La pelea por la soberanía perdida. Del descalabro al despegue económico por Javier Lewkowicz para Le Monde diplomatique
Desde la redemocratización hubo batallas ganadas
por sectores de poder, sumisión a los organismos internacionales; en
definitiva, hubo pérdidas de soberanía económica. Hoy el país recobra márgenes
de maniobra aunque aún se ciernen sobre la economía serias amenazas.
La
cuestión de la soberanía económica argentina giró sobre ejes muy distintos en
los años democráticos que siguieron a la última dictadura militar. Durante el
gobierno de Alfonsín se focalizó en la deuda externa, acumulada por el circuito
de endeudamiento y la fuga de capitales del proceso militar. El escenario
internacional era desfavorable por los bajísimos precios de los bienes
exportables y las altas tasas de interés, que incrementaron el costo del
endeudamiento. Eso determinó una marcada debilidad en el sector externo,
también sufrida por otros países de la región como México y Brasil. Después del
festival de la deuda a fines de los 70, faltaban dólares, y los bancos
extranjeros querían cobrar sus préstamos. Como el problema de la deuda era de
solvencia y no de liquidez, la solución no era conseguir más fondeo sino
reducir los pagos o suspenderlos, de modo que no había otro camino que
enfrentarse a la banca acreedora estadounidense.
En 1983/84 la
cuestión de la deuda externa estaba presente en las movilizaciones populares.
Ese primer año el gobierno, con Bernardo Grinspun como ministro de Economía,
ofreció resistencia a la banca. Intentó, en vano, formar un club de deudores en
la región y conseguir el apoyo de Europa. El resultado fue el apartamiento de
Grinspun del gabinete por “recomendación” del FMI. La asunción de Juan Vital
Sourrouille en 1985 implicó un cambio de postura frente al tema de la deuda, ya
que el Plan Austral planteaba hacer el “ajuste positivo”: crecer y pagar.
Pero
lamentablemente con buena voluntad no bastaba. “Los dólares disponibles no
permitían crecer. En 1987 se utilizó todo lo disponible para pagar la deuda y
ya en 1988 tuvimos que dejar de pagar los intereses porque no había con qué. El
Fondo refinanciaba las deudas a cuentagotas y no tenía la capacidad de fuego,
como tiene ahora, para hacer un rescate, porque en una situación similar
estaban Brasil y México. A cambio del fondeo, exigía más ajuste, una fórmula
que se volvió un clásico”, recuerda el economista Roberto Frenkel, quien formó
parte del equipo del Plan Austral.
La sangría de
recursos que exigía el pago de la deuda externa dejó al gobierno de rodillas
frente al FMI, al tiempo que el cinturón fiscal junto a la escasez de divisas
le impedían al debilitado Estado impulsar el crecimiento. Por eso debió dejar
la búsqueda de la expansión económica en manos de los “capitanes de la
industria”, quienes le respondieron a Alfonsín con el bolsillo y agudizaron su
sometimiento. El resultado, en una economía muy deteriorada, fue una crisis
interna casi permanente, que estalló en las dos hiperinflaciones que le
abrieron el paso a la profundización del esquema de valorización financiera en
los 90.
“En la región
primaba la desunión y la socialdemocracia europea le dio la espalda al
Gobierno. Ante el problema de la deuda quedaba la opción del enfrentamiento
individual, que el radicalismo no supo o no pudo adoptar. A su vez, los bancos
estadounidenses estaban en una situación crítica y podrían haber sufrido
quiebras ante un default argentino. En parte por eso el gobierno de Ronald
Reagan, en alianza con Europa y Japón, jugaba durísimo contra los países endeudados
de América Latina. En el frente interno, el fantasma de los militares estaba
vigente. El alfonsinismo no tenía una visión de subordinación a los poderes
globales, pero se encuentra con una situación dramática”, explicaba el
economista Ricardo Aronskind, investigador de la Universidad de General
Sarmiento (UNGS) y miembro del Plan Fénix.
El pago de la deuda externa en
los 80, herencia de la dictadura, fue una batalla perdida por el alfonsinismo
frente al sistema financiero internacional. Eso limitó enormemente sus
posibilidades de hacer política económica, de modo que afectó a la soberanía.
Si el alfonsinismo hubiera tenido menos temor al golpe de Estado y percibido
una correlación de fuerzas más favorable, podría haber defolteado la deuda
apenas inició su mandato. No lo hizo, y para finales de la década, ya se había
naturalizado la presencia constante del Fondo Monetario Internacional.
La entrega
El descalabro en el que terminó el gobierno radical facilitó la introducción del plan más conservador de la región, la convertibilidad, caracterizado por haber resignado la posibilidad de hacer política monetaria, que quedó atada a la evolución de las reservas internacionales. A medida que ésta dejó de atraer capitales privados por la creciente insostenibilidad de la paridad y el agotamiento de los activos privatizables, junto a la salida de utilidades y la enorme fuga de capitales, la necesidad de financiamiento externo del sector público se volvió acuciante y el FMI se convirtió en el amo y señor.
Otras medidas
económicas jugaron también un papel determinante en la entrega de la soberanía.
Una de ellas fue la política de privatizaciones, que no sólo implicó una venta
del patrimonio público en condiciones adversas para la Nación, sino que además
le quitó al Estado herramientas fundamentales de intervención económica y
dilapidó décadas de acumulación de conocimiento. Según Eduardo Basualdo, la
venta de YPF, los ferrocarriles, Gas del Estado, Hidronor, Somisa, Agua y
Energía, Segba, ELMA, Aerolíneas Argentinas y Entel, entre otras, redujo
sustancialmente la participación de las empresas públicas en la economía
argentina. Más de la mitad del capital percibido por esas ventas fue a través
de la capitalización de bonos de la deuda pública, como deseaban los organismos
financieros internacionales. Además, se entregó a las empresas en óptimas
condiciones, ya que el Estado asumió antes su deuda externa por 27.723 millones
de pesos/dólares. Deuda que había sido tomada en buena medida años antes por la
dictadura militar para financiar la creciente fuga de capitales.
Argentina
también desreguló en forma extrema su cuenta de capital. En parte lo hizo a
través de los 55 tratados bilaterales de inversión (TBI) firmados y puestos en
vigencia por el Congreso Nacional (1). Además, en 1993 se sancionó una nueva
Ley de Inversiones Extranjeras (Ley Nº 21.382), a favor de las multinacionales.
El esquema de TBI + Ciadi + Ley de Inversiones Extranjeras es inseparable de la
intención de proteger a las empresas que invirtieron en las privatizaciones.
Por eso la salida de la convertibilidad generó una catarata de demandas.
Actualmente Argentina es el país más demandado ante el Ciadi, con 23 casos
pendientes y otros 25 casos concluidos, la mayoría por acuerdo de partes, con
pocos laudos firmes (2). En una clasificación de 0 (economía formalmente
abierta) a 1 (economía cerrada), la calificación para China es de 0,4; la de
Brasil es de 0,10, y la de Estados Unidos es también de 0,10. Argentina figura
entre los primeros lugares, calificada con un 0,05 (3).
La extrema fragilidad de la
convertibilidad hizo que el gobierno nacional firmara con el Fondo siete
acuerdos en diez años, cuyas condicionalidades se basaban, en líneas generales,
en que el Estado debía librarse de todos los gastos a fin de concentrarse en la
deuda externa y el sistema financiero. Según Mario Rapoport, “la seguridad
social y la deuda pública fueron temas especialmente monitoreados por el Fondo,
dado el interés del sector financiero en esos sectores” (4).
Para sostener
el régimen se recurrió a la recesión planificada, de modo que la caída de
salarios y otros precios generara una mejora en la competitividad mientras se
buscaba hacer espacio fiscal para seguir pagando la deuda. De esta manera, el
FMI enfocó su presión sobre la “austeridad”. A instancias del organismo, el
Congreso sancionó en 1999 la Ley 25.152 de solvencia fiscal, en 2001 la Ley
25.453 de déficit cero, marco en el cual se aplicó la rebaja del 13% a los
jubilados. Resulta ilustrativa la carta que el 14 de febrero de 2000 Pedro Pou,
presidente del BCRA, y José Luis Machinea, ministro de Economía, le escribieron
en ese entonces al director gerente del FMI, Horst Köhler. Allí solicitaban más
financiamiento y explicaban cómo consiguieron el compromiso de préstamos
adicionales por parte del Banco Mundial (BM), el BIRF y del Estado español.
Proponían, además, iniciativas para reformar el sistema jubilatorio y para
desregular las obras sociales.
En ese
contexto surgieron iniciativas como la privatización del Banco Nación, el BCRA
y de las finanzas públicas. “Hace unos días presentamos un plan para proveer el
ingrediente preciso que se necesita: un programa por el que Argentina acepta e
incluso solicita una comisión de estabilización extranjera que conduzca el BCRA
y, a cambio del desembolso de un importante préstamo de estabilización, tome
control de la implementación del presupuesto”, proponía el MIT (5).
El menemismo y
la Alianza llevaron a cabo en el país un experimento financiado y promocionado
por los organismos internacionales. Hubo ganadores, como los grupos económicos
locales concentrados, multinacionales que ingresaron en el negocio de las
privatizaciones y parte de la banca internacional. Del otro lado quedaron
pidiendo aire los pobres, indigentes y desocupados, mientras se rifaba una
enorme porción del patrimonio nacional. Fue una derrota tan profunda que se
convirtió en una entrega democrática de la soberanía, posible en buena medida
después del desguace de la resistencia popular en manos de la última dictadura
y el descalabro económico de los 80, que ayudó a conformar un amplio consenso
interno para sostener la estabilidad de precios del “1 a 1”.
La recuperación
La profundidad de la crisis y la bancarrota del Estado obligaron a un default forzoso a fines de 2001 por la mitad de la deuda pública aproximadamente. Los primeros pasos para avanzar hacia una reestructuración los darían, en la segunda mitad de 2003, Néstor Kirchner y Roberto Lavagna. Si bien se llegó a 2005 con préstamos del Fondo y compromisos de resultado fiscal y crecimiento (Ley de Responsabilidad Fiscal de agosto de 2004), la reducción en 67.328 millones de dólares de la deuda externa y la merma en el riesgo cambiario por la emisión de títulos en pesos que se concretó en marzo de 2005 “se desarrollaron sin injerencia del FMI. Es la primera vez que esto ocurre en el sistema financiero internacional que rige desde los 70. La relevancia de esta novedad es resaltada por la magnitud récord de la deuda reestructurada y de la quita, la mayor en la historia de las reestructuraciones del período moderno de globalización”, señalan Damill, Frenkel y Rapetti (6).
El divorcio
con el FMI (después del quiebre de la relación en 2001) se completaría con el
canje de 2005 y la cancelación de la deuda a comienzos de 2006. El escenario
internacional esta vez era favorable: el organismo sufría un gran descrédito
tras la sucesión de fracasos en Asia, Rusia, Brasil y Turquía. En el ámbito
interno, la profundidad de la crisis, que incluso puso en juego el sistema
político, fue un factor fundamental en el cambio de relación con el organismo.
De esa crisis emergió el gobierno de Kirchner, quien le dio contenido propio y
profundizó la búsqueda de un mayor grado de soberanía económica.
Fuera de
escena el Fondo, el gobierno avanzó, con grandes disputas de por medio, en la
recuperación de una serie de herramientas centrales de la política económica.
Ejemplos de ello: la estatización de las AFJP, que no sólo terminó con un
negocio fabuloso de los bancos y permitió una persistente mejora en el acceso a
la jubilación y en los haberes, sino que también proporcionó un enorme poder al
Estado en materia de financiamiento en moneda local (como la Asignación
Universal o el Pro.Cre.Ar); las Licencias no Automáticas de Importación, ya
derogadas, y las Declaraciones Juradas Anticipadas de Importación, que otorgan
al Estado un relevante manejo sobre las compras externas, más allá de graves
deficiencias en su implementación; la reforma de la Carta Orgánica del BCRA,
que ofrece importantes posibilidades en materia de direccionamiento del
crédito; la estatización de YPF, que devolvió al Estado la capacidad de
intervención directa en el estratégico sector de los hidrocarburos y representa
una posibilidad para dar impulso a la industria proveedora y al sistema de
innovación nacional, y la prohibición para comprar dólares para atesorar,
aunque con errores de ejecución y de comunicación.
Los límites del modelo
Desde el año pasado, sin embargo, la disponibilidad de divisas en la economía nacional se deterioró notablemente, lo que se manifiesta en la persistente caída de las reservas internacionales del Banco Central. En ese proceso juegan un papel relevante la pérdida del autoabastecimiento energético y la falta de un salto cualitativo en el sector industrial para reducir su dependencia de los insumos importados, junto a la enorme dificultad para conseguir financiamiento externo para proyectos de infraestructura.
La carencia de
dólares limita las posibilidades de política económica y de crecimiento. En un
país que padece aún profundas inequidades, un techo bajo para el crecimiento
implica postergar avances que son fundamentales. La disputa con los fondos
buitre, por otra parte, es una amenaza que aún se cierne sobre la estabilidad
financiera argentina.
Un debate necesario
Nuestra historia muestra que las marchas y contramarchas de la soberanía implicaron disputas políticas, con ganadores y perdedores. Por eso es vital no eludir discusiones, roces y choques entre la clase dirigente, trabajadores organizados, otras organizaciones del campo popular y distintas facciones del capital. Eso permitirá comprender quiénes apuestan a un país industrial con un vigoroso mercado interno, quiénes prefieren “aprovechar” el impulso de China para abrazar la primarización y erigirse como compradores de la industria y la tecnología de terceros países, quiénes desearían que Argentina contribuyera a valorizar el capital financiero en búsqueda de rendimientos que el mercado global no ofrece, y quiénes advierten que ese circuito debilitará la soberanía nacional, con todas las implicancias que ello tiene en términos de empleo, salarios y estabilidad macroeconómica. El ocultamiento de esos contrapuntos no es neutral.
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