SOBRE ESTOS DÍAS SE ME OCURRE PENSAR: TENEMOS PERIODISTAS, TENEMOS ASESINOS Y TENEMOS MUCHOS QUE POSEEN DE AMBOS INGREDIENTES DENTRO DE SU CUERPO



El Periodista y el Asesino - Janet Malcom


Todo periodista que no sea demasiado estúpido o demasiado engreído para no advertir lo que entraña su actividad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno.”

En el primer nivel, la historia más llana del libro, retrata lo ocurrido entre el periodista y escritor de best-sellers estadounidense Joe McGuiniss y el médico del Ejército Jeffrey MacDonald, acusado por el asesinato de sus dos hijas y su esposa embarazada, ocurrido en 1970. Esta historia es apasionante y es fácil darse cuenta por qué llamó la atención de una autora como Malcolm. McGuiniss y MacDonald se conocen en 1979, antes de que comience el juicio que terminará con la condena de MacDonald. El médico le ofrece escribir un libro sobre su caso, para lo cual le da acceso total a los asuntos de su vida (amigos, familiares, escritos personales, le presta su departamento, se hacen amigos, ven deportes por televisión juntos, van a la playa y así) y llega al punto de convertirlo en parte de su equipo de defensa durante la audiencia. El giro inesperado es que, durante el juicio, el periodista lejos de sentirse comprometido a escribir un libro que defienda a MacDonald, se convence de su culpabilidad. Durante los próximos cuatro años, mientras el médico se lamenta en la cárcel por su suerte, el periodista le hace creer que lo considera inocente y en ese tono le envía numerosas cartas solidarias para que MacDonald lo retribuya con grabaciones con la historia de su vida desde su celda y permitiéndole acceder a sus papeles personales. Todo eso hace McGuiniss para poder terminar de escribir. Cuando el libro Fatal Vision aparece en 1983, McDonald, que no lo había leído, hasta participa de la campaña de promoción y se presta a entrevistas en programas televisivos de audiencia nacional, pese a que el libro lo pinta como un narcisista y psicópata peligroso que no se hace cargo del asesinato de su familia. En un caso inédito, MacDonald lo lleva a juicio al periodista en 1987, acusándolo de haber defraudado su confianza y haber expuesto una falsa imagen de su persona. Lo insólito es que el jurado del caso se mostraba más empático con el asesino que con el periodista que, supuestamente, lo había manipulado de una manera canalla.

El segundo plano del título, metafórico y efectivo, habla de cuando los periodistas se colocan en una situación casi equiparable a la de los criminales. Cuando engañan a sus entrevistados para conseguir mejores informaciones para sus notas y libros, y pasan a ser el “asesino” que ronda sobre la víctima.

El libro desarrolla hasta qué punto un periodista o escritor está dispuesto a mentir y engañar a un entrevistado para escribir un mejor trabajo. Además de mencionar el caso paradigmático de Truman Capote y sus dos criminales de A sangre fría, el libro aborda las respuestas sinceras hasta el homicidio que dan en el juicio los escritores William Buckley y Joseph Wambaugh, quienes defienden su derecho artístico de mentir sin límite a las personas que entrevistan o de hacerles creer que están de acuerdo con sus puntos de vista, para acceder mejor a ellos. Es muy interesante aquí la discusión sobre qué se entiende por mentir, y cómo todos, de una u otra manera, deben incurrir en esa práctica para llevar adelante su oficio. ¿Cuándo entrevistó a Fidel Castro para su nota en la revista Playboy, le dijo que lo consideraba un dictador asesino?, es más o menos la pregunta que le hacen a otro escritor que posa de moralista, en otra parte del libro. Y la respuesta es la misma: no. Si se lo decía, no conseguía la nota. La autora lleva este análisis con maestría, y hace las preguntas adecuadas como para que cualquiera que trabaje en el oficio se sienta incómodo. Este es el caracú del libro.

El tercer plano, no menos interesante, es que la autora va descubriendo (y nosotros junto con ella, mientras la leemos) que la investigación para su libro está reproduciendo las mismas instancias por las que pasó el periodista McGuiniss cuando construía el personaje de MacDonald. Ella también se ve obligada a mostrarse amable, presionar o guardar silencio, según sea el caso, para llevar adelante el trabajo. Me parece que uno de los grandes aciertos del libro es cuando la autora proclama cierto triunfo de la ficción sobre la realidad, al reconocer que los personajes de los relatos de no ficción son también creaciones artísticas de los cronistas, de los escritores, que se ven obligados a revestir a personas comunes con atributos literariamente interesantes que den sentido a sus libros e investigaciones. También creo que acierta cuando desdobla el trabajo de los periodistas en una etapa de relación directa con los entrevistados y una segunda etapa de soledad, cuando el periodista queda con sus libretas y grabaciones frente a la pantalla, y allí no está condicionado por el otro ni siente compromiso especial hacia las personas con las que trató para conseguir informaciones.

El libro comienza con una frase impiadosa hacia los periodistas, muy efectista: Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno. Lo mismo que la crédula viuda que un día se despierta para comprobar que el joven encantador se ha marchado con todos sus ahorros, el que accedió a ser entrevistado aprende su dura lección cuando aparece el artículo o el libro. Los periodistas justifican su traición de varias maneras según sus temperamentos. Los más pomposos hablan de libertad de expresión y dicen que ‘el pueblo tiene derecho a saber’; los menos talentosos hablan sobre arte y los más decentes murmuran algo sobre ganarse la vida”. 

Eso sí que es empezar bien un libro. Igual, no hay que pasar muchas páginas para que la autora se contradiga y reconozca que “en el fondo, ningún sujeto es ingenuo. Toda viuda embaucada, todo amante decepcionado, todo amigo traicionado, toda persona sobre la cual se escribe sabe en algún grado lo que le aguarda” (p.30) cuando entra en trato con periodistas. Luego Malcolm también hace algunas descripciones coloridas y, creo yo, certeras sobre lo que son capaces de hacer muchas personas para atraer la atención de los periodistas, cómo solos se clavan el alfiler que los inmoviliza en la vitrina del entomólogo.

Algo importante es que uno de los temas centrales que aborda el libro, la cuestión de cómo usamos la seducción con fines interesados en nuestra vida cotidiana, trasciende el trabajo periodístico. No es difícil encontrar en la misma situación a abogados tratando de asegurar un cliente, a médicos pugnando por obtener los beneficios que les dará la prepaga o el laboratorio si convencen a un paciente sobre determinado tratamiento o medicamento, a artistas mostrándose amables con el burócrata de turno. Es un arma que todos tratamos de usar, en miles de situaciones distintas. La diferencia quizá estriba en si el engaño que provoca la seducción es algo premeditado, ensayado. Es decir, si somos regulares beneficiarios de los alcances de nuestra simpatía o somos unos hijos de puta. Se me ocurre que esta discusión sería también un buen punto de partida para hablar de la identidad y pisar esa idea tan expandida, casi como un mal olor, de que tenemos identidades invariables, que somos siempre los mismos y hacemos permanente honor a lo que afirmamos ser o a lo que los demás piensan que somos. Demasiado para un breve comentario sobre un libro. (Sergio Carrera)




Comentarios

  1. siempre me golpeo esa relacion entre Capote y Perry el asesino/victima/mestizo/marginal de su novela.
    ¿como no analizar personajes siniestros sin cierta empatia con los mismos?
    Aun Hannah Arendt tropezo con la imagen de burocrata comun de Eichmann, nosotros podemos contemplar en impesados torturadores en viejitos que sacan a pasear el perro o los nietos a una plaza cualquiera de algo podemos hablar, aunque ,estimado, tuve ocasión de asomarme a abismos sorprendentes

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