Ciocchini, Pablo Díaz, Patricia Miranda, Gustavo
Calotti y Emilce Moler se conocieron en el marco del reclamo por el boleto
estudiantil. Si bien asistían a colegios distintos y militaban en
organizaciones diferentes (casi todos pertenecían a la UES, Unión de
Estudiantes Secundarios, vinculada al peronismo revolucionario, menos Pablo
Díaz que pertenecía a la Juventud Guevarista, vinculada al PRT-ERP) en
septiembre de 1975 los jóvenes confluyeron en ese reclamo. Como militantes, sin
embargo, su lucha se inscribía en un proyecto político más amplio de
transformación social que incluía la militancia en las calles y en los barrios
populares.
El 4 de septiembre
de 1975 en una importante asamblea estudiantil se decidió marchar hacia el
Ministerio de Obras Públicas de La Plata. Al día siguiente cientos de jóvenes
se reunieron allí para entregar un petitorio en el que la Coordinadora
Estudiantil exigía el boleto estudiantil a un peso. Pocos días después el
gobierno firmó el decreto 6.809 que lo puso en vigencia y exactamente el 16 de
septiembre de 1975 fue finalmente reglamentado. Pero los motivos para celebrar
durarían poco. Tras el golpe militar del 24 de marzo de 1976, el gobierno de la
provincia de Buenos Aires nombró como ministro de educación al general Ovidio
Solari. La designación de un militar para la cartera, en el marco de un
gabinete cuyos miembros eran en su mayoría civiles, evidenciaba el enfoque
represivo que proponía para el área. Su par a nivel nacional, Ricardo Pedro
Bruera, anunciaba mientras juraba: “Se restaurará el orden en la educación”.
El operativo
denominado por las mismas fuerzas represivas como “La Noche de los lápices” se
desarrolló entre el 16 y el 21 de septiembre de 1976 y estuvo a cargo de la
Policía Bonaerense, en ese entonces dirigida por el general Ramón Camps. Los
jóvenes pasaron por los centros de detención Pozo de Arana, Pozo de Banfield,
la Brigada de Investigaciones de Quilmes y la Brigada de Avellaneda donde
fueron brutalmente torturados. Sólo consiguieron sobrevivir Pablo Díaz, Gustavo
Calotti, Emilce Moler y Patricia Miranda, mientras que los otros seis jóvenes
permanecen desaparecidos.
Relatos y momentos
El historiador Federico Lorenz, preocupado por la discusión de este tema
en el ámbito educativo, estudió en profundidad la construcción de la memoria
acerca de este episodio. Lorenz afirma que tanto el contexto represivo como los
primeros años de democracia obligaron a “despolitizar” a las víctimas y a
construir lo que él denomina “víctimas inocentes”. Es importante aclarar que no
se utiliza la palabra inocente como contraposición a una culpa que justificaría
su secuestro, sino en el sentido de una cierta construcción ingenua o
simplificada de los protagonistas. Lo que predomina es una concepción de las
víctimas como personas con fuertes ideales pero incompletas en su desarrollo
político y cultural. La idea se aclara con la definición que aporta el informe
de la CONADEP sobre los adolescentes: “Todavía no son maduros, pero ya no son
niños. […] No saben mucho de los complejos vericuetos de la política ni han
completado su formación cultural. Los guía su sensibilidad”.
Ante el Estado represivo, los jóvenes eran percibidos o bien como la
perversión de la subversión o bien como ingenuas almas manipulables
susceptibles de caer bajo la influencia de ideologías extremas. En ese
contexto, es comprensible por qué los reclamos de los familiares de los
desaparecidos eludían, en general, las causas que habían originado la
desaparición, por más injustificada que esta fuera. Ya con el retorno de la
democracia, los primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín estuvieron
atravesados por fuertes disputas acerca de la interpretación de la historia
reciente: “El eje del discurso del movimiento de derechos humanos se concentró
en las demandas de verdad y justicia, en un paulatino reemplazo de la consigna
de Aparición con vida que había predominado durante los años de la dictadura”.
Con las vivencias del horror aún tan frescas y la desesperada necesidad de
justicia, se volvía imperativo poner énfasis en la magnitud de los crímenes
cometidos por la dictadura. Al mismo tiempo surgía una crítica generalizada
hacia cualquier tipo de violencia, tanto la represiva como la guerrillera, y no
eran bienvenidas las historias militantes.
En estas
circunstancias se construyó el relato de aquella noche a partir de tres
elementos fundamentales: el testimonio de Pablo Díaz, uno de los
sobrevivientes, durante el Juicio a las Juntas Militares en 1985, el libro “La
Noche de los Lápices” escrito en 1986 por los periodistas Héctor Ruiz Núñez y
María Seoane y la película del mismo año, basada en el libro, dirigida por
Héctor Olivera.
La construcción de
la memoria de ese operativo está, por lo tanto, inevitablemente impregnada de
los condicionamientos políticos y emocionales de la transición democrática: la
necesidad de despojar a los jóvenes de cualquier arista susceptible de ser
considerada “subversiva” derivó en esa imagen de “jóvenes inocentes” que se
observa con claridad en la película.
Nacido en este clima de época, el relato oficial de “La Noche…”
cristalizó la vinculación del secuestro de los protagonistas con un reclamo
gremial (el boleto estudiantil) antes que político. Si bien su condición de militantes
aparece, quedó relegada a un segundo plano. Lorenz agrega otra idea central
para comprender esta perspectiva: en aquel momento, la necesidad de dejar atrás
una etapa de tanta violencia condujo a una caracterización más ética que
política. Y agrega: “Por lo menos hasta el 90 se observa esa ausencia de la
identidad política de los desaparecidos. Y no sólo los familiares... Cuando
alguien se planta públicamente (como el libro y la película), siempre es en
respuesta a un contexto social que es una presión”. El propio Pablo Díaz aludió
tiempo después en una entrevista a los factores que pesaban entonces sobre la
construcción de su relato: “Yo al principio le tenía mucho temor al qué dirán y
le tenía mucho temor al que me separen […] Que por el hecho de haber estado
militando políticamente en una organización, que adhería a organizaciones
guerrilleras me separen desde los prejuicios”.
Complementando estas reflexiones, el historiador italiano Enzo Traverso
considera que en el siglo XXI la figura de la víctima adquiere un lugar central
en la visión de la historia. Con la mirada puesta en los sucesos mundiales a lo
largo del siglo XX, Traverso llega a la conclusión de que el fracaso de las
revoluciones y del comunismo paralizaron la imaginación y condujeron al mundo a
voltear su mirada hacia el pasado. Como resultado de este proceso, la tragedia
del Holocausto pasó a ocupar el lugar de una nueva religión civil, cuya
conmemoración sacraliza los valores fundamentales de las democracias liberales,
y se convirtió en el paradigma de la memoria occidental.
Este análisis busca destacar que si bien con el tiempo el relato acerca
de lo sucedido aquel 16 de septiembre, y durante la década del 70 en general, se
ha ido enriqueciendo, la magnitud de la violencia del terrorismo de Estado y la
dificultad para abordar la construcción de las víctimas han dificultado la
posibilidad de ampliar las discusiones. Es cierto que la voluntad de adentrarse
en este terreno se topa el riesgo de ser malinterpretada y usufructuada por los
apologistas de la dictadura. Emilce Moler, una de las sobrevivientes de esa
noche que tuvo desacuerdos con el relato oficial desde su concepción, cuenta
que no se atrevió a exponerlos públicamente en aquel momento justamente para no
dar pie a los que impugnaban la lucha por la justicia en un contexto tan
sensible. Pero después de cuarenta años, y aunque todavía se aviven viejas
discusiones (Lopérfido y compañía), vale la pena, con cautela, responsabilidad
y fundamentamos aportar elementos para enriquecer los relatos.
Volviendo a Emilce Moler, ella fue secuestrada el 17 de septiembre de
1976 dentro del operativo, pero por diversos motivos su historia no está
desarrollada ni en el libro ni en la película. Su lectura de los hechos, como
ella misma aclara en sus exposiciones, es complementaria a la oficial: “Creo
que con La Noche de los Lápices se hizo un modelo de lo que pasó en nuestro
país, que hay que recrearlo con lo que fue dejado de lado y lo que yo y otros
podamos aportar no entra en contradicción con lo que se sabe, sino que muestra
una dimensión más profunda del horror”. Después de un doloroso trabajo de
procesamiento interno, pero también en un contexto democrático más consolidado
y con una política de derechos humanos encauzada, Emilce Moler comenzó a
difundir su propia interpretación de los secuestros de aquella noche. “No creo
que a mí me detuvieran por el boleto secundario, en esas marchas yo estaba en
la última fila. Esa lucha fue en el año 75 y, además, no secuestraron a los miles
de estudiantes que participaron en ella. Detuvieron a un grupo que militaba en
una agrupación política. Todos los chicos que están desaparecidos pertenecían a
la UES, es decir que había un proyecto político, con escasa edad, pero proyecto
político al fin” .
Gracias a este
proceso de reinterpretación de los hechos, Pablo Díaz dice que hoy algunos de
los elementos de su relato que antes habían pasado más inadvertidos cobran otra
relevancia. Por ejemplo, la confesión que le hizo Claudia Falcone acerca de las
violaciones que había sufrido adquiere otra dimensión a luz del enfoque de
género que ganó terreno en los últimos años.
Abusándome de las reflexiones de Lorenz retomo lo que él plantea acerca
de que el desafío de recordar estos hechos es tender puentes con el presente y
con la violencia de hoy. Emilce Moler lo sintetiza con lucidez del siguiente
modo: “El terrorismo de Estado de ayer es el hambre de hoy. (…) Como sociedad,
creo que ahora no se aceptaría un golpe militar como tal, pero las formas de
sometimiento, de control político hegemónico económico se manifiestan de otra
manera”. Volvamos al pasado y comprendamos a fondo la militancia de los 70, sus
ideales, sus miedos, sus contradicciones, para que su lucha sea inspiradora y
no una epopeya imposible de continuar.
Fuente: © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
Muy interesante. Me gustaría agregar que la película sobre el libro de Seoane/Nuñez desvincula del terrorismo de estado nada menos que a las FFAA y a la iglesia católica: cuando interviene un militar de uniforme es para sacar a los secuestrados del circuito "ilegal" para pasarlos al "legal", y se lo ve quejarse del estado en que están, e instantes después uno de los secuestradores dice a sus espaldas "milico de mierda, qué se cree", o sea... el otro es militar, los secuestradores no. Y Alfonso de Grazia, sacerdote que pide confesiones y creo recordar que hasta le pega un tiro a alguien, aparece en los créditos como "FALSO CURA", por qué no se van un poco a la p...
ResponderEliminarUn video de nueve minutos que va en la misma dirección, politizando el tema y relacionándolo con el pasado y con el presente, se puede ver acá:
https://www.youtube.com/watch?v=TeTqwZzt1eM
Está pensado para ser proyectado en los actos (o en las aulas) de las escuelas secundarias.
Saludos.-
Coincido, Alejandro. Mas allá de la película en sí, creo que siempre se trató de acuarelizar el hecho de la militancia política de la juventud de entonces, el compromiso colectivo y el fuerte contenido ideológico de sus lecturas y visiones (elementos cardinales que determinó el sadismo del establishment) bajo el paraguas de un simple boleto estudiantil..
EliminarHay que hacer una distinción entre los que simplemente militaban y los que participaban de acciones armadas en democracia.
ResponderEliminarLa muerte atroz de ninguno de ellos es justificable de ninguna manera. Pero la muerte no blanquea a las personas. Unos eran muchachos que militaban por sus ideas, otros eran hdp que pensaban que militar era asesinar gente. Es muy diferente. Unos son reivindicables, otros fueron, y aún lo son si no se arrepintieron, gente de lo peor, escoria humana como sus torturadores.
La única que puede determinar cada caso es la justicia. Y por entonces la justicia no existía
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