Durante el verano, el que piensa, pierde... (desempolvando papeles amarillos)





Si bien no detenta la entidad de una declaración de principios podemos afirmar que existe un acuerdo tácito, de correlato social, por el cual se entiende que durante la época estival toda carga intelectual elaborada o que conlleva algún tipo de compromiso inteligente debe aligerarse entendiendo que el verano es una estación que permite licencias especiales y permisos concedidos. Este razonamiento nos permite conjeturar que durante el transcurso del año se realizaron esfuerzos sobrehumanos para lo contrario, cosa que de modo inmediato ya nos hace pensar que alguien nos está proponiendo un soberano embuste.

Otro elemento a considerar como falaz dentro del dilema lo constituye el presuponer que la tarea de aguzar el pensamiento es aburrida y fatigosa, susceptible de enviarse a un fresco y sombrío cajón debido a que es necesario licenciar nuestra mente de modo ponerla a disposición de los programas del verano, de los temas del verano, de los libros del verano y toda la antropología cinética que acompaña tan poderosa y aceptada premisa. 

¿No será qué una mediocridad subyacente, expositora de sus más absurdas y vergonzosas máscaras anuales encuentra en el verano la posibilidad de justificarse plenamente, encontrando su máximo apogeo, mostrando sus mejores galas, logrando ubicarse en un prefabricado nicho ideal con autorizada presunción?

Se sospecha que todo lo exhibido estivalmente no debe ser analizado, sólo debe ser receptado, deglutido y digerido, asumido como una necesidad humana y refrescante. Si por diversión se trata no existe tipo más ingenioso y desestructurado que un pensador. Un hombre que descubre las muescas más contradictorias e irreverentes de nuestras propias zonceras cotidianas.

¿Qué es un libro de verano? ¿Viene acompañado de un bronceador, un par de paletas, de un juego de tejos, de un sapito regador? ¿Qué cosa llamativa es “el” tema musical del verano? ¿Un par de tonos básicos que se reiteran indefinidamente decorando una poesía miserable y escasamente descifrable? ¿Qué es un programa del verano? ¿Dos o tres tipos riéndose de cualquier idiotez, repleto de bromas y chistes repetidos, armando una suerte de vetusta y deslucida estudiantina, o una simple e indefinida serie de refritos medievales?¿Existirán creadores estacionales? ¿Será qué para algunos el ejercicio de pensar los hace transpirar? Demasiadas preguntas para ser contestadas por un ser otoñal como el que suscribe.

El simpático de Groucho afirmaba que no reírse de nada es de tontos, pero reírse de cualquier cosa es de estúpidos. El sentido del humor consiste justamente en no conformarse con la risa fácil; de algún modo es hallarle algún sentido al humor, alguna complejidad que nos conmueva, que nos sorprenda gratamente. Alguna vez mi viejo, hombre serio, que no regalaba risas gratuitamente, me dijo que él era una persona con mucho sentido del humor debido a que no se reía de cualquier pelotudez.

Todo lo que hasta aquí se detalló se refiere a cuestiones que tienen que ver con el ocio y las artes. Pero temo que también cierta economía funcional de carácter estival tiene su correlato a nivel servicios. El régimen de licencias hace que haya un servicio de salud acotado. Si pobre es durante el año ni pensar lo que significa hallarse en medio de una patología compleja en el verano. Recuerdo que en cierta ocasión, tuvimos la necesidad de un pediatra. Mi hija, por entonces contaba con siete años, estaba soportando fiebres de cuarenta grados a pesar de las duchas, los paños y demás vulgaridades que prima facie uno toma para aplacar el sufrimiento. Rápidamente me comuniqué con nuestra Unidad Sanitaria local; el galeno en cuestión no regresaba sino hasta fines de febrero no habiéndose planificado reemplazo alguno; “estamos en verano” me contestó con simpatía y amabilidad veraniega la recepcionista de la entidad. La notable aventura de ubicar en disponibilidad un profesional de la especialidad en el distrito fue una experiencia para nada enriquecedora. Quien no estaba de licencia anual y ordinaria, estaba atendiendo en Monte Hermoso, de modo que la automedicación fue la única salida al alcance de la mano. Amoxicilina 500 y un poco de suerte hicieron el resto. Macedonio afirmaba que en oportunidades los médicos logran su prestigio a través de la curación espontánea. 

El verano parece desestructurar lo que nunca estuvo estructurado. Le otorga plenas credenciales a la ya de por sí magra responsabilidad regular e intensifica con su liviandad todo lo que durante el año suele importar tres carajos. Mientras las cosas suceden morirse en verano resulta un verdadero garrón, cosa nada recomendable si el occiso aspira tener en su velatorio cierto rango de acompañamiento.

Pero a no desesperar, no es necesario temer ni desfallecer, la conciencia nunca nos debe mortificar. Resulta injusto y hasta lujurioso que Chesterton, Borges, De Quincey, Papini, un enfermo o un muerto nos carguen la mochila indiscretamente con sus magras realidades o imaginerías y nos interrumpan un partido de paleta en medio de chistes vulgares mientras danzamos descalzos y al sol el tema del momento. Recuerdo aquel sketch de Les Luthiers en el cual el entretenimiento central de programa televisivo se titulaba:  “El que piensaaaa pierdeeee”.
Vaya entonces el rescate de aquellos que por medio de la inteligencia siguen sosteniendo, sin los rutinarios embargos estacionales, buena parte de lo que todavía vale la pena, leer, ver y escuchar por fuera de la temperatura ambiente y cierta estupidez tan corriente como mediatizada.




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