EL RENACER DE LA ARGENTINA NUCLEAR, POR VERÓNICA OCVIRK. PARA LE MONDE DIPLOMATIQUE CONO SUR



La puesta en marcha de Atucha II implica que el país vuelve a ocupar un lugar relevante en el escenario atómico del mundo. En tanto el ecologismo duro continúa oponiéndose a la construcción de nuevas plantas nucleares, el sector se afirma como capaz de suministrar una energía limpia, confiable, segura y esencial para un desarrollo soberano y autosuficiente.

En los últimos ocho años Argentina retomó en forma definitiva la senda de la energía nuclear. Como fecha concreta para el arranque de ese proceso podría marcarse el 23 de agosto de 2006, día en el que el Ministerio de Planificación anunció formalmente el relanzamiento del Plan Nuclear Argentino.


En términos generales, el proyecto implicó dar mucho más impulso –traducido por supuesto en recursos– a la investigación y a las aplicaciones nucleares en la medicina, el agro y la industria, apostando a la vez a volver a manejar de punta a punta el ciclo del combustible que se necesita para producir este tipo de energía. Pero lo que en particular se llevó a cabo en el marco del plan fue el desafío gigantesco que aparece como su corazón, hito y gran éxito consumado: la terminación de la planta Atucha II, que el 3 de junio de este año a las 9.02 de la mañana comenzó a funcionar (lo que se conoce como “puesta a crítico”), iniciando poco después la entrega de sus primeros megavatios a la red interconectada. Hoy la central funciona al 75%, y se espera que antes de fin de año esté operando a pleno. Entonces sumará un total de 745 megavatios de potencia, alrededor del 4% de la energía eléctrica que se consume en el país y lo suficiente como para abastecer a unos 4 millones de familias. 


Cerca de 30 países en el mundo generan hoy energía nuclear civil y menos de la mitad de ellos son capaces de manejar el ciclo del combustible completo. Argentina se encuentra en este último grupo, operando sus tres centrales –Atucha I, II y Embalse–, lo que la vuelve parte de una suerte de “elite atómica” a escala global.

¿Qué tiene eso de bueno? Para empezar, la nuclear es una energía limpia, por lo menos en el sentido de que no escupe por sus chimeneas dióxido de carbono que se esparcirá luego por la atmósfera. Como muestra basta decir que Francia, país nuclear por excelencia, genera un 80% de su energía eléctrica en centrales atómicas y produce la mitad de gases de efecto invernadero que Alemania, que está en plan de cerrar sus plantas nucleares y cuya matriz está principalmente sustentada por carbón. Claro que la energía atómica genera también sus residuos. Pero el volumen que tienen no es grande y además son fácilmente vigilables y conservables, a lo que se suma que hoy el combustible usado puede ser reprocesado y vuelto a emplear en determinado tipo de reactores, lo que sería algo parecido a juntar los gases de escape de un auto y volver a fabricar con ellos nafta o gasoil. 


Otro costado positivo de la energía nuclear es que para operar estas centrales las naciones tienen que alcanzar cierto grado de desarrollo tecnológico, lo que implica formar profesionales y técnicos altamente capacitados que luego tendrán trabajo en su país. Argentina cuenta con el Instituto Balseiro –que integra el Centro Atómico Bariloche y es el único en Latinoamérica que forma ingenieros nucleares– y con los Institutos Sábato y Dan Beninson, que imparten también educación nuclear y ofrecen becas totales para que los estudiantes puedan dedicarse exclusivamente a la cursada.


En sus más de seis décadas de experiencia nuclear el país fue acumulando un grado de desarrollo más que interesante en cada uno de los eslabones de la cadena productiva. En principio tiene conocimientos en la exploración y extracción de uranio y, aunque ahora no está produciendo, se encuentra a las puertas de volver a fabricar uranio enriquecido en la planta de Pilcaniyeu, Río Negro, cuyas instalaciones habían sido abandonadas en la década del 90. El dióxido de uranio es provisto por la empresa nacional Dioxitek, los elementos combustibles por CONUAR S.A. y las vainas y tuberías especiales por FAE, subsidiaria de la anterior. También funciona en Neuquén una planta de producción de agua pesada. 


Pero tal vez la ventaja más notoria que trae el desarrollo atómico es que permite diversificar la matriz: dejar paulatinamente de depender de los combustibles fósiles en general y del gas licuado importado en particular. “La visión más clara que tuvo Néstor Kirchner con esta apuesta no pasa tanto por ver lo nuclear en sí, sino por entender que las energías son complementarias y que Argentina tenía que recomponer su matriz para, por esa vía, lograr más seguridad y mayor soberanía energética”, sostiene Mauricio Bisauta, vicepresidente de la Comisión Nacional de Energía Atómica. 


También hay involucrada una cuestión económica: ¿es más cara de generar la energía nuclear? No, por lo menos desde el punto de vista de la operación y del combustible que un reactor requiere para funcionar. Por poner un ejemplo: una central de 750 megavatios como Atucha II consume por día 185 kilos de uranio, lo que implica un gasto de unos 50 mil dólares. Una máquina de carbón de energía comparable necesita unos 12 millones de kilos de carbón diarios, en tanto una central de ciclo combinado equivalente que consume gasoil importado cuesta sólo en ese combustible un millón y medio de dólares por día. Ahora bien, una planta nuclear –igual que una central hidroeléctrica– necesita de una inversión inicial altísima: 18 mil millones de pesos en el caso de la flamante Atucha. El otro integrante de la ecuación es la vida útil del reactor, que suele estimarse en 30 años, extensibles por lo general a otros 30 realizando el mantenimiento correspondiente.

Sea cual fuere el resultado de la cuenta, una vez que Atucha II opere a todo su potencial Argentina pasará de tener un 3,8 a un 7% de su potencia eléctrica generada a partir de energía nuclear. 


Otra mano invisible


En un primer acercamiento no es demasiado sorprendente lo que hay para ver en una central nuclear. Vapor de agua, más que nada, en el caso de aquellas donde el reactor se aloja en un edificio cilíndrico con un domo en la parte superior. En otras sobresale la característica “esfera de contención”, que en realidad continúa varios metros bajo el suelo. 


Pero es el proceso que se da adentro de esas estructuras –y que permanece oculto al visitante común– lo que permite obtener energía de las entrañas del átomo. Se trata de la fisión nuclear, que a grandes rasgos implica la desintegración de un átomo pesado –por ejemplo, uranio 235– que es “bombardeado” con un neutrón. Cuando el átomo se rompe se libera energía y también neutrones, que a su vez pegan en otro átomo y lo fisionan, división que vuelve a liberar neutrones que pegarán en otros átomos, y así sucesivamente. Este efecto multiplicador no es más que la famosa “reacción en cadena”, que en el caso de una central se lleva a cabo de una forma controlada y permite que de una pequeña masa de piedra se consiga una cantidad de energía realmente enorme. El reactor vendría a ser entonces una máquina de producir energía, un lugar donde se fomenta la fisión del uranio. Y en todos los casos lo que modera la reacción es simplemente agua, pesada en el caso de los reactores que funcionan con uranio natural y liviana para los de uranio enriquecido. 


Pero aún falta el lado B del proceso, porque el calor que produce esa fisión es capaz de activar una central térmica para producir electricidad, de igual forma que podría hacerlo la quema de carbón, gas natural o fuel oil en una central convencional. Para lograrlo, el calor de adentro del reactor se extrae por medio de agua a gran presión, que por circulación en un recipiente especial se transforma en vapor con otro circuito de agua. 


Ese vapor es energía termodinámica y con él se hace girar una turbina, con lo cual se transforma en energía mecánica. Finalmente, acoplado a la turbina se ubica un generador eléctrico capaz de alimentar la red. En síntesis, toda central nuclear no es más que una transformadora de energía: la energía de la roca se convierte en termodinámica primero y en mecánica después, que termina saliendo como eléctrica. En el sentido químico de la palabra, ni siquiera hay combustión. Dentro del reactor sólo desaparece masa. 


Ayer, hoy, mañana



—El desarrollo nuclear argentino comienza durante el peronismo. ¿Es eso correcto? 

—Sí, totalmente correcto. Y no solamente en el inicio, sino en todas las ocasiones en las que el sector avanzó.

—¿Los nombres de las centrales están entonces bien puestos?
—Ya lo creo.


Quien responde es José Luis Antúnez, presidente de Nucleoeléctrica Argentina SA (NASA), la empresa estatal que maneja la operación de las tres centrales nacionales y que se cargó al hombro la terminación de Atucha II “Néstor Kirchner”, construida en el mismo predio y junto a Atucha I “Juan Domingo Perón”. Antúnez se muestra convencido de dos hechos. Primero: la viabilidad de la energía atómica para la generación de electricidad. Segundo: que sólo una decisión política firme y sostenida es capaz de hacer posible la concreción de un proyecto nuclear de envergadura. 


Argentina fue en Latinoamérica pionera nuclear. Muchos recuerdan el fallido “Proyecto Huemul” y al físico austríaco Ronald Richter, que en 1948 convenció a Perón de que era capaz de llevar a cabo reacciones de fusión nuclear controlada, cosa que no había logrado ningún laboratorio en el mundo. La idea entusiasmó al general y los experimentos comenzaron en la Isla Huemul, ubicada en el Lago Nahuel Huapi de la provincia de Río Negro. El proyecto, claramente, no funcionó. Pero la aventura culminó en la creación en mayo de 1950 de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), que por fortuna no se consagró únicamente a brindar apoyo a Richter sino que se dedicó al estudio, desarrollo y aplicación en todos los aspectos vinculados a la utilización pacífica de la energía nuclear. 


No obstante este primer impulso, fue en 1965 –bajo el mandato presidencial de Arturo Illia– cuando la CNEA encaró un estudio de factibilidad para construir una planta nuclear en la región de Buenos Aires. El resultado fue la concreción de Atucha I en la localidad de Lima, partido de Zárate, que comenzó a funcionar en 1974 y convirtió a Argentina en el primer país de América Latina en contar con una central atómica. 


La construcción de Embalse, en Córdoba, se inició ese mismo año y una década después, en 1984, comenzó su operación comercial, a la par que el programa nuclear adquiría en la sociedad argentina un prestigio enorme. El proyecto Atucha II dio sus primeros pasos en 1981, también en Zárate. Las previsiones indicaban que la planta debía estar concluida en 1987, pero debido a la falta de fondos el trabajo avanzó en forma muy lenta, hasta que en 1994 fue definitivamente suspendido. 


De acuerdo con Antúnez, lo que frenó Atucha II no fue sólo la desidia, sino que se trató de un cúmulo de razones. “El absoluto desinterés por la ciencia y la industria local de alta capacidad técnica fue un factor determinante. Pero nunca hay una única causa. En la década de 1970 la matriz argentina se sustentaba en la energía hidráulica, la térmica con fuel oil y la atómica. Pero en 1976 se produjo en Loma La Lata el descubrimiento del yacimiento gasífero más grande de Argentina, que en ese momento pasó a ser casi un país árabe en términos de consumo en relación a reservas de gas. A eso se sumó un motivo tecnológico: la aparición de las centrales térmicas de ciclo combinado alimentadas por turbinas de gas. Además de ser tremendamente eficientes, estas plantas presentaban ventajas con las cuales las nucleares e hidroeléctricas no podían competir: un rápido plazo de construcción y muy bajo costo de capital. El panorama se veía entonces como la panacea eléctrica definitiva, parecía que toda la expansión debería hacerse con ciclos combinados. Así fue como Argentina desarrolló una incomparable red de distribución y transporte de gas natural, y hasta el transporte automotor comenzó a usar GNC. El único problema fue que no se descubrieron nuevas reservas de gas, en tanto el consumo crecía y nos dedicábamos a exportar. Por eso –concluye– la decisión energética no fue hecha para atentar contra lo nuclear. Pero esa fue su consecuencia práctica.”


A partir de 2003 Argentina vivió un proceso inédito de reindustrialización y crecimiento del consumo que obligó a comprar gas a otros países primero y a replantear la matriz energética después. Hacía falta contar con una base estable que disminuyera las emisiones de dióxido de carbono y ayudara a la vez a disminuir las importaciones de combustible. 


La reactivación del plan nuclear implicó entre otras cosas el desafío de terminar una planta que había sido abandonada por 20 años, proyecto que según sus protagonistas supuso una complicación pocas veces vista. El diseñador del reactor y contratista principal de la obra había desaparecido, ya que Siemens se retiró en el año 2000 del campo nuclear, aunque la empresa seguía siendo dueña del diseño. Por eso llevó un buen tiempo llegar a un acuerdo para la cancelación del contrato original y el traspaso de la propiedad del diseño, lo que terminó convirtiendo a NASA en la nueva arquitecta, ingeniera y constructora de Atucha II. “En este océano de problemas –refiere Antúnez– la única isla firme era que la gente de la central, a un costo personal muy grande, había conservado los materiales y equipos almacenados en el sitio.” 


Otra odisea fue reunir al equipo de trabajo. Quedaban 90 personas de la etapa anterior, y se convocó también a quienes habían trabajado tanto para el Estado como para la industria privada en las fases iniciales del Plan Nuclear Argentino, esencialmente en Embalse y en el comienzo de Atucha II. Luego se incorporaron jóvenes profesionales, pero en el medio quedaba un hueco que el sector define como “irrecuperable” y que intentó salvarse sumando profesionales recién recibidos y alargando la vida laboral de los mayores. “Muchos llegamos a pasar nuestra edad jubilatoria trabajando en este proyecto. Personalmente estoy orgulloso de haberlo hecho, porque ahora dejamos en manos de jóvenes brillantes la conducción de las próximas centrales”, reflexiona el número uno de NASA. “Tomar un contratista del exterior podría habernos llevado a completar Atucha II en menos tiempo. A lo que no podría habernos llevado es a reconstruir las capacidades nacionales. Por eso adoptamos el camino más difícil y el más costoso, que hoy se puede decir que fue el adecuado, porque nos queda la gente y las empresas locales para encarar los próximos proyectos. Por fin hemos terminado de reparar el desastre que le había ocurrido al Plan Nuclear Argentino.”

A la terminación de Atucha II se agrega la actual construcción del Reactor Carem (que con 25 megavatios de potencia es el primero de diseño totalmente nacional) y los planes en ejecución para la extensión de vida de las centrales Embalse y Atucha I. Pero lo que más entusiasma últimamente es el proyecto de construir una cuarta central –que funcionará en el mismo predio de Lima– y una quinta de ubicación aún no definida. De hecho, el ministro de Planificación, Julio De Vido, presentó en la última cumbre nuclear de Viena detalles de Atucha III, que será de uranio natural y agua pesada, tendrá un reactor Candú similar al de Embalse y aportará a la red eléctrica 800 megavatios. A través del banco ICBC, la empresa China National Nuclear Corporation (CNNC) aportará 2.000 millones de dólares para la compra de componentes importados. No obstante se apuesta a que la construcción de la planta tenga al menos un 65% de integración nacional. 


“La participación de China no nos compromete nuclearmente –asegura Bisauta–. Argentina ya construyó un reactor Candú en Embalse y desde entonces posee la tecnología y está autorizada a reproducirla. Tenemos algo muy claro, y es que a la central vamos a operarla nosotros y a vender energía nosotros. De ninguna manera estamos proyectando una planta a contrapago de energía a futuro.” 


La polémica sin fin 


La discusión acerca de si la participación nuclear debe seguir aumentando en la matriz energética mundial no ha sido saldada. Los pro-nucleares insisten en que se trata de una alternativa limpia y segura, y que en trece mil años de reactor/experiencia (1) sólo se han producido tres accidentes –Three Mile Island en 1979, Chernóbil en 1986 y Fukushima en 2011– a raíz de los cuales la industria está hoy muchísimo mejor preparada. Desde la otra vereda las voces ambientalistas advierten sobre los riesgos que supone la actividad y aseguran que Argentina va contra la corriente, ya que después de Fukushima los planes de expansión atómica comenzaron en todo el mundo a revisarse. Pero esta aseveración tampoco es del todo correcta. Mientras Alemania anunció que para 2022 cerrará todas sus centrales y Austria rechaza con énfasis el uso de esta energía, naciones como Estados Unidos, Japón, Canadá, China, Rusia y Brasil se muestran a favor de la actividad atómica. 


También se debate acerca del uso atómico para fines bélicos, cuestión a la que los defensores de esta tecnología responden diciendo que de 30 países con reactores sólo 9 tienen armas nucleares, además de que no nos olvidaremos de las armas nucleares por olvidar cómo crearlas. 

Lo cierto es que muchos ecologistas están revisando sus posiciones al entender que, dado un escenario en el que las energías renovables explican menos del 1% de la matriz mundial, ser antinuclear es, de alguna manera, estar a favor de los combustibles fósiles. En el fondo se trata de la eterna tensión entre desarrollo y ambiente, que de ningún modo será resuelta en este artículo y probablemente tampoco en los próximos foros energéticos mundiales. 


Fuente: Le Monde diplomatique Cono Sur

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