El afuera salvaje de la Buenos Aires blanca y los Diarios del Odio





Humberto Ruiz se murió el otro día en la Villa 31 porque su cuerpo en convulsiones no pudo salir de allí. O mejor dicho, porque quienes lo podrían haber sacado de allí en una ambulancia se negaron a entrar. Y Humberto que se estaba muriendo no pudo salir, a pesar de los esfuerzos de sus parientes y vecinos para sacar su cuerpo en convulsiones. Y ahí se murió. Si su cuerpo hubiera estado fuera de ese afuera, hoy no sería un cadáver. Pero se murió ahí, del otro lado. La Buenos Aires blanca y siempre temerosa levantó un nuevo muro de prejuicios tan duros como el cemento e hizo de ese lugar salvaje su tumba. Ese espacio opaco, viscoso, impenetrable, oscuro, temible, despreciado. Ahora solidificado como una cárcel para esos pobres que si se enferman no pueden salir. Un torbellino de vacío encerrado en un espacio amurallado. Afuera del espacio civilizado y en movimiento del resto de la ciudad. Las ambulancias tendrán absoluta prioridad para moverse a alta velocidad por todas calles de la urbe, pero al llegar a ese espacio se detienen como si estuviera al borde de un vacío. Es una especie de agujero negro, pero que está adentro. Bien adentro del espacio de la Buenos Aires blanca. 


Esa densidad confusa de construcciones precarias molesta, por de pronto, visualmente, sobre todo para quienes entran al centro de la ciudad viniendo por la Autopista Illia de la zona norte. Es el permanente recordatorio de que antes de entrar al núcleo de la Buenos Aires próspera y europeizada hay un afuera impenetrable de salvajismo. “Habría que tirar una bomba y matar a todos esos negros de mierda”. Las veces que habremos escuchados esa frase. El de una violencia que busca purificar ese espacio y con ello incorporarlo a la civilización. Más de un taxista me hizo el comentario mientras pasábamos por ese afuera de pobreza que abraza a la autopista como una masa informe y siempre amenazante, siempre a punto de desbordarse por sobre la autopista, ese frágil puente de civilización que pasa por arriba del vacío del afuera. Y la purificación se presenta con cantos que llaman a la realización de una violencia exterminadora. Una violencia tan argentina, que querría hacer con los villeros lo mismo que hizo Roca con los indios o lo mismo que hizo Videla con los elementos ajenos al ser nacional. “Matarlos a todos”. Y listo.




Pero no hay caso. Uno los mata y nunca se mueren. “Se multiplican como ratas” (forista de La Nación). Las campañas al desierto devastaron los espacios de salvajismo en la Pampa, la Patagonia y el Chaco pero la barbarie vuelve a surgir. La eterna pesadilla de la Argentina blanca. ¿No era que no hay más indios porque los matamos a todos? ¿No era que somos todos blancos, que todos venimos de los barcos? Pero como un fantasma, los indios que pensamos que habíamos liquidado vuelven, mestizados y mezclados, pero vuelven. Derrida dice que lo que define al fantasma es que siempre vuelve. Parece que no está, pero regresa. La memoria del salvajismo vuelve a perturbar los sueños europeizantes de la Buenos Aires blanca en los cuerpos del enorme pobrerío que dejó la maquinaria económica neoliberal. El sueño europeizante fue inmortalizado en la línea más poética de Borges: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires. La juzgo tan eterna como el agua y como el aire”. Un espacio que en el fondo siempre fue europeo y argentino. Y por ende sin indios. El negro de las villas perturba esta mitología de Buenos Aires y reintroduce la historia de conquista al evocar el fantasma de los indios que fueron masacrados pero vuelven. No por nada, en el vocabulario racista porteño el negros de mierda se transforma en indios de mierda como si nada. Porque en realidad son lo mismo. Negros e indios ocupan el mismo espacio corporal y semántico de alteridad. Que en el caso del negro está espacializado en las villas. La Villa 31. Como si fueran un pliegue, como diría Deleuze, que se torsiona desde el fondo de la historia para reinscribir el salvajismo indígena en el corazón mismo de La Argentina Blanca. Al lado mismo del espacio más blanco de la ciudad blanca: la Recoleta. Pero afuera.




“Ni loco entro ahí”, dijo el conductor de la ambulancia, indignadísimo que le pidieran que entre a esa lugar de salvajes. Como si bandas de ranqueles o tobas con lanzas y a caballo lo esperaran para liquidarlo cual explorador que osa pasar la línea de los fortines. Pero ya estaba lista una custodia policial. “Ni con custodia policial”, enfatizó. A ver si les pasaba la de Custer y el Séptimo de Caballería con los sioux, liquidados (¡a pesar de estar armados hasta los dientes!) por la máquina de guerra nómade de la que hablan Deleuze y Guattari. La máquina de guerra analizada por ambos en Mil mesetas no es otra cosa que el malón, esa formidable formación militar no-estatal que regularmente asolaba los alrededores de Buenos Aires. Hasta ayer, históricamente hablando. Lo que hace de Las Nubes de Juan José Saer una novela extraordinaria es que hace patente que hace sólo dos siglos el salir de Buenos Aires hacia Santa Fe era internarse en un enorme vacío espacial, un afuera del Estado que causaba vértigo. Es el vacío de la barbarie que dos siglos después se ha plegado en La Villa 31, en el corazón mismo de la ciudad antiguamente sitiada por el malón indio. El fantasma del malón encarnado en bandas criminales formadas por hombres y mujeres pobres y de piel y pelo oscuros. 


Pero el cuerpo en convulsiones de Humberto Ruiz era el de un ciudadano argentino atrapado en los espacios urbanos de miseria creados por la civilización. Literalmente atrapado. Sin poder salir de ese afuera. Afuera en un sentido espacial y afuera de los derechos de ciudadanía de los que gozan quienes viven del otro lado. Afuera mismo de un espacio argentino que al llegar al borde de la villa (donde paró la ambulancia) se pliega sobre sí mismo y la deja fuera de la nación (ahí son todos bolivianos, paraguayos o jujeños, que es lo mismo).


Acto seguido: ocupación masiva de la Autopista Illia por hombres y mujeres de la Villa cansados que se los trate como salvajes que viven en un afuera viscoso. Ellos saben bien que la interrupción del incesante movimiento de vehículos que pasa sobre la villa todo el tiempo es lo único que hace que su protesta se oiga “afuera”. La Buenos Aires blanca sólo les presta atención cuando molestan, cuando sus cuerpos salen del afuera e invaden la cinta asfáltica de la modernidad-velocidad de las clases medias y altas. Como bien lo señalara 
Mario Wainfeld, el ser pobre en la Argentina es someterse a una temporalidad de larga duración, donde siempre se les pide esperar horas, días, meses, años para hacer trámites o para recibir cualquier servicio o respuesta del Estado. Ser pobre es aprender a esperar, es ser obligado a esperar y a forjar una paciencia que tiene una especificad de clase. Pero la temporalidad de la clase media es de corta duración. Cuenta cada minuto y exige c-e-r-e-l-i-d-a-d. No hay nada que crispe más a un profesional apurado que le corten la ruta, la autopista o el puente, sobre todo cuando son los negros de la Villa 31 (si el corte es a favor de la Sociedad Rural es otra cosa). 




Las usinas mediáticas de resonancia del sentido común conservador porteño empezaron a tronar a todo vapor cuando el flujo de alta velocidad de la autopista se detuvo porque cuerpos salidos de la villa la invadieron. “Caos de tránsito en la autopista Illia”, con tamaño de letra catástrofe ocupando todo lo ancho la página, anunció La Nación en su versión online. Los negros están jodiendo de nuevo. Invaden el espacio de la Argentina seria y que trabaja. Mujer de Olivos en su auto varada en la autopista entrevistada en el video que ofrece La Nación: “Yo estoy yendo a mi trabajo. … La verdad que tengo miedo”. El miedo, siempre el miedo. Es obvio porque no queremos entrar ahí, porque les tenemos miedo. El conductor de la ambulancia y la médica que se negaron a entrar a ese afuera tienen razón. Del otro lado es el vacío. La entrada a la vorágine que puede devorar hasta a los policías de la custodia. ¿Cómo se les pide que salgan del espacio seguro de la civilización para internarse en el desierto?



“¡Hay que matarlos a todos!” Los foros de La Nación hervían. Centenares de mensajes iracundos. La furia de la clase media. Esa furia de una ferocidad verbal implacable, que no conoce la duda. Desde hace años, los mensajes promedios de los foristas de La Nación sobre cualquier noticia que involucre a la Villa 31 siguen su libreto al pie de la letra. Hace un tiempo los leía en más detalle y guardaba a los más memorables. Será que era más masoquista. Ahora me aburren. Siempre lo mismo. Basta leer a un par para confirmar el disco rayado del sentido común medio pelo porteño, caldo de cultivo de los votantes PRO y nostálgicos de Videla. Parecen perros de Pavlov. La Nación les tira el titular, y ellos se lanzan a salivar sus exabruptos casi sin pensar, dándole ferozmente al teclado. Las pasiones tristes, como diría Spinoza. O la mentalidad esclava, agregaría Nietzsche, que no puede sino reaccionar y supeditar esa reacción al objeto odiado. Ponen play al cassette (es un cassette, pues es un discurso viejo). Nuevos llamados a la violencia civilizadora, al exterminio de los negros, a imponerles esterilizaciones masivas, y sobre todo a la destrucción de la Villa 31 con napalm (arma imperial por excelencia), bombas, o ametralladoras. Los más sensibles aclaran que habría que sacar a los niños o a los menores de 14 años (los de 15 ya son bestias) antes de hacer volar por los aires a ese lugar enclavado en el corazón de la Buenos Aires blanca (que sigue deseando ser eterna, y que a su vez niega posicionarse como blanca a pesar de que se define en contra de los negros y sus espacios oscuros, mestizados, indígenas). “Hay que matarlos a todos” “¡Aguante Macri!” La fantasía de la Buenos Aires racista (esa que nos insisten que no existe) es la eliminación de ese espacio de barbarie que la acecha desde un afuera inserto en el espacio más europeizado de la ciudad: Barrio Norte y la Recoleta. 


Muestra del Fondo Nacional de la Artes  
Los Diarios del Odio






Muy pocos foristas de La Nación estaban indignados por la muerte de Humberto Ruiz. La Nación tampoco mostró ningún intento por simpatizarse con la víctima. A nadie que llamaba a la destrucción de la Villa 31 le interesaba siquiera entender por qué se hizo el corte. Un hombre se había muerto encarcelado por ser pobre y vivir ahí. La fuerza de la negatividad afectiva que para los lectores de La Nación emana del afuera no podría ser más clara. Lo que piensan los que vive ahí adentro-afuera no nos importa. ¿Y además, por qué nos tienen que joder? ¡Yo no tengo nade que ver! Es todo culpa de La Dictadura K. Tienen que seguir ahí adentro, sí, que sigan afuera así no joden. Hasta habría que levantar un muro. Como en Berlín. Como en Israel. Como en la frontera entre Estados Unidos y México. Como quisieron hacer en San Fernando en el Gran Buenos Aires en 2009: un muro que mantenga al pobrerío afuera. Lástima que esos negros tiraron el muro abajo, a martillazos limpios como si fuera el Muro de Berlín. Pero hay que seguir intentando. Sí, un muro para contener ese afuera que da vértigo.




Fuente: http://spaceandpolitics.blogspot.com.ar/

Comentarios

  1. Jaja Sala, si tanto "ama" a estos desposeídos y marginales, invite a uno de ellos a su casa, a ver cuanto aguanta, zurdo de cafetín.

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  2. Jajaja. Los Discípulos y seguidores de "La pasionaria de Cristo" siempre tan imaginativos... Bueno, para se Radicales del Pueblo demasiado....

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  3. Fijate Antonio el pensamiento básico del tipo. Observa a los pobres como mascotas a las cuales es necesario adoptarlas individualmente y no como a personas con derechos sociales y humanos inalienables. Hacete cargo de uno dice el bobo, invítelos a su casa, presuponiendo que yo no soy uno de ellos o que tal comportamiento solidario no lo desarrollo en mi vida cotidiana.¿Y quién le dijo a este sujeto que la gente de bajos recursos desea que se hagan cargo de ella? En donde hay una necesidad hay un derecho dijo Evita hace varias décadas atrás. Sin embargo les cuesta entender. Corrijo, les cuesta ser buena gente.

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  4. Es una frase hecha que quien sabe a que luminaria liberal se le ocurrió, Gustavo. Porque ahora los "jóvenes" radicales son liberales y viejos de espíritu. Camino a la Edad Media de la mano de Sanz y Morales.

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  5. Ya se les va a acabar la joda kerneristas. El 2015 los encontrará presos y humillados. Se viene una purificación grande, no va a quedar ninguno en pie.

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  6. Don Hipólito Yrigoyen los llamaba "palanganas" (mucha boca y poco fondo)

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  7. Los dejó así de pelotudos la salida de De la Ruina (Y todos los muertos que dejaron y de los que nunca se hicieron cargo)

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    Respuestas
    1. Jaja, resulta un acto de justicia poética que su "Líder" sufra una infección en el orto, después de que ella nos rompa los nuestros con sus políticas sovietizantes y enemistadas con el mercado. Esperemos que se le haga gangrena para así librarnos de una puta vez de esta pesadilla.

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    2. Te iba a borrar, pero decidi no hacerlo porque me venís muy funcional al post siguiente. Ese es el problema de los radicales. Nunca son ustedes, siempre son funcionales a alguien. Sin ir más lejos lo de Morales, Sanz y Alfonsinito con relación al tema de la Corte lo subraya.

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