Autonomía y heteronomía por Ricardo Rouvier para La Tecl@Eñe



El kirchnerismo irrumpió como una promesa profunda de transformación, aprovechando el envión posterior de la pesificación asimétrica y la crisis del bipartidismo. Llegó desde arriba, desde la propia clase dirigente, como una excepción progresista en el peronismo, y provocó en la sociedad nacional la necesidad de saldar algunas deudas de la democracia. El gobierno kirchnerista avanzó con un claro sentido reformista desde el 2003. Lo realizado es mucho, pero por sus mismas virtudes, exige más de nuestra fuerza y de nuestra inteligencia.






Cualquier propuesta revolucionaria o reformista, requiere en común tener un conocimiento profundo sobre las condiciones de la economía, la política y la cultura, sobre la sociedad en que se implanta un proyecto transformador. Conocer el país a reformar, es obvio y fundamental, pero también, y al mismo tiempo, es central comprender la etapa y evolución del contexto internacional. Caracterizar a los adversarios o enemigos; las relaciones de fuerza, y a los aliados; y tener una política de alianzas. La aspiración de los reformistas y revolucionarios es transformar; pero esto es sobre una realidad que debe ser aprehendida en forma objetiva, aunque esto último es una aspiración difícil. Siempre hay una tensión entre el imaginario y eso que llamamos realidad. La diferencia: muchas veces no es tan clara; y el desajuste puede ser dramático. Es posible el error, que en algunos alcanzan el nivel de una tragedia cuando las contradicciones alcanzan la escala de la violencia. Hoy no podríamos invocar a Marx con aquello de la “partera de la historia”, porque es un momento frío de la evolución. Es un tiempo más viable para reformistas y menos para revolucionarios. El problema del reformismo es que convive con su fuerza contraria; y a veces, hasta utiliza sus herramientas. La socialdemocracia europea es un buen ejemplo. En los 70 se mixturaron en forma crucial: el proyecto, el heroísmo, el martirio y el error, de parte nuestra. Los enemigos aprovecharon para desplegar la forma más cruda y más desigual de la violencia política: el terrorismo de Estado. La realidad es que nuestro objetivo no tenía destino posible, estábamos sumergidos en el camino equivocado. La palabra iconoclasta, la consigna rebelde, y el voluntarismo merecen, hoy, una mirada más severa, más responsable. Entonces, no logramos caracterizar correctamente la situación internacional, nacional ni regional, y subestimamos al enemigo. Caímos en un idealismo fatal. Ese peligro siempre está presente, a pesar de los años pasados. Sí contábamos con una diferencia respecto al enemigo, una diferencia ética dada por la aspiración de una sociedad justa, autónoma y una democracia real. Una utopía irrealizable, pero una ventaja humanística en relación a la derecha; un testimonio ante la historia. En la etapa de la posconvertibilidad, el kirchnerismo irrumpió como una promesa profunda de transformación, aprovechando el envión posterior de la pesificación asimétrica y la crisis del bipartidismo. Llegó desde arriba, desde la propia clase dirigente, como una excepción progresista en el peronismo. Para un sector, la nueva etapa empalmaba con los 70 como si fuera el completamiento de lo iniciado y frustrado hace más de 30 años. Se impuso un discurso reparatorio de los derechos humanos y denunciativo de la desigualdad social y cultural. El gobierno kirchnerista, con decisión, avanzó con un claro sentido reformista desde el 2003. Esta experiencia, aún vigente e innovadora, se situó por dentro de las hegemonías mundiales. Hoy, la hegemonía (económica, militar, cultural) capitalista se mantiene a pesar de sus crisis cíclicas, sin que haya un enterrador dispuesto a liquidarla. Tal cual lo había previsto Marx, el capitalismo se expande hacia todos los confines de la tierra, y ahora va asociada a la democracia representativa que se mundializa. Inclusive montado en la paradoja, China marcha al capitalismo. Esta evolución se produce con cambios internos y la aparición del “poder blando”, por encima del poder militar. Ahora, más que marines para América Latina, hay poder financiero, empresas trasnacionales que a través de la globalización van mundializando un sistema de vida, basado en el lucro, el libre mercado, el individualismo, etc.
El carácter gendarme de los Estados dominantes, se mantiene para otros confines. También hay movimientos hacia la multipolaridad como China, India, Rusia, o la coalición comercial BRICS. Pero no se proponen liquidar al capitalismo, sino asegurar el policentrismo, con un mismo modo de producción. Entonces, en esta etapa de capitalismo tardío, el reformismo posible es el de transformación dentro del sistema económico y político dominante, que determina el ordenamiento de las relaciones sociales, no sólo de los procesos productivos y distributivos, sino también en la constitución de las élites políticas.
Hay un paralelo a considerar: se concentra el capital y la política. Avanza la democracia liberal y retrocede el campo popular organizado como sujeto de la historia. Nuestro proyecto nacional y popular navega en un barco sobre un mar de hegemonías; y trata de ser fuerte, de potenciarse, pero en el océano ajeno. Entre nosotros, no hay una promesa dominante de construcción de otra sociedad, como en el caso del Socialismo del Siglo XXI. Esta es una diferencia esencial con los 70: el mundo ha cambiado, no en la dirección deseada, pero se ha bloqueado la alternativa anticapitalista. Entonces, ¿cuál es nuestro porvenir? ¿Cuál es el marco y el espacio de nuestra reforma? Eso no está definido; y da la impresión que nuestro barco, que hoy navega por aguas turbulentas y cargadas de interrogantes, se acerca a esas definiciones. Como se trata de reformas y no de revoluciones, los gobiernos se ven compelidos a utilizar las recetas que la hegemonía pone a disposición del uso de los países periféricos. Ejemplo: el efecto de las decisiones de la Reserva Federal en el mundo emergente. La llegada del kirchnerismo provocó en la sociedad nacional la necesidad de saldar algunas deudas de la democracia: también la recuperación del poder sindical, ampliación de derechos sociales, rol del Estado frente al mercado, tratamiento a fondo del terrorismo de Estado, la latinoamericanización de la política, etc. Lo realizado es mucho, pero por sus mismas virtudes, exige más de nuestra fuerza y de nuestra inteligencia.

Así como una revolución requiere de una conducción y de un pueblo que participe, una reforma requiere de una renovación de los consensos, más o menos activo, según las condiciones políticas y sociales de la sociedad. En nuestro país, la mayor herramienta del cambio es el gobierno, y esa también es una limitación, porque requiere de una democracia plebiscitaria consecutiva para mantener o acumular poder. Y la relación electorado– gobierno, en estas condiciones, está sometida a la cambiante evaluación sobre la gestión, más que a la adhesión ideológica. Con el debilitamiento de los Partidos que viene desde hace mucho, el gobierno no sólo es el principal actor, sino en el único actor del cambio. El pueblo no participa masivamente ni en los Partidos, ni en las superestructuras creadas y esto favorece el status quo. Toda la energía transformadora está concentrada en el gobierno nacional. No hay poder suficiente que garantice continuidad fuera del gobierno. La división de la clase trabajadora hoy en cinco centrales es un testimonio crítico de la desorganización popular. La falta de continuidad orgánica establece las dificultades de asegurar un futuro gobierno que no arriesgue alguna disminución del proyecto. Ningún candidato será idéntico a los padres fundadores. La lucha por la autonomía, la lucha por la libertad, continuará en la búsqueda de la contra-hegemonía; pero deben elevarse las condiciones de navegación de nuestro barco. Los rangos de autonomía posibles dependen de contar con un navío sólido y potente que tenga el rumbo definido.

Fuente: La Tecla@eñe


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