Violencia de Género: Si se sigue degradando la igualdad como derecho práctico, no será fácil para una mujer maltratada creer que le asiste el derecho a proteger su dignidad, física o mental
¿ HA LLEGADO LA DEMOCRACIA
A LA VIDA PRIVADA ?
Por
SOLEDAD MURILLO DE LA VEGA
Identifico democracia con el
mutuo respeto, una
regla de la que nos dotamos siempre que aceptemos las distintas formas de
vivir. John Rawls definía la justicia en términos de procurar hacer efectivas
las “bases sociales del autorespeto”. En el plano personal, el respeto consiste
en concederse un valor innegociable. En suma, resistirse a claudicar cuando alguien
en nombre de los afectos, pretende amoldar un proyecto vital, por el simple
hecho de ser ajeno a sus necesidades particulares. Situaciones demasiado
frecuentes en un vínculo de pareja, donde mantener lo propio, desde las
amistades, hasta las aspiraciones profesionales, pudieran representar motivo de
tensiones, o conflictos más serios.
Sabemos
bien que las interacciones sentimentales son extraordinariamente complejas,
pero no siempre los desacuerdos recurren a la palabra y menos aún a pactos en
los que se explicite lo que cada persona espera de la otra. Todo lo contrario, la
pareja también es un escenario de poder. Un poder que no se
muestra públicamente, se reproduce en la intimidad de una relación sentimental,
se justifica en nombre del amor y requiere de una sistemática
expropiación de la identidad. Además, contiene una firme
desautorización de todo rasgo de individualidad, recurriendo desde los
agravios, hasta los golpes. De hecho, debemos a la teoría feminista haber
conceptualizado el poder desde el esquema de subordinación y autoridad, y
visibilizado aquellos mecanismos sociales, económicos y culturales que
legitiman la desigualdad.
Esta
lógica fue clave en la elaboración de la Ley Orgánica
1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.
Tuve la oportunidad de participar activamente en su elaboración. Fue el primer
cargo público en materia de igualdad, pero sin añadir, familia,
infancia o juventud entre sus competencias. Sólo igualdad. Razón por la cual las
siguientes reflexiones son deudoras de la legislatura de la que formé parte
(2004-2008), así como de las negociaciones, o mejor decir, las
conversaciones con el ánimo de convencer de la necesidad de una norma a
aquellos que serían los responsables de su puesta en marcha. La
Ley tuvo su origen en una propuesta por parte de la oposición, en el año 2002 y
en sede parlamentaria, que el Gobierno del Presidente Aznar desestimó. Las
entonces muy minoritarias, pero constantes, manifestaciones de mujeres cada 25
de noviembre, no dejaban de recordar la urgencia de la medida.
Se recuperó la idea y se amplió el campo de su articulado. Para empezar, ya en
su exposición de motivos, o tarjeta de presentación de todas las normas, que
recomiendo leer para conocer los principios que las inspiran, en la Ley 1/2004
se cita expresamente que la violencia
no es un problema que afecte al ámbito privado sino al ámbito público. Y se
añade que representa una manifestación
de las relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres.
Antes de su promulgación, era el concepto violencia doméstica el más usado,
desde la jurisprudencia, hasta los medios de comunicación. De esta manera, quedaban
fuera de esta definición aquellas mujeres
que no convivían con el agresor: tanto jóvenes que sufrían violencia,
así como las mujeres maduras que eran amenazadas por su expareja. Esta
focalización en la vida afectiva como escenario de violencia, fue muy
controvertida por creerse que era reduccionista. De hecho se dudaba de su
eficacia, dado que no se recogían todos los tipos de violencia que figuran en
la Resolución 48/104 de la Asamblea de Naciones Unidas en diciembre de 1993:
“Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o
pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico
para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación
arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la
vida privada». En cambio la Ley perfila la figura del
maltratador en un compañero sentimental, se conviva o no.
Primeras Objeciones a la Ley 1/2004.
Una de las principales
dificultades para
entender la especificidad de la violencia de género, fue su denominación.
En primer lugar, desde el punto de vista nominativo la
definición de “género” que aportaba la Ley, fue rechazada por la Real Academia
de la Lengua, que advirtió sobre la inutilidad de su uso, eso
sí, sin citar ninguna de las múltiples referencias teóricas sobre la
aplicabilidad del mismo. Ni lo entendió entonces, ni aún
hoy está incorporado; a pesar de mostrarse receptiva ante términos como
“friki”, “manga”, entre muchos otros, con más suerte por parte
de la Comisión de Vocabulario Científico y Técnico de la RAE. Esta valoración
es mucho más que una anécdota, representa la inquietante
estrategia de convertir una categoría de análisis en una extravagancia y, como
tal, cualquiera puede desestimarla, negarla o refutarla, sin
más. La misma idea que mantienen aún las Universidades
españolas, al ubicar los estudios de género, como un conocimiento periférico en
la capacitación curricular: master o asignaturas optativas son las únicas
opciones. Esta limitación en la oferta educativa repercute en
reforzar la subestimación teórica por parte de quienes deben aplicar la Ley,
porque de no entender su significado, esta omisión afectará al desarrollo de su
práctica profesional y sobre todo, a la eficacia de respuesta a las mujeres
maltratadas.
En
segundo lugar, fue extraordinariamente complejo desvincular
la violencia de género de su interpretación como un asunto privado,
un suerte de problema de pareja en el que no es lícito inmiscuirse, salvo que
se produzcan actos constitutivos de delito. Pero convertirla en un asunto
público fue clave en cada proceso de presentación de la Ley a distintos profesionales,
que en un futuro deberían implementarla. Se trataba de recordar que la
violencia era consecuencia de una deficitaria aplicación de las políticas de
igualdad y esto repercute en las conductas de los agresores y
de las víctimas. Bien es cierto, que cada día tenemos la fortuna de contar con
rigurosos análisis sobre la materia, donde cada aportación teórica, o práctica,
nos ayuda a entender la complejidad del fenómeno; sin embargo es
necesario profundizar en aquellos análisis que relacionen violencia,
con la posición de inferioridad que se reserva a las mujeres dentro de la
estructura social, política o económica de nuestro país. En otras palabras,
disponemos de menos ejemplos que vinculen la violencia con el grado de igualdad
de trato y que a su vez sean capaces de identificar qué
factores de desigualdad provocarían un estado de indefensión de las mujeres.
Nos convendría saber ¿con qué recursos personales cuenta una mujer para poder
iniciar el difícil proceso de iniciar un proceso judicial? O bien, conocer
qué ocurre en el intervalo entre llamar al teléfono de emergencia 016, más de
30.000 llamadas anuales, y la decisión de interponer una denuncia, que
representan menos de la mitad. De todo ello informó el
Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, órgano del Consejo
General del Poder Judicial (CGPJ), cuya anterior Presidenta Inmaculada
Montalbán mostró, en el año 2013, su preocupación por una caída en las
denuncias de un 9,6 en los últimos cinco años.
En
tercer lugar, hacer entender que no se trata de un problema propio
de un colectivo, porque si todo Estado de
Derecho tiene la obligación de garantizar la vida de sus ciudadanos y
ciudadanas, con esta obligación constitucional se deberían ver
implicadas todas las instancias sociales, y no sólo las áreas de mujer
inscritas en cualquiera de las instituciones públicas. Sin embargo,
un problema fundamental radica en la extendida interpretación
de considerar a las mujeres como un colectivo.
Pero ¿qué efectos tiene para las mujeres ser definidas de este modo?
Aparentemente parece una definición neutral, carente de consecuencias, pero
nada más lejos de la realidad. Primero, porque los colectivos se asimilan
a las minorías, es decir, se les adjudica un rasgo particular
que les adscribe al grupo en función de su -color, raza, edad, clase social-.
Lo cual no ofrecería problemas, sino fuera porque esta operación sólo rige para
las mujeres, en ningún caso a los hombres se les concede tal
tratamiento diferencial, salvo que posean una particularidad concreta: jóvenes,
ejecutivos, jubilados. En cambio, las mujeres siempre son catalogadas como un
colectivo en su totalidad. Ni siquiera es preciso adscribirse a
un grupo a través de un rasgo concreto, ni por edades, renta, color u
orientación sexual. Las mujeres por el hecho de ser mujeres se definen como un
colectivo, cuando en nuestro país representan un 50,8% de la población censada
(INE. A 1 de enero de 2014).
Esta es
la primera estrategia de exclusión, pero lo más inquietante, son las
características que se les atribuye como colectivo, cuyo significado
común son sus “especiales dificultades”: problemas de conciliación, de
autoestima, de trabajo, entre otros. Dificultades que se analizan como
inherentes a las mujeres. Es decir, no
quedan cuestionadas instancias públicas cuyo funcionamiento y
regulación horaria, pudieran representar un serio obstáculo a su participación.
O las constantes convocatorias de reuniones, que se convierten en requisitos de
una presencia activa, sin olvidarnos de las interminables jornadas diarias que
la esfera política, sindical, empresarial reserva para afianzar sus relaciones
formales e informales, pero estas pautas de funcionamiento no
se cuestionan. Si las mujeres no tienen tiempo es un asunto personal
o, lo que es lo mismo, imputable a su organización horaria.
Como
personas interesadas en la violencia de género debemos preguntarnos, ¿aceptamos
estas definiciones u optamos por seguir haciéndonos preguntas? En suma, ¿las
interpretamos como características propias de las mujeres o resultado de una
división sexual de funciones, que hombres y mujeres reproducen a través de los
roles? Sin embargo, al asimilar al conjunto de las mujeres al
repertorio de los colectivos,estas quedan expuestas a ser tratadas desde esta
óptica de grupo, definición que opera para los responsables de diseñar
políticas sociales. ¿Qué ventajas depara esta clasificación, si
estadísticamente las mujeres representan la mayoría de la población? Para
empezar a las minorías se les reconoce más por sus “problemas” pendientes de
solucionar, que por sus méritos o aportaciones. No olvidemos
que las necesidades tienen un tratamiento político
distinto que los derechos, sobre las primeras recae la incierta
voluntad política de solucionarlas pero siempre estarán cautivas de presupuestos
públicos, o del grado de conocimiento sobre igualdad de quienes la incluyen
entre sus competencias. Carencia que ni siquiera se tiene pudor de lamentar. El
propio Secretario de Estado de Servicios Sociales e Igualdad reconoció, según
sus propias palabras, en una rueda de prensa que no se había leído la Ley
2/2010 de Salud Sexual y Reproductiva y de Interrupción Voluntaria del
Embarazo, a pesar de formar parte de un gobierno que iniciaría una reforma
regresiva de la misma.
Por estas razones, los programas,
o medidas son específicas y se orientan a subsanar aquellos supuestos
“déficits” que las mujeres presentan. De esta manera se utiliza el término “inserción” en
cualquiera de las esferas sociales: laborales, culturales. Pero la respuesta
está condicionada por el grado de compromiso de cambio de las instituciones,
demasiado refractarias a una revisión de sus procesos. Resulta más sencillo
administrar políticas específicas: los programas de diversidad, dentro del
capítulo Responsabilidad Social, en la empresa privada, o bien el denominado
sector, dentro de la Administración Pública. La misma
interpretación motiva que en los foros internacionales se organicen sesiones
específicas sobre mujeres. Por ejemplo, en la Unión Europea la
agenda de igualdad se ubica en la Comisión de Políticas Sociales, a cuyas
sesiones acuden aquellos cargos políticos que la incluyen entre sus
responsabilidades pero deben compartirla con otras áreas de trabajo, lo que
concentra la igualdad junto a otras competencias como Educación, Salud,
Políticas Sociales (Alemania, Grecia, Portugal, Italia Reino Unido, Noruega,
Finlandia). Son excepcionales los países en que existen Ministerios de la Mujer
en la Administración General del Estado (España hasta el 2010 y Suecia). Si
acudimos a los escenarios políticos, observamos al líder de cualquier partido
haciendo un acto sólo para mujeres, reproduciendo así la concepción de éstas
como colectivo, lo que creará estructuras específicas, mujeres de, feminismos
de, a la que se añade el nombre de la formación política.
En todos
los casos, se comparte el mismo discurso: la indudable capacidad de las mujeres
y su injusta invisibilidad. Tal defensa sobre las virtudes de un colectivo,
sería inaudita en el caso de los hombres. Además, fuera de estos marcos de
proclamación de excelencia, cuando las agendas públicas o
privadas, políticas, traten asuntos claves, como la economía, la protección por
desempleo o la administración territorial, estás no tendrán presencia alguna en
la toma de decisiones. Evitar esto fue un propósito de La Ley 1/2004, que quiso
convertir en un asunto de interés general aquello que se definía como un asunto
privado de las mujeres. Por ello, lejos de establecer
regulaciones en clave de colectivo específico, se buscó una equivalencia de
derechos en el espacio público y para ello, era preciso aportar artículos sobre
educación, mercado de trabajo, hasta la creación de nuevas estructuras, como
los juzgados especializados de violencia contra la mujer y una fiscalía de
violencia de género. O la Delegación Especial contra la Violencia de Género,
que creó un observatorio para homologar datos estadísticos, además de crear el
teléfono 016.
En
cuarto lugar, más que un obstáculo, se trata de lo que fue,
bajo mi punto de vista, una pérdida irreparable para aumentar la efectividad de
la Ley: no lograr introducir el machismo como un agravante. Del mismo modo, que
la xenofobia, el antisemitismo o el racismo son tipificados como tales
en el artículo 22.4 del Código Penal. Esta valiente propuesta la hizo la
Presidenta del Observatorio del Consejo General del Poder Judicial, Montserrat
Comas, quien argumentó en una comparecencia en el Congreso, la conveniencia de
introducir este tipo de discriminación en el código penal, dado que la Ley
2/2004 sólo agravaba las penas para los delitos de lesiones. Pero nadie, ni
siquiera el partido del Gobierno que impulsaba la Ley, aceptó su
fundamentación. La negativa fue contundente, lo que demuestra que la violencia
se encapsulaba en los problemas de un colectivo específico y no precisaba
tratamientos jurídicos más severos para evitarla. Siempre me he preguntado si
la presencia de otras discriminaciones directas en la legislación, no habrá
dependido de la solidez de alianzas, o de la capacidad de presión, como
lobbies, de los colectivos que las padecen.
En
quinto lugar, sobre la Ley pesó otra grave acusación: la de
beneficiar a las mujeres en detrimento de los hombres,
concretamente en relación al artículo 38: Protección contra las amenazas. El
debate procesal se basaba en un interrogante: ¿por qué un mismo
hecho: amenazar o coaccionar tiene un distinto tratamiento penal,
tipificado como delito en el caso de lo realice un
hombre con una relación sentimental con la víctima, y no pesa
del mismo modo para las mujeres? Esta elevación de la pena fue interpretada
como una relación inversa entre legalidad y discriminación, y provocó
encendidos argumentos. Sabíamos, como se manifestó en los encuentros de trabajo
con médicos forenses que las coacciones y amenazas eran
la antesala de las lesiones. Los hombres no vivencian pánico,
es cierto que pueden sentir ira, agresividad, pero no miedo y, mucho menos,
terror. Pero este aparente “trato de favor” conectaba
peligrosamente con el imaginario social sobre que las acciones positivas, o en
el ámbito político, las famosas “cuotas” y que a pesar de ser mecanismos
garantes de la igualdad, se presentan ante la opinión pública como medidas
fraudulentas para favorecer a las mujeres.
Si las mujeres carecen de
referentes de autoridad, ¿de qué elementos podrán servirse para reunir las
fuerzas suficientes para tomar una decisión? ¿Qué significados les devuelve la
vida pública que les doten de la suficiente legitimidad para denunciar una
situación insostenible?
¿Acaso no incide en su autoconcepto, la insistente representación de lo
femenino a través de la emocionalidad, la nigromancia y sólo con algunas
excepciones, son convocadas en el papel de expertas, para hacer aportaciones
sobre la economía o la ciencia?
La tarea
de una sociedad decente, como diría Martha Nussbaum, es ofrecer a todos sus
ciudadanos las mejores condiciones para desarrollar sus capacidades, y esto
sólo se logra si colocamos la igualdad no como un mero principio, sino desde el
exigente plano de una buena convivencia. Si las mujeres no perciben la
igualdad de trato, o como la define Ronald Dworkin, la distribución equitativa
de recursos y oportunidades vitales ¿cómo va a marcar límites a quien coacciona
su libertad, sobre todo cuando no se trata de cualquier
persona, sino de aquel con quien está vinculada afectivamente? Sin
embargo, todo el mundo espera que ella dé el primer paso, que la víctima
denuncie, como única vía para acceder al sistema de protección.
¿Por qué la fiscalía no actúa de oficio, cuando está autorizada para
hacerlo conforme a sus competencias? ¿O todavía se define la
violencia de género como un delito privado, y no como un delito público? ¿Qué
ocurre entre la denuncia y el final del procedimiento?
Se sigue depositando en la
víctima el poder de decisión, en una interacción donde los primeros efectos de
la violencia radican en hacer dudar a la víctima de sus propias percepciones. ¿Con qué elementos podrá defenderse y
actuar en nombre de su autonomía? Especialmente, cuando la
imagen que devuelven las instancias públicas o privadas sobre las mujeres está
ligada a sus problemas y no a sus capacidades. De dónde
extraerán las mujeres la suficiente autoafirmación para escapar del círculo de
la violencia. Quizás esto explique que aún carezcamos de campañas contra
la violencia, cuando disponemos de campañas de tráfico con periodicidad
bimensual. Son los medios de comunicación quienes informan
sobre los episodios de violencia, sobre la crueldad de los asesinatos y, aunque
aún esta materia informativa se ubique en la sección de sociedad y no en la
sección política, es indudable que han contribuido a mantener este persistente
fenómeno.
Una víctima sin similitudes: la mujer maltratada
Las
relaciones sentimentales fueron el eje de la Ley, porque su dinámica genera una
grave indefensión para la víctima y una certeza de impunidad para el agresor.
Sabemos que toda pareja debería estar abierta para aceptar los desacuerdos como
un factor saludable propio de la intimidad, porque de no existir diferencias,
estaríamos ante un miembro que siempre cede frente a otro que lidera. Uno
de los pactos igualitarios en un vínculo afectivo radica en ampliar la libertad
del otro, para lograr que la pareja sea una suma de individuos con proyectos
propios, no de roles, provistos de identidades y funciones. En
nombre del amor, no cabe exigir la pertenencia de otra persona, nadie es
propiedad privada de nadie. Muchas mujeres se comportan como si tuvieran un
propietario, por lo cual la secuencia de “tenerse” como referencia se vuelve
problemática para ellas, como si traicionaran su rol.
Saberse
un individuo es mucho más que una afirmación personal, señala el grado de
autonomía que puede disfrutar una persona, comprobar si se toma como referencia
a la hora de tomar decisiones o bien busca la aprobación. Por ejemplo, en los
lenguajes cotidianos detectamos a mujeres, jóvenes o adultas sometiendo sus
opciones al consentimiento de sus parejas afectivas. En suma, considerarse
sujeto es la máxima protección contra la violencia y precisa de
una poderosa voluntad de deslealtad hacia los preceptos de género, un doble
vínculo con difícil salida. Si la privacidad, en el sentido positivo de lo
“propio” y como elemento constitutivo de la individualidad, es una tarea
difícil para cualquiera, lo es aún más para quienes gozan de mayor aceptación,
si la renuncia y el sacrificio conforman sus virtudes públicas más valoradas.
La habitación propia de Virginia Woolf resulta una brillante metáfora de la
decisión a pensarse en singular, libre de toda demanda externa que las encierre
en un conflicto de lealtades, entre lo que quiere hacer y lo que debe. En esta
línea, Richard Sennett, señala dos tipos de compromiso, aquellos que parten de
la decisión y los que encierran un mandato de obligación.
Podríamos
afirmar, que la autonomía, entendida como “autogobierno”, como
libertad de pensamiento y de acción es la prevención más eficaz contra todo
tipo de violencias. Sabiendo, de la dificultad que esto entraña
en una relación de pareja. Como señala la socióloga Eva Illouz, todo vínculo
sentimental opera sobre “la economía de la escasez respecto a las libres
opciones con otros encuentros”. Y añade “qué se puede esperar legítimamente del
otro sin quebrantar su libertad”. Ahora bien, si nos centramos en
una relación de maltrato no cabe esperar matices: la libertad
de movimiento está prohibida. Se reclama una severa división de
roles, y cualquier rasgo de individualidad será interpretado como una rebelión
inaceptable, ante la cual el castigo sirve de advertencia y
alecciona de posibles infracciones.
¿Qué diferencias existen en una
víctima de violencia respecto a otras víctimas? Pensemos en un escenario de
conflicto. Ante el mismo, un sujeto tiene la posibilidad de huir, pedir ayuda,
o responder a la agresión. Ninguno de estos gestos son opciones para una víctima
de violencia. La huida
es tan complicada, por las dudas y el miedo, que la psicóloga Leonor Walker
escribió una estrategia de fuga específica para las mujeres maltratadas.
Tampoco pide ayuda, ni lo comparte con sus amistades o con su familia. Volverá
clandestinos los agravios y las agresiones que sufre. Incluso aquellos que
dejan señales; camuflará sus lesiones y si requieren atención médica los
revestirá de accidentes domésticos. Hecho que motivó en la Ley la
creación de unos protocolos destinados a los facultativos de atención primaria,
quienes se hallaban ante la contradicción deontológica, de dar verosimilitud al
testimonio de la paciente, o bien redactar un parte de denuncia ante la
evidencia de las agresiones. Porque la denunciar representa para las mujeres
maltratadas un rotundo fracaso personal, la constatación de no
haber sabido hacerlo de un modo que no provoque iras.
Como
investigadora, al realizar grupos de discusión con mujeres maltratadas,
coincido con otros que concluyen que el sentimiento de vergüenza, de
culpabilidad y fracaso sólo deja de ser paralizante en el caso de que los hijos
e hijas puedan sufrir algún riesgo. En esas circunstancias el
rol de madre, gana al de esposa, o compañera sentimental, y produce el impulso
necesario para solicitar ayuda o asesoramiento. Del resultado de este
acompañamiento experto dependerá el tiempo que requiera para sentirse segura e
interponer una denuncia. La víctima de violencia es
singular por otros motivos. Porque no responde a la agresión,
aun viviendo en un régimen de terror cotidiano, ella espera a que las cosas
cambien, mientras realiza un autoexamen revisando en qué podría haber fallado. Su
discurso culpabilizador coexiste con la rehabilitación del agresor, buscando
una explicación a su hostilidad. Siempre serán los agentes externos los
responsables de su crueldad: el trabajo, su carácter, su infancia. Michael
Foucault señalaba que el miedo es el mejor instrumento de control
porque logra que la víctima aprenda a examinar cada gesto que pueda molestar a
su agresor. Se inhibe por adelantado anticipándose a las posibles reacciones.
El miedo es devastador y anestesia cualquier intento de salida.
Sin analizar estos hechos, sin
analizar qué significa la igualdad, los cuerpos y fuerzas de seguridad,
trabajadoras y trabajadores sociales, el personal médico, del campo de la
psicología, o de la judicatura, fiscalía y abogacía seguirán sin comprender por
qué resulta tan lento y penoso para las mujeres maltratadas tomar la decisión
de denunciar, o qué causas concurren para que ella retire una denuncia antes de
la vista oral. En
otros escenarios, como las casas de acogida, o los pisos de emergencia, las
directoras se preguntan qué les lleva a preguntar por él una vez que el miedo
ha remitido, o qué les incita a querer acordar una cita. Incluso aspectos aún
más espinosos, cuando una Orden de Alejamiento se vulnera cada vez que ella
abre la puerta o accede a un encuentro, aun sabiendo que éste sea sumamente
peligroso. Todas estas vicisitudes provocan que los profesionales, la policía
nacional o local, no sepan cómo actuar, aunque el cumplimiento de la Ley es
taxativa: vulnerar la Orden de Alejamiento es constitutiva de delito, pero el
consentimiento de la víctima les confunde. El resto de los profesionales, saben
que a pesar de haber invertido su trabajo, o su asesoramiento acompañado a la
víctima, ésta no responde como el resto de las víctimas a su intervención; duda
y perdona. Por lo que es lógico, que experimenten una desafección con su tarea,
porque no siempre existe reciprocidad entre su empeño y el resultado esperado.
Lo mismo sucede en la familia
nuclear de la mujer agredida,
o bien están desorientados porque no aciertan sobre cómo influir en su hija, o
en su hermana, y porque temen que al advertirla del peligro de una relación tan
nociva provoquen, muy a su pesar, la reacción contraria: una encendida defensa
del maltratador. Su desorientación es el motivo de demanda al teléfono de
emergencia 016, que registra una media de un 23% de sus llamadas a solicitud de
familiares y allegados. En otros casos, encontramos aquellas familias que
prefieren apelar a la estabilidad de la pareja y minimizan el desastre, por lo
que la disuaden de mantener la denuncia y, en muchas ocasiones, le piden que la
retire. Lo que constituye uno de los motivos de preocupación para la
Coordinadora Estatal de Mujeres Abogadas (www.cemabog.org)sobre el papel que
juega la familia en la cronificación de la violencia. Pero todas estas
aptitudes carecerían de sentido sin relacionar la violencia contra las
mujeres con las políticas de igualdad y el género. Por
supuesto, sin olvidarnos qué clase de perjuicios persisten para desautorizar la
Ley, y lo que es más grave, a las mujeres víctimas de violencia de género, como
incoherentes, o tramposas, como sucedió con la difamación sobre las denuncias
falsas.
Podría
parecer que los valores de la sociedad se renuevan en la medida que se ejercita
la democracia, tanto en la esfera pública como privada. Lo que significa
enterrar principios de autoritarismo y subordinación hasta convertirlos en
aptitudes intolerables. Sin embargo, las encuestas (Barómetros del CIS)
demuestran que la igualdad, como principio; es decir como idea es aceptada sin
fisuras. Todas las respuestas coinciden en que mujeres y
hombres disfrutan de los mismos derechos, ahora bien, cuando
la igualdad ha de traducirse en prácticas sociales concretas, en acciones, los
parámetros de género muestran enormes resistencias. Persevera
la desigualdad en el uso del tiempo. Un solo ejemplo en cuanto al grado de corresponsabilidad
familiar: La atención de hijos e hijas (CIS. Marzo, 2014 ) es
asumida por las madres en un 82%, seguida de la abuela en un 8,5% y en tercer
lugar el padre, con un 4,5%.
La vigencia del término “género”
El término género no debe entenderse sólo en el plano
descriptivo de unas diferencias biológicas, sino como una interpretación
cultural, un conjunto de expectativas sociales de los roles
que han de desempeñar mujeres y hombres. En suma, un código de
comportamientos y de convenciones sociales. Está directamente ligado a la
división de espacios: lo público y lo privado. La sociedad, si bien parece
distribuir jurídicamente la igualdad, nombra como responsables del hogar a las
mujeres y como sustentadores principales a los varones. Ante un conflicto
dentro de una relación afectiva, cabría saber si nos hallamos ante dos sujetos
cuya opinión quiere hacerse valer, o bien son los roles masculinos y femeninos
quienes se abren paso en la contienda. ¿En que se apoya cada uno en la
discusión, de qué modelos o experiencias se sirven? Los roles son pautas de
conducta exigentes y logran ejercer una enorme presión de conformidad, pero a
cambio aseguran a quienes se adaptan un tranquilizador sentimiento de
legitimidad ante los demás. No hay rupturas ni extrañezas. En definitiva, un
código basado en el “deber ser”, en el caso de los roles femeninos más
orientados a especializarse en lo ajeno, que en una misma como un marco de
referencia vital.
Si la categoría género es útil
para entender qué papel juegan los roles, aumenta su capacidad explicativa a la
hora de interpretar la dinámica de una relación de maltrato. Por ejemplo, ¿a
qué patrones de comportamiento responde permanecer cautiva de una relación de
maltrato durante 8 años de promedio? O, el número estadísticamente relevante de
hombres que no dudan en declarar que las aman, incluso después de haberles
provocado lesiones o la muerte. ¿Qué les lleva a experimentar una culpabilidad
subjetiva cuando son ellas las vejadas y agredidas? ¿Por qué no actúan como otro
tipo de víctimas, con capacidad para asociarse y demandar adhesiones a la
sociedad, con fuerza para denunciar su agresión públicamente, y exigen de
manera firme una reparación al daño causado? Son escasas las asociaciones, o su nombre
lo dice todo: Asociación Mujeres Supervivientes de Andalucía. La mayoría de las
mujeres maltratadas no siguen este modelo, la vergüenza y una enorme sensación
de derrota las inhabilita para formar asociaciones, o para reclamar medidas
cuando las Administraciones Públicas no actúan con la debida diligencia.
En las relaciones de maltrato el
peso de los roles de género no sólo actúan como un elemento desencadenante del
conflicto, también sirven para perpetuarlo. Muchos policías se sorprenden sobre el tipo
de hechos que el agresor relata como motivo de una paliza, e incluso del
asesinato. Las diligencias recogen unos hechos que, aparentemente, carecen de
entidad para provocar tan cruel castigo. En principio, pudieran parecer hechos
sin importancia, discusiones habituales en el ámbito doméstico. Su perplejidad
es sincera. No lo entienden. Lo cual es lógico, porque se trata de algo mucho
más importante que el grado de satisfacción respecto a la tarea doméstica; el
maltratador persigue verificar un escrupuloso cumplimiento del rol femenino
y por supuesto, de no hacerse así su pareja se atendrá a las consecuencias.
Sabemos
que el rol de esposa y madre aún están confinados a un desprendimiento de una
misma para atender las necesidades ajenas. Y aunque los nuevos estilos de vida
han enriquecido las formas de su ejercicio: madre sola, mujeres separadas, o
madres con una orientación sexual distinta, sus compromisos de atención son
requeridos sin contemplaciones. Resulta muy difícil mantener unos límites a las
demandas familiares y, con el mismo empeño a mantener a salvo una relación de
pareja, más aún exigir reciprocidad. La figura de la “madre” no sólo alude a
quienes efectivamente lo son, sino que se reclama como un atributo definitorio,
una cualidad sustancialmente femenina. La maternidad siempre remite a un rol
femenino; un hombre se feminiza al adoptarlo y pasa a ser una excepción con una
gran valoración positiva. Así es, porque la definición de la paternidad se
define por otros rasgos: la trasmisión de apellido y de la principal renta familiar.
En cambio, la maternidad es una aptitud de cuidado, de hecho las chicas jóvenes
“cuidan” a sus compañeros sentimentales, se ajustan a sus tiempos, a su
peculiar forma de ser, o bien se adaptan a sus gustos, o a sus amigos. Y, en la
mayoría de los casos, esta atención conlleva la desatención de sus propias
amistades, o afecta a su rendimiento. ¿Todavía nos sorprende que en una vista
oral, la víctima rectifique su testimonio? Además el artículo 416 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal contempla la figura del derecho a la dispensa, o la
posibilidad que tiene toda mujer de no declarar contra su marido, aunque éste
sea el maltratador y ella la víctima. Ante lo cual el fiscal puede retirar la
acusación.
Sostener
emocionalmente una relación es definido como logro en el discurso femenino,
ello pudiera explicar que más de un 36% de las víctimas se nieguen
a declarar contra su marido o compañero sentimental. Lo cual
nos indica la tensión de lealtades que operan en un acto procesal de este tipo,
donde no siempre los jueces advierten de lo que eso significa. Los
resultados son estremecedores, el maltratador sale en libertad y es previsible
que ajuste cuentas con su “delatora”. La Memoria Anual de la
Fiscal de Sala, Coordinadora de la Violencia contra la Mujer, alerta sobre
otras estrategias de desautorización de la víctima, como son los Recursos de
Revisión ante la Sala II del Tribunal Supremo. El condenado se querella contra
la víctima sosteniendo que su condena sólo se basó en una denuncia, la mujer se
presta a declarar y, como resultado de confirmar este supuesto, queda
condenada. La propia Memoria reconoce que es preciso estudiar esta forma
específica de violencia, porque sabe que los comportamientos de género
inciden en el desarrollo procesal. El número de sobreseimientos es el indicador
sobre el grado de impunidad de los maltratadores, que desde el año 2005 ha
supuesto un incremento de un 158%. Suspender la causa por falta de pruebas, sin
iniciar investigaciones de oficio, delata un mal funcionamiento de los órganos
de justicia, ante cuyos déficits no parece haber ni un seguimiento y, mucho
menos, se activan las medidas correctoras suficientes.
En cuanto a los hombres
maltratadores, un debate permanente se centraba sobre la posibilidad de lograr
su rehabilitación, o bien dudar de cualquier método eficaz para ello. Este tema, además gravita sobre una
posición ética acerca de la capacidad de recuperación de un sujeto. En el caso
de los maltratadores, es una condición ineludible que éstos acepten su
responsabilidad en la agresión, sin señalar a su pareja como la principal
causante de su hostilidad. Y esta dificultad en reconocerse como
agresor, es precisamente el obstáculo sobre el que aluden la
mayoría de los terapeutas en el tratamiento. Los maltratadores encuentran una
extraordinaria dificultad en asumir la responsabilidad de sus acciones, para
minimizarlas. Los hombres violentos, ni perciben el pánico ni
viven disculpándose. Testimonios de los que son testigos
permanentes los cuerpos de policía especializados, que observan su modo de
definirse: sujetos que “responden” a una provocación, a una suerte de
insubordinación. Del mismo modo, cuando el conflicto remite los maltratadores
saben activar la lástima, han vivido del perdón y de las segundas oportunidades
que les facilitaba la víctima. Esto ocurre justo en el momento de la ruptura, o
cuando se está tramitando una denuncia. Es frecuente hallar testimonios de
hombres que reclaman el perdón y apelan al sentimiento de pena, pero sin
reconocer la gravedad de lo sucedido, no para rendir cuentas sobre lo arraigado
del poder y el narcisismo, sino con la intención de purgarse, de redimirse.
“Yo
parecía la victima cuando salí de la cárcel”. Un maltratador que narró en el
diario El País (13.03.2011) cómo disciplinó a su mujer, una periodista con
carácter independiente, que a pesar de reiteradas agresiones, nunca denunció.
Fueron los vecinos, porque los golpes suenan, quienes tomaron la iniciativa.
Otras veces, son los vecinos quienes declaran en los reportajes de televisión,
la extrañeza ante la detención de un maltratador, puesto que era correcto, e
incluso, amable. Sin pensar que el agresor se especializa en quien sabe que
seguro mantendrá la espiral de silencio que precisa la violencia. También La
Ley contra la Violencia contempla medidas en este campo. Se incluyeron trabajos
en beneficio de la comunidad, como parte de la reeducación de maltratadores,
una medida aún pendiente de práctica. Sería difícil contabilizar el número de
Ayuntamientos que así lo hicieron, pero no cualquier clase de trabajo, sino
aquellos cuya naturaleza esté ligada al cuidado, por ejemplo, en la atención de
personas dependientes, o en centros de salud, o de mayores. Porque si el poder
ha estructurado sus relaciones sentimentales, vivenciarse en la posición de
procurar cuidado a los demás, sería un cambio nada desdeñable para ellos.
Sabemos
que la identidad masculina se centra en una independencia económica y en
aportar la principal renta a la unidad familiar. Su identidad positiva es
directamente proporcional a su posición en el mercado de trabajo. ¿Acaso no se
vincula la identidad masculina con la esfera laboral? Con tal contundencia como
la que conlleva un despido en el que se hace un examen retrospectivo sobre en
qué se falló. El cine de Fernando León, en su film Los lunes al sol, muestra la
desolación de un grupo de hombres despedidos, cuya conversación se recrea en
las anécdotas de su trabajo, única forma de seguir cohesionando al grupo. Otro
tema sería reparar en el papel reservado a las mujeres de sus protagonistas. Resignificar
la masculinidad, tomar el poder patriarcal como una debilidad y no como un
signo de prestigio, es un buen ejercicio que promueven los Grupos de Hombres
por la Igualdad, quienes buscan renovar los modos de relación
convencional, donde la sentimentalidad mal entendida, requiere de la
subordinación sentimental de las mujeres para afianzarse.
Materiales de derribo contra la Ley.
Desde el año 2005 que se crea,
siguiendo la Ley 1/2004, el Observatorio Estatal de la Violencia de Género
(https://www.msssi.gob.es/) no hay respuestas institucionales firmes a la
altura de la gravedad del fenómeno. Incluso, contando con 65 mujeres asesinadas de promedio año,
aún persisten ideas que colocan la Ley como sospechosa de no ser ecuánime con
los principios de igualdad de trato ante la justicia. Veamos algunas de ellas y
aprovechemos para hacernos preguntas sobre los significados que recaen sobre la
violencia.
La primera de las difamaciones fue extender la idea de que las mujeres
maltratadas incurrían en el delito de falsedad en sede judicial, sosteniendo denuncias
falsas, las cuales son constitutivas de delito, conforme a los
artículos 456 y 457 del Código Penal. Ante ellas, el juez, como la fiscalía o
el Ministerio Público, debe actuar con contundencia. La
responsable de contaminar a la opinión pública con estas afirmaciones, fue la
Jueza Decana de Barcelona, María Sanahuja que añadía “da la sensación
que algunas personas usan la fase de instrucción para tener mejor situación en
los casos de separación”.
El terreno estaba abonado para fomentar el sentimiento de sospecha sobre las
mujeres maltratadas. Nunca presentó datos, o
estadísticas que avalaran su afirmación. La cual sigue dando sus frutos,
dado que recientemente, un Diputado de UpyD, miembro de la Comisión de Igualdad
del Congreso de los Diputados, sin aportar dato alguno, pero sabiendo muy bien
que se hacía eco de un estereotipo con gran aceptación, volvió a inculpar a las
mujeres. Tuvo que ser el Consejo General del Poder Judicial
quien recordará en su informe del año 2011 que se produjeron 134.002 denuncias
de las cuales sólo 19 fueron falsas, es decir, un 0,01. Pero sabemos bien que
los prejuicios no admiten argumentos. En este sentido, cabría
hacerse una pregunta: ¿Qué opera en la sociedad española
para no contrarrestar esta idea con el elevado número de denuncias?
Sin contar que el teléfono de emergencia 016,
creado en el año 2005 con el único propósito de asesorar, haya recibido a 1 de
enero de 2014, 10.220 consultas, o las 9.475
registradas en el año anterior.
Otra difamación radica en
plantear que la Ley es inservible,
tan contundente conclusión se expresa sin contar con una evaluación de
la misma, como se fijó en la Disposición Adicional undécima.
Lamentablemente, sólo se dispone de un informe de un grupo de expertos a
iniciativa del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en abril de 2006,
referido sólo a cuestiones técnicas sobre su aplicabilidad. Es
necesario emprender una evaluación global, con más años de
perspectiva. Y sobre todo, en relación con los mecanismos de coordinación que
fijó en su articulado. Por ejemplo, las Unidades de Igualdad de las
Subdelegaciones de Gobierno, ubicadas en cada capital de provincia con el
objetivo de reunir a jueces, fiscales, cuerpos y fuerzas de seguridad,
asociaciones de mujeres. Uno de los primeros recursos que utilizan las mujeres
para asesorarse, así como cualquier grupo experto. De esta forma se actuaría en
un doble plano: prevención y seguimiento de las víctimas de violencia. Sin
olvidar, el ámbito rural que tan estrecho margen de anonimato ofrece a las
mujeres que quieren asesorarse o denunciar. Estas unidades dependen de la
Vicepresidencia de Gobierno, deberían contar con personal y con medios. ¿Qué
objetivos se han cumplido en estas Subdelegaciones, o bien, con a qué tipo de
obstáculos se enfrentan?
Lo más cómodo es reproducir la
lógica del rival y manifestar que la Ley no funciona y a continuación añadir el
número de víctimas como prueba irrefutable de su fracaso. Así es la norma y no su aplicación la
responsable de esta pérdida de eficacia. Así se pronunció la Ministra Ana
Mato en sede parlamentaria, proponiendo un mecanismo que se ha vuelto el
comodín político por excelencia: un Pacto de Estado, un
compromiso entre Gobierno y distintos grupos políticos para establecer acuerdos
sobre esta materia. Es evidente, que el primer punto debería ser
aplicar la Ley, para para ello se ha de contar con un riguroso diagnóstico del
grado de cumplimiento de la misma. Sin embargo, la retórica política soporta
todo y tiende a poner el cronómetro a cero. Así mientras el Ministerio
competente de su seguimiento se inclina por las alianzas, el Ministerio de
Justicia estudia reformar el Código Penal introduciendo cambios lesivos para
las víctimas de violencia de género. Veamos algunos: determinar
una pena de multa para los delitos de violencia, dado que en el caso de ir a
prisión el maltratador, esto afecta a los bienes gananciales, e incluso merma
la renta familiar. Las vejaciones deberán ser falta y no delito. O el más
grave, por contradecir las prescripciones de Naciones
Unidas, es utilizar el mecanismo de mediación cuando una de las condiciones
para que ésta sea efectiva es que exista una relación de
equivalencia en cuanto a la capacidad de negociación, algo imposible si se
reconoce que entre una víctima y su agresor, el poder es la pauta interactiva
predominante.
Otro
argumento sobre la supuesta inutilidad de la Ley, que triunfa entre quienes
sospechan de la inutilidad de la misma, es decir que lo más útil es la educación,
en una clara invocación a la capacidad de los valores sociales para desechar
conductas intolerables en las relaciones de pareja. Sin embargo, aunque
la Ley incluyó la posibilidad de que Asociaciones o personas expertas en esta
materia, se integrarán en los Consejos Escolares, a 10 años de la promulgación
de la norma, aún no se ha aplicado. Si a ello sumamos la supresión de la
asignatura de Educación para la Ciudadanía, donde el respeto y
la resolución de conflictos formaban parte curricular y aportaba ideas para la
didáctica escolar, el escenario se complica. Es cierto que apelar a la
educación es totalmente necesario. La educación mixta se implantó en España en
1970, pero a pesar de ello, aún pervive una distinta valoración sobre las
conductas de niñas y niños: “los niños no lloran” y “las niñas no deben hablar
así”, como expresa Marina Subirats, son signos de una educación que debería
introducir materiales de coeducación como forma de corregir estas conductas.
Por suerte, contamos con excelentes materiales que versan sobre
cómo educar para la igualdad, o impulsan una educación no sexista, que
Institutos de la Mujer o asociaciones de profesoras han elaborado. Aun así, el
sistema educativo no hace los suficientes esfuerzos en esta línea.
Ante ello surge una pregunta: ¿Qué resultados obtendríamos si
el sistema educativo hiciera el mismo esfuerzo que cuando logró al desacreditar
el hábito de fumar, si insistiera en la importancia del cuidado en el ámbito
familiar, así como en un reparto equitativo de las tareas domésticas?
Una forma eficaz de derribo
radica en ir degradando la igualdad privándola de recursos. Las políticas de igualdad, son políticas
activas y como tal son un asunto económico. Los Presupuestos Generales del
Estado y de las Administraciones Públicas han reducido en un
27% los capítulos de gasto destinados a la violencia de género.
Sabemos que este mes de noviembre celebrarán muchos actos condenando la
violencia, este gesto es gratis y mantiene su capacidad de convocatoria
ciudadana, pero y simultáneamente es compatible seguir al pie de la letra la
Ley 27/2013 sobre la Racionalización de la Administración Local, que afectará
directamente a la prestación de atención a la Violencia de Género. Pero es
mucho esperar que las agendas políticas supervisen los efectos de su toma de
decisiones, aunque sean lesivas para las trayectorias profesionales y vitales
de las mujeres.
Todo
cabe en materia de igualdad, por ello mientras se busca un Pacto de
Estado cautivo de la buena voluntad de las partes, hay pendientes de aprobación
leyes urgentes, como una Ley Integral contra la Trata de Mujeres y Niñas con
fines de Explotación Sexual. O bien, recuperar derechos que se
han quebrantado, como que las mujeres hayan dejado de
cotizar por cuidados a personas dependientes la Ley 39/2006 de
Promoción de la Autonomía personal y atención a personas en situación de
dependencia, más conocida como la Ley de Dependencia, ha sido derogada de
facto, aunque siga en vigor.
No hay
consecuencias, porque lo que no aporten las Administraciones Públicas, como son
las prestaciones derivadas de los servicios sociales, bien los pueden cubrir
las mujeres, que de hecho no contabilizan el tiempo donado en los cuidados, ni
obtienen reconocimiento alguno por parte de los miembros de la familia que se
benefician de ello. Si se sigue degradando la igualdad como derecho práctico,
no será fácil para una mujer maltratada creer que le asiste el derecho a
proteger su dignidad, física o mental, si además sólo es visible para los
poderes públicos el 25 de Noviembre, Día Internacional contra la Violencia
contra las Mujeres.
Diario
Público de España
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