CUANDO EL ARTE EXPLICA – Hoy GIOVANNI PAPINI - LA PRIMERA Y LA SEGUNDA. Si esto ocurre con el amor, por qué no ha de ocurrir en el campo de las ideas, y EL CANIBAL ARREPENTIDO. El modo de alimentarse también es una decisión política
La Primera y la Segunda
Había amado a la Primera y ya no la amaba. Había
empezado a amar a la Segunda, y la Primera seguía amándome. Historia corriente
y estúpida. ¿Quién podía pensar que tuviera que acabar tan misteriosamente? Yo mismo, el culpable, no
consigo todavía explicarme el inesperado desarrollo del sencillísimo tema.
Ni siquiera recuerdo cómo empecé a amar a la
Primera. ¿Acaso porque tenía dos ojos negros, mayores que de tamaño natural,
que miraban hacia abajo temerosos al enfrentarse con los míos? ¿O porque me
escribió, sin conocerme, para enviarme su pobre y tímido saludo en medio de una
batalla? No era alta, ni graciosa, ni bella, pero estaba llena de humildad y de
ardor. La vi, le hablé y la asusté, y acabé amándola. Ella me amaba ya; acaso
me amaba antes de conocerme. Tenía una pequeña alma ardiente, una de aquellas
almas que se consumen de fiebre sin descubrirse nunca. Sentía hacia mí gran
admiración, un amor todavía mayor y una devoción mayor todavía.
También yo, durante cierto tiempo, creí que la
amaba.
El descubrimiento de aquella existencia
escondida me tentaba. La sensación de mi poder sobre ella me excitaba. Una
palabra mía la ponía triste o alegre, desvelada o feliz. Esperaba de mí las
órdenes para su vida; yo le sugería sus lecturas y sus ocupaciones.
Procuraba ser una parte de mí mismo, una cosa
mía familiar, y nada más. Algún paseo por las siniestras avenidas de cipreses,
por las colinas solitarias, o a lo largo de los sauces del río un poco
neblinoso; algún beso apresurado en la oscuridad de la tarde; alguna carta
breve e imperativa, le bastaron para ser feliz. Cada día recibía una, dos o
hasta tres cartas suyas llenas de pasión elocuente, en las que se recordaba,
describía y comentaba con lírico frenesí cada gesto mío, cada aspecto. Sola en
la gran ciudad, lejos de su madre y de su montaña, toda su vida estaba
concentrada en este amor. Yo era para ella el Universo, mientras que ella era
para mí sólo una curiosidad.
Pero su amor se hizo tan grande que el mío no
pudo durar. Tengo tanto desprecio de mí que no puedo habituarme a hacer el
papel de ídolo. Aquella veneración apasionada que sentía continuamente a mi
alrededor me irritaba. Saber que cada acción mía era observada, recordada,
magnificada con todos sus detalles; que cada palabra mía era escuchada,
grabada, repetida, comentada, y el que toda mi vida era, para otro ser, un espectáculo, aunque fuera de alegría, me humillaba. Yo
quiero ser para mí, vivir para mí: no quiero que nadie entre en mi vida, aunque
sea como esclavo.
Al cabo de un año escaso comencé a espaciar las
visitas, los paseos y las cartas, y como su pasión no disminuía por esto, sino
que aumentaba, le escribí finalmente una carta simple, corta y brusca, para
decirle que ya no la amaba, que no la amaría nunca más y que dejara de
fastidiarme con sus cartas. Yo creía que la momentánea desesperación, el
respeto que me tenía y su dignidad, la obligarían al silencio, pero fue todo lo
contrario. No quería resignarse a callar. Aceptaba, aunque le sangrara
el corazón, que yo no la amara ya; pero no quería que le prohibiera amarme.
Las cartas siguieron llegando más largas y
ardientes que antes. Recordaba con la más minuciosa y patética exactitud cada
fecha, cada frase, cada palabra. Cada día repetía que me amaba todavía, que me
amaba aún más, que no amaría a nadie sino a mí, que me amaría siempre, que lo obtendría
todo de ella menos el final de su amor. Recurrí a los procedimentos más duros y
cobardes para terminar con aquella cotidiana invasión postal, no le contesté
durante largos meses o bien le escribí cartas cortas, frías, irónicas,
ofensivas; llegué hasta el punto de devolverle las suyas sin haberlas abierto.
Pero todo esto ni cansó ni disminuyó su amor. Me
escribía igual, cada día, sin esperar contestación; era feliz aunque recibiera
una carta mía mala; volvía a mandarme, en sobre abierto, las cartas rechazadas.
Con frecuencia, me llegaban flores que ella misma iba a recoger para mí al
campo. Una vez recibí una fotografía de mi casa que había tomado ella a
escondidas. Al no poder ir conmigo, me esperaba en las calles por donde yo
solía pasar; frecuentaba los sitios donde sabía que yo tenía que ir, y después
del encuentro me llegaban larguísimas cartas que describían la funesta
embriaguez de haberme visto de lejos.
Era imposible rechazar ese amor obstinado. Por
eso tuve que decidirme a soportarlo sin dar señales de vida. Durante algún
tiempo, mis pensamientos sobre un posible enderezamiento del mundo y algunos
largos vagabundeos a través de Italia me mantuvieron alejado de las mujeres.
Pero un día encontré a la Segunda: una mujer que yo ya conocía, pero que no
descubrí hasta aquel día. La Segunda era una mujer de una pereza animal. La
hembra sana, simple, alegre, desenvuelta, voluptuosa, dispuesto a la risa, a la
defensa y a la caricia. A mí me gustan las cosas que son lo que tienen que ser:
los perros que muerden, los campos sin surcos, el pan hecho de harina y las
mujeres sin literatura. Desde aquel día quise a la Segunda con toda la energía
de un cuerpo (¿por qué insistir solamente en el corazón?) de veinticinco años.
Pero la Segunda, precisamente porque era mujer e
instintivamente enemiga de todos aquellos que viven de esperanzas y de
palabras, de humo de proyectos y de cigarrillos, no sentía absolutamente nada
hacia mí; reía conmigo como con los demás y eso le bastaba para desahogar su
rica juventud y hacer brillar sus bellos ojos serenos. Todas las primitivas
artes de los seductores adocenados no servían de nada con ella: miradas
lánguidas, adulaciones, cartas líricas, paseos con y sin luna, calurosos
apretones de mano, rápidos intentos de beso. Todos estos intentos y manejos
eran acogidos con un estallido de buena risa franca que confesaba la más
tranquila indiferencia de su carne y de su corazón.
No por eso podía renunciar a la esperanza de
verla, un día, llorar con la cabeza contra mi pecho. Mientras la otra, la
Primera, seguía persiguiéndome con su inútil amor, yo continué atormentando a
la Segunda con mi amor necesario. Un día, no sé cómo, escribiendo a la Segunda,
copié, sin más, cambiando solamente el masculino por el femenino, algunas
frases de una carta que acababa de escribirme la Primera. Esta escribía
muchísimo, y por eso se repetía mucho, pero he de reconocer que poseía un
virtuosismo en el estilo amoroso que yo nunca he tenido, ni deseaba aprender.
Quemada por la pasión, con toda el alma fija en mi amor, le nacían
espontáneamente imágenes e imploraciones abundantes y, con frecuencia,
absolutamente originales. Aquella mañana, teniendo delante de mí la carta de la
Primera, mientras estaba a punto de escribir a la Segunda, se me ocurrió servirme
de la tortura cotidiana para ahorrarme el trabajo de inventar frases nuevas.
Mi sopresa fue grandísima cuando, al día
siguiente, al encontrar de nuevo a la Segunda, advertí que mi última carta le
había hecho más impresión que las demás. En lugar de reír durante todo el
tiempo, como solía, se comportó de manera más azarada; quiso discutir la
sinceridad de una de las frases que yo había robado a la carta de la otra y,
cuando me dejó, me pareció que su apretón de manos fue menos tranquilo que las
otras veces. Este primer síntoma de victoria me mantuvo despierto durante toda
la noche y, aunque fuera sonriendo ante la idea absurda de una magia
comunicante, se me ocurrió continuar a propósito lo que había empezado casi por
casualidad, es decir, utilizar las cartas de la Primera para escribir a la
Segunda.
En un cajón ancho y profundo tenía varios
centenares de cartas de la Primera; cada día sacaba dos o tres y de ellas
extraía una pequeña antología pasional que luego, con algún añadido, formaba
una bella y larga carta amorosa. El sistema tuvo éxito. ¿Por qué no extenderlo?
Por eso pensé regalar a la Segunda algunos libros que me había dado la Primera,
y los efectos fueron todavía más rápidos y visibles. La Segunda, ahora, ya no
me acogía con sus carcajadas solamente, sino que, en cambio, esperaba, oculta
tras la ventana, la hora de mi llegada. Hablando, solía tomarme, sin pensarlo,
una mano y me la acariciaba y estrechaba nerviosamente.
Sus ojos, especialmente cuando estaba a punto de
marcharme, se volvían casi lánguidos. Con las palabras rechazaba todavía mi
amor, pero toda su persona empezaba a confesar el suyo.
Un día, la Primera me envió un gran sobre lleno
de violetas silvestres. Antes que se marchitaran las puse en otro sobre y se
las llevé en seguida a la Segunda, diciéndole que aquella era una «carta de la
Primavera».
Otro día encontré, en un cajón, un anillo de oro
adornado con una pequeña piedra roja, que le había quitado por fuerza a la
Primera en los días más ardientes de mi casi amor por ella. Pensé regalar aquel
gracioso anillo a la Segunda: era una especie de traición, pero no pude
dominarme; aunque la Segunda no me había confesado todavía que me amaba, los
síntomas eran tantos que podía arriesgarme a hacerle aquel regalo. Se lo envié
y, al día siguiente, vi a la Segunda con el anillo de la Primera puesto,
conmovida, risueña y, sin embargo, un poco triste. Después de haber estado
silenciosa durante un rato, después de haberme preguntado muchas veces si la
quería de verdad, después de haber callado todavía un poco, se acercó a mí, se
estrechó contra mi cuerpo y, con la cara encendida y una voz totalmente
distinta de la acostumbrada, me confesó que me quería, que no podía evitar
amarme.
A partir de aquel día empezó mi verdadera
felicidad. Largas horas pasadas en silencio, abrazados; largas horas de risas y de
confidencias; largos paseos durante los cuales recogíamos hojas rojas y nos
dábamos rápidos besos a la sombra de los muros; todo aquello que los enamorados
saben y echan de menos lo conocimos juntos durante meses y meses.
La Primera seguía enviándome sus interminables
cartas y yo, sin confesarle nada a la Segunda, aprendía sus nuevas invenciones
para decírselas a mi nueva amada.
Y durante mucho tiempo duró este singular plagio
privado, esta transmisión de palabras y de otras cosas entre dos mujeres
desconocidas y amantes a través de un único hombre, olvidadizo y deseoso.
Parecía realmente que se tratara de una oculta transmisión entre desconocidos,
conseguida con medios desconocidos. Había observado desde un principio que,
precisamente los días en que la Primera había intentado verme y me había
contemplado desde lejos con sus enormes ojos negros, llenos de tristeza, y de
pasión, la Segunda demostraba amarme más furiosamente, mientras que cuando no
había recibido ni siquiera una carta de la Primera, la otra estaba más callada
y esquiva. Notaba estos y otros hechos, pero, en el abandono del nuevo y fresco
amor, ni buscaba ni quería explicarlos, y ni siquiera pensaba en las
consecuencias que podía tener para mí esa mágica transmisión espiritual.
Yo no percibía todo el sentido de la increíble
relación que se había estrechado entre nosotros tres: la Segunda me amaba en
cuanto la Primera me seguía amando. ¿Qué hubiera sucedido si la Primera hubiese
dejado de amarme?
No quería pensarlo y, sin embargo, podía
suceder y sucedió.
¿Cómo logró descubrir la Primera mi amor por la
Segunda? Nunca he intentado saberlo: ¿tal vez una amiga, tal vez un
presentimiento, tal vez una denuncia secreta? Había utilizado todas las precauciones
de que gusta mi alma, naturalmente reservada, para ocultar mi amor. Iba con la
Segunda por calles y campos donde estaba seguro de no encontrar a nadie, o
solamente a gente que no me conocía ni siquiera de vista; iba a su casa a
escondidas y al caer la noche, cuando sabía que la Primera estaba encerrada y
no podía salir.
Pero lo supo, y me lo dijo en una carta de
veinte o treinta páginas en la que el amor, el lamento, la desesperación, el
ruego, el despecho y la rabia formaban una confusa mezcla sentimental. La carta
terminaba así:
«Noto que mi martirio está a punto de terminar;
siento que mi loco amor está a punto de morir. ¿Estarás contento finalmente?»
Antes de querer a la Segunda, estas palabras me
hubieran sacado un gran peso del corazón, pero ahora, después de lo que había
sucedido, me dieron miedo.
Durante todo el día me encontré muy mal y estuve
sin poder hacer nada. Apenas oscureció fui a casa de la Segunda y empecé a
besarla locamente, en la cara, en las manos, sin darle tiempo siquiera a cerrar
la puerta. Estaba fría, ceñuda, enfadada. La abracé, le dije en voz baja mil
palabras dulces, le pregunté qué tenía, qué le había hecho, por qué estaba
pensativa, pero todo fue inútil; no hubo manera de sacarla de su abatimiento.
Acaso, pensé, se trata de alguna tristeza que no quiere decirme porque le da
vergüenza.
No pude calmarme, ni aquella noche ni al día
siguiente. Pasaron varios días. La Primera ya no me escribía, no se dejaba ver,
no me seguía, pero la Segunda estaba cada vez más triste, más seria, más
enfadada que nunca, y yo no conseguía, ni con palabras, ni con regalos, ni con
caricias, hacerla volver al alegre amor de otro tiempo. Una mañana, otra carta;
y esta vez, de la Segunda. ¿Por qué me escribiría? ¿Qué quería de mí? ¿Cómo me
escribía, ella, que nunca me había enviado una carta?
Mientras rompía el sobre, temblaba como una
hoja. Tenía razón de temblar: leí, entre lágrimas, que la Segunda, mi bella,
graciosa y alegre Segunda, ya no me quería, aunque no supiera decirme la razón;
y no quería amarme más, por mucho que le doliera mi dolor.
Los que han recibido cartas parecidas
comprenderán mi angustia de aquel momento. No sabía qué hacer ni qué pensar: de
repente estaba furioso como una bestia desencadenada, y a veces abatido como un
hombre que se deshace en la nada. Soñé todo lo que podía hacer, posible e
imposible, para que el amor volviera a la Segunda, y finalmente vi que sólo un
medio, aunque fuera extravagante y doloroso, podía devolverme la alegría:
volver a la Primera, conseguir su perdón, hacer que me amara.
El mismo día, después de haberme tranquilizado
un poco, escribí a la Primera ordenándole que se encontrara al día siguiente en
la calle que ella sabía, porque quería hablarle, y escribí a la Segunda que no
podía creer sus palabras, pero que no tenía el valor de volverla a ver en
seguida.
Al día siguiente, la Primera, temblorosa, me
esperaba. ¿Con qué corazón tenía que fingir mi amor por ella, por ella, a la
que ya no amaba, por ella, que me había cansado durante tanto tiempo, y fingir
para engañarla a favor de aquel que la había hecho sufrir? Sin embargo, era
preciso que yo interpretara las escenas de la pasión que vuelve, del
arrepentimiento que enternece, del remordimiento que corroe. Era necesario
estafar cobardemente a una desgraciada, ensuciar mi alma con una asquerosa doblez,
para volver a conseguir el amor de mi preciosa Segunda. Nunca he sufrido,
hablando de amor a una mujer, como aquel día. Sin embargo, lo conseguí. El amor
hizo el milagro. Le hice creer lo que quise, lo
negué todo, lo prometí todo. Para que la ausente volviera a quererme, me
esforcé para que la presente volviera a quererme. La escena fue larga y
patética, llena de lágrimas y besos. Cuando oscureció, había vencido. Vi, en
sus grandes ojos negros, volver el amor que sólo durante pocos días había
estado no muerto, sino cubierto por los celos y el despecho.
Después de este fatigoso sacrificio no tuve el
valor de volver a ver a la Segunda. Al día siguiente recomenzaron las largas,
insistentes y frecuentes cartas de la Primera. Para asegurar mejor mi victoria,
quise acompañarla una vez más a los sitios donde nos habíamos amado en lejanas
mañanas de primavera. Volvimos a un sendero escondido, bordeado de cipreses, y
corté para ella algunos tallos de retama. Estaba feliz, contenta, loca: no se
atrevía a hablar por miedo a que yo desapareciera de su lado, como el fantasma
de un sueño.
A las pocas horas recibí una carta de la
Segunda. Pocas líneas:
«Ven, vuelve, alma mía; te quiero más que nunca;
te querré siempre. El otro día estaba loca. Vuelve; te espero. No me hagas sufrir más.»
Aquella misma noche fui a su casa: la encontré
como antes, llena de risa, de gracia y de voluptuosidad.
Pero el éxtasis de la reconquista tenía que
durar poco: el destino no estaba contento. Cegado por mi alegría, apresuré el
final de todo. Quise llevar a la Segunda al campo, como antes, y gozar al ver
su bello rostro entre los árboles, las hierbas y la soledad. No sé por qué,
fuimos por un sitio donde no habíamos estado nunca. Ella misma quiso cambiar de
camino y me señaló con la mano una colina toda amarilla de retama.
-Quiero subir allí -me dijo-; ¡me gusta tanto la
retama! Quiero llevarme un ramo a casa.
¿Podía no obedecerla? Sin embargo, en aquel momento
sentí algo en la sangre y sentí que mis piernas temblaban. Detrás de aquella
colina estaba el sendero de mis amores con la Primera, el sendero con los
cipreses donde tantas veces nos habíamos sentado, con las manos en las manos y
la boca en la boca. Subimos. Para volver a bajar nos acercamos al sendero, al
sendero que no podía volver a ver sin espanto, pensando en la última escena de
ficción con la otra. Pero ¡la Segunda estaba tan alegre! Corría delante de mí,
gritando, con la cara enrojecida, los ojos brillantes, las manos llenas de
ramas amarillas. De cuando en cuando la perseguía, la atrapaba, la estrechaba
fuertemente entre mis brazos y la besaba.
De repente oímos pasos, y un grito.
La otra, la Primera, avanzaba por el sendero y
me había reconocido. Vi por un momento su cara blanca y sus ojos enloquecidos.
Me separé de la Segunda y me levanté. La Primera se acercaba: tal vez había ido
allí para pensar en mí, para volver a soñar en aquel lugar donde había sido tan
feliz. Cuando estuvo delante de mí gritó con voz ronca:
-¡Basta!
Y pasó y se oyó en seguida un sollozo. Luego
desapareció. Miré a la Segunda. También estaba pálida y tenía el rostro demudado. Arrojó al suelo la retama y me
dijo:
-¡Adiós!
Y se alejó como la otra, sollozando. Y desde
aquel día ninguna de las dos ha querido volverme a amar, y las dos me han
olvidado, y cada una ha encontrado otro amor. Yo me he quedado solo y ya no amo
a nadie: ni siquiera a los recuerdos. Los escribo para librarme de ellos.
EL
CANIBAL ARREPENTIDO
Dakar, 28 enero
El viejo Nsumbu, que he tomado conmigo
para que me haga compañía, es demasiado melancólico. No creía que un negro
pudiese dejarse dominar por los remordimientos hasta ese punto. A fuerza de
arrepentimiento se hace insoportable.
Nsumbu tiene setenta y cinco años y
creció cuando en su tribu florecía, todavía sin escrúpulos ni restricciones, la
difamada práctica de la antropofagia. Durante cuarenta años seguidos Nsumbu
comió de todo, pero lo más frecuentemente que podía, carne humana, blanca o
negra, como fuese.
Mas las aldeas de su tribu fueron
comprendidas en una de las nuevas colonias europeas a fines del pasado siglo y
el canibalismo ha sido ferozmente reprimido: fueron muertos todos los
sospechosos de haber matado. Han resultado igualmente cadáveres, pero no ha
sido posible comérselos.
Nsumbu vegetó modestamente durante
esta época de reacción. Los extranjeros le habían arrancado brutalmente el
mejor alimento de su mesa. Nsumbu se puso triste, pero, por miedo, no quiso
recurrir al contrabando para procurarse, a espaldas de la ley, el alimento
preferido. Debe a esta cautela el estar todavía vivo y ser casi célebre, como
uno de los veteranos de la antropofagia en esta parte de África. Los forasteros
que se hallan de paso le hacen hablar y le obsequian con un poco de dinero.
Pensé tomarlo conmigo para tener, en
los momentos de aburrimiento, una conversación menos insípida que de ordinario.
La gente que habla siempre de cuadros, de bailes, de beneficencia y de
problemas industriales me es detestable. Un hombre que ha devorado, en cuarenta
años de canibalismo legal, por lo menos trescientos de sus semejantes, debería
tener indudablemente una conversación infinitamente más «apetitosa» que un
clergyman, un boss o un asceta.
Pero he sufrido una desilusión.
A mí, que detesto a los hombres en
general, el sencillo aspecto de un antropófago me hace el efecto de un tónico.
Mirando a Nsumbu pensaba, con sarcástica satisfacción, que aquel vientre
arrugado de viejo había sido el sepulcro de una multitud de hombres iguales en
número al de los héroes de las Termópilas. Si cada uno de nosotros, en el curso
de su vida, consumiese un número igual de sus semejantes, las teorías de
Malthus serían económicas y prácticamente confutables. Trescientos hombres
representan siempre más de doscientos quintales de carne sabrosa y sana.
Nsumbu no tenía nada que decir contra
la calidad del hombre considerado como alimento.
-No todos los hombres -me decía- son
igualmente digeribles, pero el sabor es casi siempre agradable y delicado. Podemos
jactamos, entre otras superioridades de la especie humana, de que nuestra carne
es mejor que la de cualquier otro animal. Y es, además, en suma, más nutritiva.
Después de haber comido una buena ración de enemigo asado podía resistir el
ayuno, aun trabajando, durante un par de días. Hay quien prefiere las mujeres;
otros, los niños. Por mi cuenta he apreciada siempre a los hombres hechos y me
han sentado muy bien. Comiendo un animal, como usted sabe, se adquieren también
sus cualidades. Para ser valiente se comen corazones de león; para ser astuto,
sesos de lobo. Cebándome con hombres maduros me enriquecí en fuerza y sabiduría
y he podido vivir hasta esta edad.
»Pero la carne humana, al fin, acaba
por aburrir. Su bondad nos disgusta de toda otra carne, pero luego, a su vez,
se nos hace poco sabrosa. ¡Siempre aquel sabor dulzón, aquellas manos que tal
vez nos han acariciado, aquel corazón que habíamos sentido latir!
»Y después hay el peligro del alma. A
fuerza de comer tantos hombres, alguna acaba por permanecer dentro de nosotros.
Y entonces se venga. A mí me parece que me han quedado cuatro o cinco que me
atormentan, ahora una, ahora otra, y algunas veces todas juntas. La más potente
es, creo yo, el alma de un blanco misericordioso que durante muchos años me ha
torturado con la tentación de la piedad. Y, ahora que soy viejo, probablemente
esta alma ha adquirido la supremacía. No puedo recordar sin náuseas los
fastuosos banquetes de victoria de mi juventud, cuando la tribu había hecho una
buena caza y había en la aldea presas vivientes para hartarme durante una
semana. Me vienen algunas' veces a la memoria, con mordiscos de reprobación,
algunos rostros desesperados de víctimas que esperaban la muerte, atadas en la
tienda del sacrificio, ante nuestras bocas aulladoras y hambrientas. Los
misioneros tienen razón: comerse a nuestros semejantes, provistos de alma como
nosotros, es un pecado. La carne humana es el más apetitoso de los manjares y
precisamente por esto es más meritorio el ayunar de ella. A vosotros, los
blancos, que os abstenéis, el Amo del Cielo os ha dado en recompensa el dominio
de toda la tierra.
Temo que Nsumbu haya caldo en la
imbecilidad a causa de sus años. Con gran estupefacción de mi cocinero no come
ahora más que legumbres y fruta. La civilización le ha corrompido, le ha hecho
volver humanitario y vegetariano. Creo que me veré obligado a licenciarle en el
primer puerto en que hagamos escala.
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