.....por
Sergio Wischñevsky
Fuente: Le Monde diplomatic Cono Sur
Fuente: Le Monde diplomatic Cono Sur
El análisis del
Poder Judicial muestra una trayectoria que, iniciada bajo impulso oligárquico,
está sembrada de alteraciones, cambios y golpes. Con pocas excepciones, cumplió
un rol de salvaguarda de los intereses de los más poderosos. Quizás aquí
radique parte de su escasa legitimidad.
La
historia de la justicia en Argentina tiene una referencia nítida en cualquier
recorte ajustado por razones de tiempos y espacio: el año 1853, con la primera
Constitución Nacional. Y es una historia del Estado y, por ende, es una
historia más bien “de arriba hacia abajo”, sobre los modos de adecuar la
estructura jurídica a las necesidades de la estructura económica.
En
la Argentina de la Organización Nacional, las décadas finales del siglo XIX, la
preocupación central del Estado se orientó a fortalecer un modelo
agroexportador y apuntalar todo aquello que impulse los vínculos comerciales
con las metrópolis compradoras de materias primas. La condición fue suprimir
los obstáculos, lo que incluía “obstáculos sociales”, que tenían cara de
gauchos e indios.
En 1886 se sancionó el primer Código Penal, con notorio atraso
respecto del Comercial, que había sido sancionado en 1859 (escrito por Eduardo
Acevedo y Dalmacio Vélez Sarsfield, autor también del Código Civil). Las
prioridades del momento saltan a la vista: el comercio y no mucho más. El
Código Penal, de corte punitivo, explica su naturaleza por el hecho de que el
control social de las clases plebeyas se llevaba a cabo mediante la legislación
rural que aplicaban los caudillos políticos y sus jueces de paz. Por otra
parte, existía una medida pre-delictual para los “vagos y mal entretenidos”:
las periódicas levas orientadas a la lucha contra el indio, origen de la
conversión de Martín Fierro de gaucho tranquilo a delincuente prófugo.
Modelo civilizatorio
En 1865 se reconoció expresamente a la jurisprudencia norteamericana el carácter de fuente de la competencia federal. Frente al modelo revolucionario francés, el estadounidense tenía la enorme ventaja de preservar las jerarquías sociales y ofrecía un seguro contra los “desbordes populares”. A partir de la conformación definitiva del Estado en 1880, la criminología que hoy podríamos llamar “racista” comienza a imponerse: la llegada de la inmigración masiva desvía los temores, que no se dirigen ya contra el gaucho, el “bárbaro mestizo” (que estaba controlado), sino contra el “degenerado extranjero” identificado con criterios lombrosianos. En los tumultuosos inicios del siglo XX, las clases dirigentes argentinas consolidaron en el Poder Judicial un bastión de sus intereses. Una coherencia profunda recorrió los tribunales: la conservación del orden, de las jerarquías y del predominio patricio. En 1902 el constitucionalista Joaquín V. González, quien llegó a ser miembro de la Real Academia Española, defendió la llamada “Ley de residencia”, que permitía al Poder Ejecutivo expulsar a cualquier extranjero, o impedirle la entrada al país, sin intervención o recurso judicial alguno. Ante la pregunta “¿qué piensa usted del sufragio universal?”, González contestó: “Es el triunfo de la ignorancia universal” (1).
Idas y vueltas
El triunfo de Yrigoyen en 1916 implicó un relativo desalojo de la elite aristocrática que venía gobernando desde 1860, lo que convirtió al Poder Judicial en un refugio. ¿Qué significó esto? Tal vez un énfasis conservador, un repliegue en las leyes por parte de ese pulso punitivo y de clase. Eugenio Zaffaroni apunta algunas líneas de conducta palpables y destaca entre ellas las decisiones judiciales cada vez más limitativas sobre los habeas corpus (2).
Pero
esta etapa inicial se cierra con un acontecimiento que quizá sea el más
significativo de la historia judicial de aquellos años: el 6 de septiembre de
1930 se produce el golpe de Estado contra Yrigoyen, que no sólo depuso al
presidente sino que declaró la disolución del Congreso Nacional y le comunicó a
la Suprema Corte que se formaría un gobierno provisional. Desde su creación en
1863, el máximo tribunal nunca se había enfrentado a un dilema de tamañas
características. Debía pronunciarse reconociendo o desconociendo al gobierno de
facto. La situación era inédita. Luego de muchas discusiones, se
impuso la opinión del ministro Roberto Repetto, quien proponía reconocer al
gobierno para salvar el resto de la legalidad. Se opuso, en cambio, el ex
presidente Figueroa Alcorta, que defendía la idea de una renuncia masiva.
Cuatro días después del golpe, una acordada de la Corte Suprema avaló al nuevo
gobierno.
Fue la expresión de la rendición de la ideología tradicional.
Esa inicial resistencia de Figueroa Alcorta se explica por el hecho de que
estaba alejado de los intereses corporativos y por su carácter de sobreviviente
de una época que se extinguía: no veía con buenos ojos que un grupo de
caudillos militares de derechas se hicieran toscamente con el poder. Otra alternativa
hubiera sido esperar a que llegara a la Corte algún caso y luego pronunciarse,
pero el gobierno necesitaba urgentemente un gesto de legitimación ante la
comunidad internacional. “El gobierno provisional que acaba de constituirse en
el país –decía la acordada– es un gobierno de
facto, cuyo
título no puede ser judicialmente discutido con éxito por las personas en
cuanto ejercita la función administrativa y policial, derivada de la posesión
de la fuerza como resorte de orden y seguridad social” (3). La decisión de la Corte marca un hito:
el Poder Judicial comienza a cerrarse sobre sí mismo como corporación y cubre
de legalidad las aberraciones del nuevo régimen, como la pena de muerte in
situ, la
proscripción del partido mayoritario y la anulación de las elecciones de 1931.
En los años siguientes se imponen sucesivos gobiernos
conservadores mediante el fraude electoral, mientras la economía vive el final
del modelo agroexportador producto del cambio del escenario mundial generado
por la crisis de 1929. El desarrollo industrial urbano atrae a grandes
poblaciones que confluyen desde las provincias hacia Buenos Aires en
condiciones de vida extremadamente precarias. En 1943, en pleno desarrollo de
la Segunda Guerra Mundial, un nuevo gobierno de
facto
sacude al régimen iniciado en 1930. El comportamiento del Poder Judicial es, en
esta emergencia, altamente llamativo. Con Juan Perón como figura ascendente del
nuevo régimen, se inclina a limitar o decretar la inconstitucionalidad de las
reformas sociales tendientes a ampliar los derechos laborales. Una vez
realizadas las elecciones de 1946, el gobierno peronista promueve el juicio
político a los integrantes de la Corte Suprema. Entre los cargos acusatorios
figuraron las acordadas de 1930 y 1943 que legitimaron los gobiernos de
facto, el
hecho de haberse arrogado funciones legislativas negándose a aplicar la nueva
legislación laboral, la postergación de la integración del nuevo fuero laboral
mediante la negativa a tomarles juramento a los nuevos jueces y la integración
de las listas de conjueces con abogados relacionados con empresas extranjeras.
La Corte Suprema es destituida y el país asiste a una reforma legislativa
profunda, cuyo punto culminante es la promulgación de la Constitución de 1949,
en la que, entre otras medidas, se le otorgó jerarquía constitucional al habeas
corpus y se
inauguró un constitucionalismo social. La mujer accedió al voto, se estableció
el bien de familia, se equipararon los derechos de los hijos
extramatrimoniales, se legalizó el divorcio y la participación de los
trabajadores en las ganancias empresarias.
Inestabilidad
El golpe de 1955 abrió una etapa de inestabilidad institucional desgarradora. Por primera vez, un gobierno de facto se arrogaba la facultad de destituir no sólo a la Corte Suprema sino a todos los jueces inferiores que no gozaran de su simpatía. Sin la necesidad de grandes argumentaciones, alcanzó con invocar “poderes revolucionarios”. La Revolución Libertadora, como se autodenominó el nuevo gobierno, reimplantó la Constitución de 1853 y convocó a una Convención Constituyente que introdujo un solo artículo en el texto, el 14 bis, y se disolvió por falta de quórum. La nueva Corte Suprema recientemente designada resolvió no intervenir, por no ser de su competencia, en los casos de fusilamiento de varias personas por parte de personal policial de la provincia de Buenos Aires, y legitimó la aplicación del Decreto 4.161, que prohibía mencionar el nombre de Perón, usar cualquier emblema de su partido o realizar cualquier propaganda a su favor.
El 1 de mayo de 1958, con el peronismo proscripto, asumió la
presidencia Arturo Frondizi. En el marco del Plan Conintes (“Conmoción interna
del Estado”), se encarcelaron numerosos dirigentes obreros y se los puso a
disposición de la justicia militar. La Corte Suprema no hizo lugar a los
pedidos de habeas corpus. En 1962 el presidente fue
derrocado y la Corte, con presteza, le tomó juramento al titular del Senado
como presidente constitucional bajo la figura de… acefalía. Pero los vaivenes
no terminaron ahí.Luego del derrocamiento de Arturo Illia en 1966 por un nuevo
golpe de Estado autodenominado “Revolución Argentina”, la Corte y los superiores
tribunales de provincia fueron nuevamente removidos. Sin embargo, se respetó a
los demás magistrados designados constitucionalmente. El dictador es
reemplazado en 1970 por otro y en 1971 asume un tercer presidente de
facto,
Agustín Lanusse. En este marco, el rol de la Corte Suprema es compaginar las
medidas represivas bajo el amparo del estado de sitio.
En
1973, ante una situación política ingobernable, la dictadura convocó a
elecciones y entregó al Partido Justicialista el poder. La Corte renunció y
asumió, con acuerdo del Senado, una nueva. El presidente, Héctor Cámpora, les
tomó juramento a los nuevos jueces en un acto fervoroso en el que se entonó la
marcha peronista y las consignas de la JP. En la crónica publicada el 9 de
junio de 1973, el diario La Prensa relató que
en el evento se cantó: “Borombombóm/ borombombóm/ Esta es la Corte/ de Juan
Perón” y “Se va a acabar/ la oligarquía judicial” (4).
El golpe de Estado de 1976 destituyó a todos los jueces que se
creyó conveniente destituir, cosa que no ocurría desde 1955, e impuso una nueva
Corte, que convalidó la legislación de facto. Para ello le bastó con
citar los precedentes de la Revolución Libertadora y del Plan Conintes: “Su
trabajo fue aliviado porque no había abogados para sostener los habeas
corpus, ya
que los que se atrevían a ello eran asesinados por el Estado” (5).
La democracia
Las elecciones de 1983 inauguraron un período de continuidad democrática sin precedentes. Que tuvo, sin embargo, su pecado original: el gobierno radical nombró jueces de jure a la mayoría de los jueces de facto anteriores, tal vez por una necesidad pragmática de gobernabilidad, tal vez sin justificación. En todo caso, lo incontestable es que el Poder Judicial siguió albergando en su seno a muchos jueces reaccionarios designados originalmente por gobiernos dictatoriales. La nueva Corte de la democracia, aunque se negó a declarar inconstitucional la detención arbitraria por parte de la policía, avanzó en muchos otros aspectos, en particular aquellos relacionados con los derechos humanos.
En 1989, tras su llegada al gobierno, Carlos Menem se fijó como
meta conseguir el control de la Corte Suprema. Y lo hizo copiando el método que
el presidente estadounidense F. D. Roosevelt aplicó con fines más progresistas:
si allí la Corte le impedía construir el Estado benefactor, aquí el objetivo
era destruirlo. El menemismo amplió por ley el número de ministros a nueve y,
sumando una vacante por renuncia, logró designar a cinco jueces que se pusieron
a trabajar para demoler la jurisprudencia relativamente avanzada de la Corte
anterior y frenar cualquier resistencia al descuartizamiento del Estado y los
derechos laborales. Nacía la mayoría automática.
La
explosión social de diciembre de 2001 ubicó a la Corte como uno de los blancos
de la ira social. El proceso político iniciado en 2003 logró encumbrar a un
tribunal progresista y democrático, dotado de credibilidad y respeto. Pero que
no logró mantenerse a salvo del debate político que generan sus decisiones.
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