DIOS Y EL ESTADO de Mijail Bajunin – Texto político filosófico - 2da entrega.. Quién dijo que este texto no guarda relación con nuestra coyuntura
En tanto que no podamos darnos cuenta de la manera cómo se produjo la idea de un mundo sobrenatural y divino y cómo ha debido fatalmente producirse en el desenvolvimiento histórico de la conciencia humana, podremos estar científicamente convencidos del absurdo de esa idea, pero no llegaremos a destruirla nunca en la opinión de la mayoría. En efecto: no estaremos en condiciones de atacarla en las profundidades mismas del ser humano, donde ha nacido, y, condenados una lucha estéril, sin salida y sin fin, deberemos contentarnos siempre con combatirla sólo en la superficie, en sus innumerables manifestaciones, cuyo absurdo, apenas derribado por los golpes del sentido común, renacerá inmediatamente bajo una forma nueva no menos insensata. En tanto que persista la raíz de todos los absurdos que atormentan al mundo, la creencia en Dios permanecerá intacta, no cesará de echar nuevos retoños. Es así como en nuestros días, en ciertas regiones de la más alta sociedad, el espiritismo tiende a instalarse sobre las ruinas del cristianismo. No es sólo en interés de las masas, sino también en de la salvación de nuestro propio espíritu debemos forzarnos en comprender la génesis histórica de la idea de Dios, la sucesión de las causas que desarrollaron produjeron esta idea en la conciencia de los hombres. Podremos decirnos y creernos ateos: en tanto que no hayamos comprendido esas causas, nos dejaremos dominar más o menos por los clamores de esa conciencia universal de la que no habremos sorprendido el secreto; y, vista la debilidad natural del individuo, aun del más fuerte ante la influencia omnipotente del medio social que lo rodea, corremos siempre el riesgo de volver a caer tarde o temprano, y de una manera o de otra, en el abismo del absurdo religioso. Los ejemplos de esas conversiones vergonzosas son frecuentes en la sociedad actual. He señalado ya la razón práctica principal del poder ejercido aún hoy por las creencias religiosas sobre las masas. Estas disposiciones místicas no denotan tanto en sí una aberración del espíritu como un profundo descontento del corazón. Es la protesta instintiva y apasionada del ser humano contra las estrecheces, las chaturas, los dolores y las vergüenzas de una existencia miserable. Contra esa enfermedad, he dicho, no hay más que un remedio: la revolución social. Entre tanto, otras veces he tratado de exponer las causas que presidieron el nacimiento y el desenvolvimiento histórico de las alucinaciones religiosas en la conciencia del hombre. Aquí no quiero tratar esa cuestión de la existencia de un Dios, o del origen divino del mundo y del hombre, más que desde el punto de vista de su utilidad moral y social, y sobre la razón teórica de esta creencia no diré más que pocas palabras, a fin de explicar mejor mi pensamiento. Todas las religiones, con sus dioses, sus semidioses y sus profetas, sus Mesías y sus santos, han sido creadas por la fantasía crédula de los hombres, no llegados aún al pleno desenvolvimiento y a la plena posesión de sus facultades intelectuales; en consecuencia de lo cual, el cielo religioso no es otra cosa que un milagro donde el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe, vuelve a encontrar su propia imagen, pero agrandada y trastrocada, es decir, divinizada. La historia de las religiones, la del nacimiento, de la grandeza y de la decadencia de los dioses que se sucedieron en la creencia humana, no es nada más que el desenvolvimiento de la inteligencia y de la conciencia colectiva de los hombres. A medida que, en su marcha históricamente regresiva, descubrían, sea en sí mismos, sea en la naturaleza exterior, una fuerza, una cualidad o un defecto cualquiera, lo atribuían a sus dioses, después de haberlos exagerado, ampliado desmesuradamente, como lo hacen de ordinario los niños, por un acto de su fantasía religiosa. Gracias a esa modestia y a esa piadosa generosidad de los hombres creyentes y crédulos, el cielo se ha enriquecido con los despojos de la tierra y, por una consecuencia necesaria, cuanto más rico se volvía el cielo, más miserable se volvía la tierra. Una vez instalada la divinidad, fue proclamada naturalmente la causa, la razón, el árbitro y el dispensador absoluto de todas las cosas: el mundo no fue ya nada, la divinidad lo fue todo; y el hombre, su verdadero creador, después de haberla sacado de la nada sin darse cuenta, se arrodilló ante ella, la adoró y se proclamó su criatura y su esclavo. El cristianismo es, precisamente, la religión por excelencia, porque expone y manifiesta, en su plenitud, la naturaleza, la propia esencia de todo sistema religioso, que es el empobrecimiento, el sometimiento, el aniquilamiento de la humanidad en beneficio de la divinidad. Siendo Dios todo, el mundo real y el hombre no son nada. Siendo Dios la verdad, la justicia, el bien, lo bello, la potencia y la vida, el hombre es la mentira, la iniquidad, el mal, la fealdad, la impotencia y la muerte. Siendo Dios el amo, el hombre es el esclavo. Incapaz de hallar por sí mismo la justicia, la verdad y la vida eterna, no puede llegar a ellas más que mediante una revelación divina. Pero quien dice revelación, dice reveladores, Mesías, profetas, sacerdotes y legisladores inspirados por Dios, mismo; y una vez reconocidos aquéllos como representantes de la divinidad en la Tierra, como los santos institutores de la humanidad, elegidos por Dios mismo para dirigirla por la vía de la salvación, deben ejercer necesariamente un poder absoluto. Todos los hombres les deben una obediencia ilimitada y pasiva, porque contra la razón divina no hay razón humana y contra la justicia de Dios no hay justicia terrestre que se mantengan. Esclavos de Dios, los hombres deben serlo también de la iglesia y del Estado, en tanto que este último es consagrado por la iglesia. He ahí lo que el cristianismo comprendió mejor que todas las religiones que existen o que han existido, sin exceptuar las antiguas religiones orientales, que, por lo demás, no han abarcado más que pueblos concretos y privilegiados, mientras que el cristianismo tiene la pretensión de abarcar la humanidad entera; y he ahí lo que, de todas las sectas cristianas, sólo el catolicismo romano ha proclamado y realizado con una consecuencia rigurosa. Por eso el cristianismo es la religión absoluta, la religión última, y la iglesia apostólica y romana la única consecuente, legítima y divina. Que no parezca mal a los metafísicos y a los idealistas religiosos, filósofos, políticos o poetas: la idea de Dios implica la abdicación de la razón humana y de la justicia humana, es la negación más decisiva de la libertad humana y lleva necesariamente a la esclavitud los hombres, tanto en la teoría como en la práctica.
A menos de querer
la esclavitud y el envilecimiento de los hombres, como lo quieren los jesuitas,
como lo quieren los monjes, los pietistas o los metodistas protestantes, no
podemos, no debemos hacer la menor concesión ni al dios de la teología ni al de
la metafísica porque en ese alfabeto místico, el que comienza por decir A
deberá fatalmente acabar diciendo Z, y el que quiere adorar a Dios debe, sin
hacerse ilusiones pueriles, renunciar bravamente a su libertad y a su humanidad.
Si Dios existe, el hombre es esclavo; ahora bien, el hombre puede y debe ser
libre: por consiguiente, Dios no existe. Desafío a quienquiera que sea a salir
de ese círculo, y ahora, escojamos.
¿Es necesario
recordar cuánto y cómo embrutecen y corrompen las religiones a los pueblos?
Matan en ellos la razón, ese instrumento principal de la emancipación humana, y
los reducen a la imbecilidad, condición esencial de su esclavitud. Deshonran el
trabajo humano y hacen de él un signo y una fuente de servidumbre. Matan la
noción y el sentimiento de la justicia humana, haciendo inclinar siempre la
balanza del lado de los pícaros triunfantes, objetos privilegiados de la gracia
divina. Matan la altivez y la dignidad, no protegiendo más que a los que se
arrastran y a los que se humillan. Ahogan en el corazón de los pueblos todo
sentimiento de fraternidad humana, llenándolo de crueldad divina. Todas las
religiones son crueles, todas están fundadas en la sangre, porque todas reposan
principalmente sobre la idea del sacrificio, es decir, sobre la inmolación
perpetua de la humanidad a la insaciable venganza de la divinidad. En ese
sangriento misterio, el hombre es siempre la víctima, y el sacerdote, hombre
también, pero hombre privilegiado por la gracia, es el divino verdugo. Eso nos
explica por qué los sacerdotes de todas las religiones, los mejores, los más
humanos, los más suaves, tienen casi siempre en el fondo de su corazón -y si no
en el corazón en su imaginación, en espíritu (y ya se sabe la influencia formidable
que uno a otro ejercen sobre el corazón de los hombres)- por qué hay, digo, en
los sentimientos de todo sacerdote algo de cruel y de sanguinario. Todo esto,
nuestros ilustres idealistas contemporáneos lo saben mejor que nadie. Son
hombres sabios y conocen la historia de memoria; y como son al mismo tiempo
hombres vivientes, grandes almas penetradas por un amor sincero y profundo
hacia el bien de la humanidad, han maldito y zaherido todos estos efectos,
todos estos crímenes de la religión con una elocuencia sin igual. Rechazan con
indignación toda solidaridad con el Dios de las religiones positivas y con sus
representantes pasados y presentes sobre la Tierra. El Dios que adoran o que
creen adorar se distingue precisamente de los dioses reales de la historia, en
que no es un Dios positivo, ni determinado de ningún modo, ya sea teológico, ya
sea metafísicamente. No es ni el ser supremo de Robespierre y de Rousseau, ni
el Dios panteísta de Spinoza, ni siquiera el Dios a la vez trascendente e
inmanente y muy equívoco de Hegel. Se cuidan bien de darle una determinación
positiva cualquiera, sintiendo que toda determinación lo sometería a la acción
disolvente de la crítica. No dirán de él si es un Dios personal o impersonal,
si ha creado o si no ha creado el mundo; no hablarán siquiera de su divina
providencia. Todo eso podría comprometerlos. Se contentarán con decir:
"Dios" y nada más. Pero, ¿qué es su Dios? No es siquiera una idea, es
una aspiración.
La contradicción es
ésta: quieren a Dios y quieren a la humanidad. Se obstinan en poner juntos esos
dos términos, que, una vez separados, no pueden encontrarse de nuevo más que
para destruirse recíprocamente. Dicen de un tirón: "Dios y la libertad del
hombre"; "Dios y la dignidad, la justicia, la igualdad, la fraternidad
y la prosperidad de los hombres", sin preocuparse de la lógica fatal
conforme a la cual, si Dios existe todo queda condenado a la no-existencia.
Porque si Dios existe es necesariamente el amo eterno, supremo, absoluto, y si
amo existe el hombre es esclavo; pero si es esclavo, no hay para él ni justicia
ni igualdad ni fraternidad ni prosperidad posibles. Podrán, contrariamente al
buen sentido y a todas las experiencias de la historia, reventarse a su Dios
animado del más tierno amor por la libertad humana: un amo, haga lo que quiera
y por liberal que quiera mostrarse, no deja de ser un amo y su existencia
implica necesariamente la esclavitud de todo lo que se encuentra por debajo de
él. Por consiguiente, si Dios existiese, no habría para él más que un solo
medio de servir a la libertad humana: dejar de existir. Como celoso amante de
la libertad humana y considerándolo como la condición absoluta de todo lo que
adoramos y respetamos en la humanidad, doy vuelta a la frase de Voltaire y
digo: si Dios existiese realmente, habría que hacerlo desaparecer. La severa
lógica que me dicta estas palabras es demasiado evidente para que tenga
necesidad de desarrollar más esta argumentación. Y me parece imposible que los
hombres ilustres a quienes mencioné, tan célebres y tan justamente respetados,
no hayan sido afectados por ella y no se hayan percatado de la contradicción en
que caen al hablar de Dios y de la libertad humana a la vez. Para que lo hayan
pasado por alto, a sido preciso que hayan pensado que esa inconsecuencia o que
esa negligencia lógica era necesaria prácticamente para el bien mismo de la
humanidad. Quizá también, al hablar de la libertad como de una cosa que es para
ellos muy respetable y muy querida, la comprenden de distinto modo a como
nosotros la entendemos, nosotros, materialistas y socialistas revolucionarios.
En efecto; no hablan de ella sin añadir inmediatamente otra palabra, la de
autoridad, una palabra y una cosa que detestamos de todo corazón. ¿Qué es la
autoridad? ¿Es el poder inevitable de las leyes naturales que se manifiestan en
el encadenamiento y en la sucesión fatal de los fenómenos, tanto del mundo
físico como del mundo social? En efecto; contra esas leyes, la rebeldía no sólo
está prohibida, sino que es imposible. Podemos desconocerlas o no conocerlas
siquiera, pero no podemos desobedecerlas, porque constituyen la base y las
condiciones mismas de nuestra existencia; nos envuelven, nos penetran, regulan
todos nuestros movimientos, nuestros pensamientos y nuestros actos; de manera
que, aun cuando las queramos desobedecer, no hacemos más que manifestar su
omnipotencia. Sí, somos absolutamente esclavos de esas leyes. Pero no hay nada
de humillante en esa esclavitud. Porque la esclavitud supone un amo exterior,
un legislador que se encuentre al margen de aquel a quien ordena; mientras que
estas leyes no están fuera de nosotros, nos son inherentes, constituyen nuestro
ser, todo nuestro ser, tanto corporal como intelectual y moral; no vivimos, no
respiramos, no obramos, no pensamos, no queremos sino mediante ellas. Fuera de
ellas no somos nada, no somos. ¿De dónde procedería, pues, nuestro poder y
nuestro querer rebelamos contra ellas?.
Frente a las leyes
naturales no hay para el hombre más que una sola libertad posible: la de
reconocerlas y de aplicarlas cada vez más, conforme al fin de la humanización,
tanto colectiva como individual que persigue. Estas leyes, una vez reconocidas,
ejercen una autoridad que no es discutida por la masa de los hombres. Es
preciso, por ejemplo, ser loco o teólogo, o por lo menos un metafísico, un
jurista, o un economista burgués para rebelarse contra esa ley según a cual dos
más dos suman cuatro. Es preciso tener fe para imaginarse que no se quemará uno
en el fuego y que no se ahogará en el agua, a menos que se recurra a algún
subterfugio fundado aun sobre alguna otra ley natural. Pero esas rebeldías, o
más bien esas tentativas esas locas imaginaciones de una rebeldía imposible no
forman más que una excepción bastante rara; porque, en general, se puede decir
que la masa de los hombres, en su vida cotidiana, se deja gobernar de una
manera casi absoluta por el buen sentido, lo que equivale a decir por la suma
de las leyes generalmente reconocidas. La gran desgracia es que una gran
cantidad de leyes naturales ya constadas como tales por la ciencia, permanezcan
desconocidas para las masas populares, gracias a los cuidados de esos gobiernos
tutelares que no existen, como se sabe, más que para el bien de los pueblos...
Hay otro inconveniente: la mayor parte de las leyes naturales inherentes al
desenvolvimiento de la sociedad humana, y que son también necesarias,
invariables, fatales, como las leyes que gobiernan el mundo físico, no han sido
debidamente comprobadas y reconocidas por la ciencia misma. Una vez que hayan
sido reconocidas primero por la ciencia y que la ciencia, por medio de un
amplio sistema de educación y de instrucción populares, las hayan hecho pasar a
la conciencia de todos, la cuestión de la libertad estará perfectamente
resuelta. Los autoritarios más recalcitrantes deben reconocer que entonces no
habrá necesidad de organización política ni de dirección ni de legislación,
tres cosas que, ya sea que emanen de la voluntad del soberano, ya que resulten
de los votos de un parlamento elegido por sufragio universal y aun cuando estén
conformes con el sistema de las leyes naturales -lo que no tuvo lugar jamás y
no tendrá jamás lugar-, son siempre igualmente funestas y contrarias a la
libertad de las masas, porque les impone un sistema de leyes exteriores y, por
consiguiente, despóticas. La libertad del hombre consiste únicamente en esto,
que obedece a las leyes naturales, porque las ha reconocido él mismo como tales
y no porque le hayan sido impuestas exteriormente por una voluntad extraña,
divina o humana cualquiera, colectiva o individual. Suponed una academia de
sabios, compuesta por los representantes más ilustres de la ciencia; suponed
que esa academia sea encargada de la legislación, de la organización de la
sociedad y que, sólo inspirándose en el puro amor a la verdad, no le dicte más
que leyes absolutamente conformes a los últimos descubrimientos de la ciencia.
Y bien, yo pretendo que esa legislación y esa organización serán una
monstruosidad, y esto por dos razones: La primera, porque la ciencia humana es
siempre imperfecta necesariamente y, comparando lo que se ha descubierto con lo
que queda por descubrir, se puede decir que está todavía en la cuna. De suerte
que si quisiera forzar la vida práctica de los hombres, tanto colectiva como
individual, a conformarse estrictamente, exclusivamente con los últimos datos
de la ciencia, se condenaría a la sociedad y a los individuos a sufrir el
martirio sobre el lecho de Procusto, que acabaría pronto por dislocarlos y por
sofocarlos, pues la vida es siempre infinitamente más amplia que la ciencia. La
segunda razón es ésta: una sociedad que obedeciere a la legislación de una
academia científica, no porque hubiere comprendido su carácter racional por sí
misma (en cuyo caso la existencia de la academia sería inútil), sino porque una
legislación tal, emanada de esa academia, se impondría en nombre de una ciencia
venerada sin comprenderla, sería, no una sociedad de hombres, sino de brutos.
Sería una segunda edición de esa pobre república del Paraguay que se dejó
gobernar tanto tiempo por la Compañía de Jesús. Una sociedad semejante no
dejaría de caer bien pronto en el más bajo grado del idiotismo. Pero hay una
tercera razón que hace imposible tal gobierno: es que una academia científica
revestida de esa soberanía digamos que absoluta, aunque estuviere compuesta por
los hombres más ilustres, acabaría infaliblemente y pronto por corromperse
moral e intelectualmente. Esta es hoy, ya, con los pocos privilegios que se les
dejan, la historia de todas las academias. El mayor genio científico, desde el
momento en que se convierte en académico, en sabio oficial, patentado, cae
inevitablemente y se adormece. Pierde su espontaneidad, su atrevimiento
revolucionario, y esa energía incómoda y salvaje que caracteriza la naturaleza
de los grandes genios, llamados siempre a destruir los mundos caducos y a echar
los fundamentos de mundos nuevos. Gana sin duda en cortesía, sabiduría
utilitaria y práctica, lo que pierde en potencia de pensamiento. Se corrompe,
en una palabra. Es propio del privilegio y de toda posición privilegiada el
matar el espíritu y el corazón de los hombres. El hombre privilegiado, sea
política, sea económicamente, es un hombre intelectual y moralmente depravado.
He ahí una ley social que no admite ninguna excepción, y que se aplica tanto a
las naciones enteras como a las clases, a las compañías como a los individuos.
Es la ley de la igualdad, condición suprema de la libertad y de la humanidad.
El objetivo principal de este libro es precisamente desarrollarla y demostrar
la verdad en todas las manifestaciones de la vida humana.
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