Los motivos de la fractura sindical por Andrés R. Schipani, Politólogo de la Universidad de California, Berkeley, para Le Monde diplomatic
El movimiento
obrero argentino atraviesa actualmente su encrucijada más difícil desde la
reunificación de la CGT allá por 2004: la probable división de la central
obrera tras la celebración de los comicios internos el 12 de julio. En
perspectiva histórica, la división no constituye, en sí misma, un hecho
novedoso: la clase obrera organizada ha experimentado numerosas fracturas a lo
largo de su historia. Pero a diferencia de todas las rupturas anteriores, ésta
no se da en el contexto de un movimiento situado a la defensiva. Por el
contrario, tiene lugar en el marco de un proceso de recuperación del poder
sindical y del salario de los trabajadores formales con pocos antecedentes en la
historia reciente. En este contexto, se imponen dos preguntas: ¿cuáles son los
factores estructurales que explican la ruptura?, ¿en qué medida las políticas
de los gobiernos kirchneristas han contribuido a fracturar la central a pesar
de la mejora constante de las condiciones de vida de los trabajadores formales?
Motivos
La historia
del movimiento obrero argentino está plagada de rupturas originadas en
diferencias tácticas e ideológicas entre distintos sindicatos. Ya en 1968 tuvo
lugar una disputa histórica entre la CGT oficial, liderada por el metalúrgico
Augusto Vandor, y la CGT de los Argentinos, liderada por el gráfico Raimundo
Ongaro. Esta disputa –como muchas de las divisiones posteriores de la CGT–
tenía como eje una diferencia táctica entre quienes entendían que debía
exhibirse una posición más conciliadora hacia un gobierno de turno hostil hacia
los derechos de los trabajadores (Vandor), y un ala que decidió escindirse para
adoptar tácticas más militantes (Ongaro). Luego de una serie de divisiones
experimentadas durante los años del Proceso entre la CGT Brasil y la CGT
Azopardo, a partir del gobierno de Carlos Menem la CGT atravesó un nuevo
proceso de división. Por un lado, los gremios que exhibieron la resistencia más
tenaz frente al proyecto neoliberal terminaron por escindirse para fundar una
nueva central, la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA). Por otro, al
interior del movimiento obrero peronista la CGT se mantuvo dividida entre 1989
y 1992 en dos bandos: la CGT Azopardo, de talante más militante y liderada por
el dirigente cervecero Saúl Ubaldini, y la CGT San Martín, bajo la conducción
del mercantil Güerino Andreoni. Pese a que la central se unificó tras la
consolidación del gobierno menemista, el fraccionalismo volvería pronto a
azotar a la confederación: hacia el año 2000, Hugo Moyano fracturó la central
al escindirse de la CGT oficial dirigida por Rodolfo Daer, erigiendo una “CGT
disidente” con una actitud más combativa frente al gobierno del entonces
presidente Fernando de la Rúa.
En suma, la fractura de la CGT no es un hecho anómalo. ¿Por qué la
central obrera ha sido tan proclive a fracturarse? La primera razón es de orden
institucional, y está vinculada a la escasa capacidad con la que cuenta la CGT
para disciplinar la conducta de sus miembros. A diferencia de otras centrales
sindicales, como las de Europa Occidental, en Argentina la CGT no tiene
atribuciones legales para influir en las finanzas de sus sindicatos miembros ni
tampoco cuenta con mecanismos para remover a liderazgos díscolos. En el sistema
sindical argentino, el locus real
del poder se concentra en el sindicato por rama de actividad. Son los líderes
de los grandes gremios, como los de camioneros, mercantiles, metalúrgicos,
construcción, etc., quienes realmente definen la política sindical. A su vez,
los líderes de estos gremios nacionales tienen una enorme capacidad de control
sobre la vida al interior de su organización, en virtud de una sencilla razón:
los sindicatos nacionales cuentan, a diferencia de la CGT, con la capacidad de
congelar las finanzas de las delegaciones rebeldes, e incluso pueden desplazar
a liderazgos provinciales insubordinados.
En otras palabras, si por un lado la legislación fomenta la creación de
sindicatos nacionales por rama de actividad sumamente poderosos, por el otro
concibe una confederación general de trabajadores débil, con escasas
herramientas de gobierno sobre la vida sindical. La consecuencia de este diseño
institucional es un conjunto de líderes de sindicatos por rama de actividad con
considerables incentivos para desviarse de las líneas que impone la CGT cada
vez que ellas no se acomodan a sus intereses. El caso de Luis Barrionuevo es
emblemático: a tono con su ávido deseo de protagonismo, el dirigente
gastronómico creó en 2008 la CGT Azul y Blanca, en la coyuntura del conflicto
entre el gobierno y el campo, a los efectos de exhibir su talante opositor. Y
aun cuando esta central tiene una escasa capacidad de influir en la agenda dado
su escaso ascendiente entre los gremios más influyentes, Barrionuevo ha logrado
alcanzar una gran visibilidad mediática con un bajo costo político.
Pero esta
dinámica no puede explicarse sólo a partir de factores institucionales. Existe
un factor estructural detrás de las recurrentes fracturas de la CGT, y es de
orden partidario. Una diferencia clave entre el sindicalismo local y otros
movimientos sindicales de la región, como el brasileño o el uruguayo, es que el
argentino no está vinculado de forma orgánica a ningún partido político. Aunque
prácticamente la totalidad de los dirigentes se reconocen como peronistas, casi
ninguno de ellos participa en las decisiones internas del PJ o compite por
cargos legislativos o ejecutivos en sus listas. Este distanciamiento entre el
movimiento obrero y el PJ fue una consecuencia directa del giro neoliberal
emprendido en los años noventa por Menem, que redujo drásticamente la presencia
de sindicalistas en el partido, eliminando la vieja regla del tercio (una norma
informal que establecía que un tercio de los candidatos a diputados debía ser
de origen gremial) y apartando a los líderes sindicales de los puestos
partidarios. Desde entonces, el sindicalismo se ha convertido principalmente en
un actor corporativo, preocupado mucho más por defender sus intereses en la
estrecha arena de las relaciones industriales, que por participar de un
proyecto político más amplio que defienda los intereses de la clase obrera.
La desvinculación respecto del PJ fomenta de forma significativa la
división de la CGT, al limitar las oportunidades de ascenso político de los
dirigentes gremiales. En efecto, el cierre del partido supone que aquellos
dirigentes gremiales con ambiciones de crecer políticamente más allá de los
estrechos límites de sus sindicatos no tienen a su disposición la posibilidad
de iniciar una carrera como legisladores, intendentes o gobernadores. En este
escenario, una y sólo una posibilidad se les abre: la Secretaría General de la
CGT. Así, en un contexto en el que existe un único premio codiciado y numerosos
candidatos con ambiciones de ascender, es natural que la disputa por la
Secretaría General se convierta rápidamente en una lucha descarnada a todo o
nada.
El contraste con Brasil resulta ilustrativo: muchos de los más
encumbrados dirigentes de la principal organización gremial del país, la
Central Única de los Trabajadores (CUT), jamás ocuparon su presidencia. El
ejemplo más claro es Lula, quien luego de presidir el sindicato de trabajadores
metalúrgicos de la región del ABC de San Pablo se erigió como candidato
presidencial por el Partido de los Trabajadores (PT) sin haber ocupando la
presidencia de la CUT. Pero lo mismo puede decirse de los gremios con más peso
en el mundo sindical brasileño –como los del sector bancario, petrolero,
educativo, estatales o trabajadores rurales– quienes en su inmensa mayoría
jamás tuvieron a uno de sus dirigentes como presidente de la CUT. La mayoría de
los líderes sindicales brasileños de peso han canalizado sus ambiciones de otra
manera, desarrollando exitosas carreras políticas en el PT. El contraste
contribuye a iluminar la particularidad de la experiencia argentina: mientras
que Moyano ha mostrado en reiteradas ocasiones su vocación de utilizar su
posición institucional en la CGT como una plataforma para su carrera política,
en Brasil la fuerte inserción de los sindicalistas en el PT hace innecesaria
una disputa feroz por la conducción de la CUT. En otras palabras, la
desindicalización del PJ ha terminado por encerrar a los sindicalistas
argentinos en feroces luchas intestinas por la dirección de la central obrera.
Kirchnerismo
Entonces, dos elementos heredados del pasado –uno de orden institucional
y otro partidario– contribuyen a explicar la endémica tendencia del movimiento
obrero organizado a fracturarse. Sin embargo, los sucesos contemporáneos no
pueden comprenderse solamente a partir de esta suerte de herencia maldita. Las
políticas kirchneristas han contribuido también, de forma tanto voluntaria como
involuntaria, a potenciar estas tendencias.
En primer
lugar, la política económica, al favorecer a una cantidad extraordinariamente
diversa de sectores productivos, ha conspirado contra la emergencia de un
sindicato capaz de ejercer una hegemonía indiscutida en el movimiento obrero a
través de su preponderancia en la estructura económica-productiva.
Históricamente, en el movimiento obrero argentino siempre existió un sindicato
hegemónico que, en virtud de la centralidad económica de la rama productiva en
cuestión, funcionaba como vanguardia del conjunto y lo amalgamaba. Durante la
primera mitad del siglo XX, cuando la economía se basaba en la exportación de
productos primarios, ese rol lo ocuparon los ferroviarios, debido a la
centralidad de los ferrocarriles en el proceso de transporte de los productos
agrícolas desde el campo hasta los puertos. A partir de la crisis económica de
1929, y sobre todo desde la posguerra, la matriz productiva viró hacia un
modelo de desarrollo basado en la Industrialización por Sustitución de
Importaciones (ISI). Al favorecer este modelo la producción de bienes de
capital, intermedios y de consumo durables, todos ellos intensivos en insumos
metalúrgicos, la UOM pasó a ejercer el rol hegemónico. No es casual que en la
historiografía sindical argentina los líderes históricos de la UOM (Augusto
Vandor, José Ignacio Rucci, Lorenzo Miguel) sean identificados como los líderes
del movimiento obrero durante esta etapa. La hegemonía metalúrgica perduró
hasta principios de la década del noventa. Con la apertura de la economía y la
desindustralización, la integración al Mercosur, la producción just in time y el
desmantelamiento del sistema ferroviario, la creciente relevancia del
transporte de cargas automotor situó a los camioneros como el nuevo sindicato
hegemónico.
Sin embargo, ese proceso de sucesión ha quedado trunco por la propia
política económica del kirchnerismo, cuya estrategia hacia la clase obrera ha
encerrado una paradoja: mientras la política laboral incrementó notablemente el
poder adquisitivo de los trabajadores, la política económica conspiró contra la
unidad del movimiento obrero al debilitar la hegemonía del sindicato de
camioneros en el terreno económico-productivo (y por transitividad, la de
Moyano al frente de la CGT). La combinación de un tipo de cambio depreciado,
una política macroeconómica expansiva y medidas proteccionistas parancelarias
favoreció el crecimiento de una serie de industrias nacionales, como la textil,
metalúrgica y otras, que difícilmente hubieran prosperado bajo políticas
económicas más ortodoxas. De esta forma, los sindicatos de estas industrias
comenzaron a incrementar su número de afiliados y su poder de movilización
hasta el punto de erigirse, en la actualidad, en rivales de peso del propio
Moyano.
Si no fuera
así, ¿cómo explicar el hecho de que el dirigente de la UOM Antonio Caló sea hoy
el principal rival de Moyano? Sin considerar las políticas económicas que
protegieron a la producción metalúrgica local de la competencia internacional
es imposible entender por qué un gremio que perdió casi 90.000 afiliados solo
en los primeros años de las reformas neoliberales se encuentra hoy en
condiciones de ejercer el liderazgo del movimiento obrero. En resumen, el
modelo económico kirchnerista acentuó la pluralidad del mundo sindical,
impidiendo la consolidación de un gremio hegemónico. Desprovisto de esa
conducción natural, el movimiento obrero se encuentra acéfalo, y muchos
dirigentes se conciben con derecho a disputar la conducción de la CGT.
Por último, el rompecabezas sindical no puede comprenderse sin la
orientación táctica que la propia Presidenta ha desplegado hacia el movimiento
obrero: en particular, la enérgica oposición de Cristina Kirchner a las
ambiciones político-partidarias del sindicalismo y su intención de confinar la
influencia de los sindicatos al ámbito de las relaciones industriales. Desde la
perspectiva de la Presidenta, la época en la que los sindicatos constituían la
columna vertebral del peronismo es cosa del pasado. Es por ello que los cargos
legislativos y ejecutivos del PJ quedaron reservados a los jefes territoriales
y, en menor medida, a los jóvenes de La Cámpora.
El objetivo de mantener al PJ desindicalizado explica más que cualquier
otro factor la disputa con Moyano. En esta empresa, la Presidenta se ha apoyado
en las diferencias ideológicas existentes al interior del movimiento obrero: de
un lado, Moyano y sus aliados, en general pertenecientes a gremios vinculados
al sector del transporte, que buscan la resindicalización del peronismo. Del
otro lado, muchos de los gremialistas enfrentados a Moyano, los llamados
“gordos” y los “independientes”, que no comparten estas aspiraciones: muchos de
ellos creen que el movimiento obrero debe ejercer un rol más corporativo, en el
cual los sindicatos se limiten a funcionar como grupos de interés orientados a
conseguir mejoras salariales y de condiciones de trabajo. Esta es la fisura
interna en la que se apoyó el gobierno a la hora de enfrentar a Moyano.
Futuro
¿Cuáles son los efectos de una ruptura de la CGT en el escenario
político? La respuesta es matizada y compleja. Por un lado, en el corto plazo
no parece avizorarse un panorama apocalíptico: en rigor, esta ruptura tendrá
escasos efectos en la capacidad del gobierno de mantener la paz social en las
relaciones industriales. Como mencionamos anteriormente, el locus real del poder sindical es
el sindicato por rama de actividad, no la CGT. Una central fragmentada no va a
afectar decisivamente la dinámica de las negociaciones colectivas, que siempre
han estado regidas por los topes informales impuestos desde el Ministerio de
Trabajo y la capacidad de presión de los sindicatos emplazados en los sectores
económicos más dinámicos, y no por alguna directiva impuesta desde la CGT. Más
allá de la combatividad de los camioneros, el resto de los sindicatos
probablemente continuará negociando sus convenios colectivos de la misma forma
que en estos últimos años, durante los cuales la paritaria del gremio de Moyano
ya no ha constituido un techo para sus reclamos sectoriales.
En el largo plazo, sin embargo, la fractura provocará problemas serios
en dos áreas sensibles para el kirchnerismo: el avance de pactos sociales que
procuren soluciones de fondo a los problemas del país, por un lado, y el
control de la protesta popular, por el otro. En relación al primer punto, es
preciso mencionar que una fractura de la CGT implicaría la convivencia de cinco
centrales sindicales en el país: la CGT de Moyano, la que encabezan la mayoría
de los “gordos” e “independientes” y la de Luis Barrionuevo, además de la CTA
afín al oficialismo liderada por Hugo Yasky y la CTA opositora de Pablo
Micheli. Esta fragmentación tornará difícil el avance del tipo de pactos
sociales que la Presidenta ha buscado forjar entre sindicatos, empresarios y
Estado a los efectos de promover soluciones concertadas, de corte no ortodoxo,
para problemas estructurales, como la inflación.
Pero la consecuencia más grave para el gobierno es que, por primera vez
desde el conflicto agrario de 2008, corre el riesgo de perder el control de la
protesta popular. De las cinco centrales sindicales antes mencionadas, sólo una
(la CTA de Yasky) exhibe una lealtad marcada hacia el oficialismo. Y mientras
los “gordos” e “independientes” exhiben una actitud más pragmática, el resto se
sitúa hoy en el arco opositor. La CTA de Micheli y los gremios del transporte
que comanda Moyano se cuentan, además, entre las organizaciones con mayor
capacidad para motorizar movilizaciones callejeras urbanas en Argentina. Como
lo hicieron durante los noventa con las marchas federales, es probable que
vuelvan a aliarse para desafiar las políticas oficiales. Para un gobierno que
ha hecho de la no represión una de sus principales banderas, la pérdida del
control sobre la movilización en las calles constituye uno de los principales
desafíos para los años venideros.
Fuente: Le Monde diplomatique
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