APUNTES SOBRE LA CLASE MEDIA




 

La felicidad y media 

de Oscar J. Camero  

 

a partir del “Poema a la clase media” de Daniel Cézare



Tres cosas lo hacían feliz: su mujer y su hogar, su trabajo y, naturalmente, él mismo como estado consiguiente de lo precedente.  Aunque, en medio de un saludable delirio de perfección, de continuo se preguntaba si el asunto no sería a la inversa, que fuesen los dos primeros aspectos efectos de su feliz complexión personal.

Lo cierto es que él mismo era su mejor carta de presentación ante el mundo y su persona, fuente consuetudinaria de satisfacciones, mucho más esplendente si se cae en la cuenta de que el mundo parecía desplomarse cada vez más, aquejado por la inconstancia y ausencia de propósitos.

Es verdad, hay que decir que aún no era un hombre descollante entre los humanos de su tiempo, seguramente por estar cumpliendo el ciclo natural del crecimiento sideral, como hay que aclarar con toda lógica.  Esto es: nacer, desarrollarse, existir… No pasa el grano a ser espiga o flor si primero no acomete una empresa de establecimiento y soporte en medio del humus del fango.

Dígase que se trataba de un perla perdida y aún camuflada en medio de la corriente rutinaria de la masa humana, pero perfecta en su especie y circunstancial aplicación mundanal, vitalizante del porvenir (si cabe expresarlo así), ubre (sí, a su modo y con el perdón de la inmodestia), ubre promisoria de una raza quizás divina.

Ya era clase media, o sea, ya sus cuentas bancarias y salud mental habían alcanzado tal nivel de evolución que parecía haber salvado el difícil abismo de la conciencia de clases, barrera esa discriminatoria de la excelencia humana.  Por supuesto, sin posibilidad de regresión alguna, lo cual no significa más que la eternidad de alguna forma, es decir, el no perder nada a pesar de perderlo todo, dada la eventualidad del caso. Vulgarmente, en términos materiales: que pobre podría quedar por quién sabe qué sátira jugada del destino, pero jamás sin su conciencia, millonario estandarte de su decantada condición humana.

¿Quién podría negar sus conquistas?  Apenas podía desplazarse en su casa por causa de tantos enseres comprados, utensilios electrónicos o mecánicos regados por doquier, en su momento pedimentos necesarios de la vida moderna y aperos consecuentes de su propio estatus.  Encarnaba su mujer la preciosa muñeca idealizada desde su profundidad hormonal y quizás más allá, desde el fondo de su masculinizada educación infantil:  una belleza manejable y sensual.  Encajada en la seda de una vida cómoda, entre pulcras paredes y amplias luces, cernida sobre sí misma, como la ególatra belleza de una flor extendida entre el cielo y la tierra, iluminada por el sol.

Y no había cartilla social ni tecnocrática que no hubiere colmado:  dos vehículos roncadores en el hangar de su hogar ─se dirá─, una añosa casa con ribetes coloniales, la emperatriz de su mujer adentro, prestigio entre los de su clase y un estratégico puesto de trabajo como posición para la conquista del universo.

Porque en su trabajo era un gerente, que es como decir jefe y propietario relativos en la escala de poder de la empresa.  Manejaba personal, decidía vidas a diario y, como obra de su preclara influencia universitaria, pronunciaba los pasos en el crecimiento monopólico de su firma.

De modo que como la luz brillaban su estampa y puesto de trabajo, pulidos tesoneramente por su amor propio, lo primero irremediablemente por ser asiento estructural de su encomiable existencia y lo segundo también por ser asiento de su vida y mayor parte del tiempo, su segundo hogar casi, suerte de campo de guerra donde fraguaba a diario coronas de olivo contra las objeciones mundanas.

Su hogar y mujer seguían luego digamos en esta escala de tiempo, que no de prioridades.  Eso se comprende.  Hasta un idiota habrá de entender que no es posible transcurrir la mayor parte del tiempo sobre aquello que más se ama, sobre el lugar adonde se pertenece, y la razón es precisamente el desmedido amor mismo:  se le atiende indirectamente, mediante el esforzado trabajo y el pulimiento personal, rindiéndole tributos como un río al mar, con cargamentos de prosperidad y ricas piedras.

Sin embargo, a pesar del razonamiento, ello era lo único que podría perturbar la perfección de sus días, puestos a buscar ripios.  Pero era apenas un detalle, un pétalo herido de cielo, que solía conjurar filosóficamente proponiéndose que tanto su empleo como su excelencia personal debieran ser una consecuencia de su dedicación al hogar y esposa, como osadamente se atrevería a pedírselo a la vida, tan generosa con él.

El día que descubrió que su mujer lo engañaba en ese poquito de tiempo que jamás pudo gerenciar en su casa ─por no hablar de dedicación─, muchas perfecciones de este mundo se derrumbaron ante sus ojos, nada razonadas ni doblegadas por sus acostumbradas armas de combate; aunque, hay que decirlo, supo mantener su compostura hasta el final, su talla de guerrero invicto y, si murió, lo hizo en medio de su preclara conciencia de clase adquirida, a la que su mujer jamás debió ni siquiera pretender aspirar.

Que no conozcamos su nombre es parte de la inmadurez de la muerte o vida al llevárselo.

Poema a la clase media 
de Daniel Cézare

Clase media
medio rica
medio culta
entre lo que cree ser y lo que es
media una distancia medio grande

Desde el medio
mira medio mal
a los negritos
a los ricos
a los sabios
a los locos
a los pobres

Si escucha a un Hitler
medio le gusta
y si habla un Che
medio también

En el medio de la nada
medio duda
como todo le atrae
(a medias)
analiza hasta la mitad
todos los hechos
y (medio confundida)
sale a la calle con media cacerola
entonces medio llega a importar
a los que mandan
(medio en las sombras)
a veces, sólo a veces, se da cuenta
(medio tarde)
que la usaron de peón
en un ajedrez que no comprende
y que nunca la convierte en Reina

Así, medio rabiosa
se lamenta
(a medias)
de ser el medio del que comen otros
a quienes no alcanza
a entender
ni medio

Blues de lo que pasa en mi escalera

Joaquín Sabina



El más capullo de mi clase (¡que elemento!)
llegó hasta el Parlamento
y, a sus cuarenta y tantos años,
un escaño
decora con su terno
azul de diputado del gobierno.
Da fe de que ha triunfado
su tripa, que ha engordado
desde el día
que un ujier le llamó su señoría
y cambió a su mujer por una arpía
de pechos operados.

Y sin dejar de ser el mismo bruto
aquel que no sabía
ni dibujar la o con un canuto.

El superclase de mi clase (¡que pardillo!)
se pudre en el banquillo
y, a sus cuarenta y cinco abriles,
matarile,
y a la cola del paro
por no haber pasado por el aro.
Vencido, calvo y tieso
se quedó en los huesos
aquel día
que pilló a su mujer en plena orgía
con el miembro del miembro (¡que ironía!)
más tonto del Congreso.

Y sin dejar de ser el mismo sabio
que, para hacer poesía,
sólo tenía que mover lo labios.

Y yo que no soy más
listo ni tonto que cualquiera,
a mis cuarenta y pocos
tacos,
ya ves tú,
igual
sigo de flaco,
igual de calavera,
igual que antes de loco
por cantar,
por cantar el blues
de lo que pasa en mi escalera.

La más maciza de mi clase (¡que cintura!)
cotiza la hermosura
y, a sus cuarenta y pico otoños,
hasta el moño
del genio del marido,
huyó con otro menos aburrido.
Tanto ha prosperado que un Jaguar ha estrenado
el mismo día
en que la divorció de la utopía
un talón con seis ceros que le había
firmado un diputado.

Y sin dejar de ser la seductora
bruja que escondía
bajo la falda una calculadora.

Y yo pobre mortal,
que no he gozado sus caderas,
a mis cuarenta y pocos
tacos,
ya ves tú,
igual
sigo de flaco,
igual de calavera,
igual que antes de loco
por cantar,
por cantar el blues
de lo que pasa en mi escalera.

Por lo demás ni más
ni menos larga que cualquiera
a mis cuarenta y pocos
tacos,
ya ves tú,
igual
sigo de flaco,
igual de calavera,
igual que antes de loco
por cantar,
por cantar el blues
de lo que pasa en mi escalera,
por cantar el twist
de las verdades verdaderas.

Por cantar... el bolero que canta mi portera.
Por cantar... una rumba gitana y canastera.
Por cantar... aquel tango el día que me quieras.
Por cantar... loco por incordiar a los horteras.
Por bailar... bajo la lluvia sobre las aceras.
Por cantar... vallenatos que amansen a las fieras.
Por cantar... hasta que salga el sol por Antequera.
Por cantar... con mi primo Rosendo a su manera
de vivir..... siempre con gente, siempre solateras.
Por cantar... el rock and roll de las gasolineras.
Por cantar... un merengue pegado a una palmera.
Por cantar... camino de la Habana una habanera.
Por cantar... un mambo con smoking y chistera.
Por tocar.... esa guitarra carabanchelera.
Por cantar... hoy en Pekín, mañana en Talavera.
Por cantar... el bugui-bugui de las carreteras.
Por cantar... allá en el rancho grande una ranchera.
Por cantar... como si el almanaque no existiera.
Por seguir... dando el cante hasta el día que me muera.
Por cantar... un calipso contra la ley Corcuera.
Por cantar... si pones otra ronda, tabernera.
Por cantar... en la calle, en el curro, en la bañera.
Por cantar... menos un bakalao lo que quieras.
Por silbar... al paso de una guapa peluquera...






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