Cuando el arte explica....EL ESPEJO QUE HUYE de GIOVANNI PAPINI... Sobre las inútiles fugas hacia el futuro y el progreso
Una imposible
mañana de invierno, en una estación muy conocida, un hombre que no conozco -de
sobretodo, con dos violetas en el ojal- quería demostrarme que los hombres son
felices, que la vida es grande, que el mundo es hermoso. Yo lo escuchaba con
interés, sacudiendo a cada momento la ceniza de mi cigarrillo que el viento
consumía sin que nunca lo llevara a la boca. Lo escuchaba sonriendo y el hombre
que no conozco se acaloraba cada vez más y del humour pasaba al
sentimiento, al entusiasmo y al delirio. La fuga de sus palabras rápidas,
fluyentes, firmes, como si hubieran sido fundidas en ese instante, acuñadas de
nuevo en algún sitio hacía poco tiempo, me llenaba de una ebriedad muy similar
a la que provoca la champaña. Algo picante y saltarín, un deseo de abrazar y de
llorar, de danzar, de reír de improviso...
En cierto momento
su voz me dijo:
-Medite, señor,
medite en la grandeza del progreso que se desarrolla bajo nuestros ojos; en el
progreso que lleva a los hombres desde el pasado hasta el futuro, desde lo que
ya no es más hasta lo que todavía no es, de lo que se recuerda a lo que se
espera. Los salvajes no prevén el futuro, no piensan en el porvenir; no prevén
ni proveen. Pero nosotros, hombres civilizados, hombres nuevos, vivimos para el
futuro y a merced del futuro. Nuestra vida entera se tiende hacia lo que debe
venir, está construida en previsión de lo que ocurrirá. Nuestros hombres
consagran el presente al mañana (siempre, porque todo presente pasa al mañana
que pasará), respetuosa y valerosamente.
“Este enorme
progreso del espíritu profético es lo que hace desvanecer los peligros, lo que
pone en nuestras manos las fuerzas, lo que hace descubrir nuevas posibilidades,
lo que nos vuelve dueños de la tierra, del mar y del cielo y de una cosa que
vale más que todo eso, oh señor: ¡de nosotros mismos!”
Pero en ese momento
un tren expreso llegó a la estación. Su estruendo solemne en el cruce de las
vías, su breve silbato, decidido, irritado, interrumpieron el discurso del
Hombre que no conozco. Cuando el tren se calmó y no se oyeron más que sordos
bufidos de la locomotora y los viajeros escaparon, el Hombre quiso todavía
continuar pero yo me anticipé:
-Señor Hombre -le
dije-, este tren que acaba de llegar, ¿no le ha sugerido nada que se relacione
con nuestra circunstancia? ¿No ha entendido su respuesta? ¿Quiere que se la
repita yo, humilde traductor, ya que puedo traducir el idioma de los trenes y
de muchas otras cosas? Hasta hace pocos minutos este tren corría a una
velocidad media de ochenta kilómetros por hora, pequeño mundo apiñado e
iluminado a través del campo solitario y neblinoso. Y he aquí que de pronto se
detiene y los habitantes de esta pequeña ciudad en fuga han desaparecido y el
maquinista se seca la frente con aire poco satisfecho. Las ruedas se han
detenido perezosamente sobre los rieles y los vagones vacíos y oscuros añoran
las charlas de los pasajeros y las valijas multicolores. Así termina una fuga
cuando se viaja sobre rieles. Pero dejemos el tren y volvamos a los hombres. En
este momento se me ocurre algo absurdo y se lo digo a usted, señor Hombre, y lo
digo porque no hay aquí multitudes que puedan escucharme. Si estuvieran aquí
todos los que yo deseo, les diría:
“Imaginen, humanos,
una cosa imposible, absurda, loca, increíble y espantosa. Imaginen que todo el
mundo se detuviese de improviso, en un instante dado, y que todas las cosas
permanecieran en el sitio en que estaban y que todos los hombres se volvieran
inmóviles, como estatuas, en la actitud en que estaban en ese instante, en la
acción que se hallaban ejecutando... Si esto ocurriera y si a pesar de todo
ello continuara todavía funcionando en los hombres el pensamiento, y pudieran
recordar y juzgar lo que hicieron y lo que estaban haciendo, y pudieran
examinar todo lo que realizaron desde su nacimiento y meditar en lo que
deseaban realizar antes de morir, ¡imagínense cuánta desesperación ardería bajo
el trágico silencio de ese mundo detenido de improviso!
“No sé si tendrán
el valor de escuchar lo horrible que sería. Esfuércense por unos instantes en
ver a todos estos hombres inmovilizados mientras se hallaban dedicados a su tarea,
anhelantes detrás de sus sueños, instigados por sus sucias pasiones, rudamente
empujados por sus deseos. Véanlos esparcidos por el mundo, como suspendidos por
una catástrofe que los trasmutara en fantoches pensantes, en estatuas
desesperadas. Véanlos en las más repugnantes posiciones y en las más ridículas,
en las más cansadoras y en las más estúpidas. He aquí al hombre sorprendido en
medio de un pesado sueño con la boca semiabierta como un cadáver borracho; al
hombre en el acto amoroso, extendido como una bestia jadeante sobre la mujer de
párpados cerrados; al hombre que robaba en las tinieblas con falsa mirada y la
lámpara que nunca más se apagará; al juez vestido de negro que dispensa el
infierno y la sangre desde su alto sitial; al miserable que se arrastra por el
fango de la ciudad buscando un hueso y una moneda; a la mujer que sonríe
lascivamente con su rostro empolvado, en postura insinuante; al mercader de
manos huesudas que gesticula para lograr diez centavos más; al campesino
afanado con la aguijada en la mano tendida hacia los inmóviles bueyes; al
elegante orador detenido en medio de una sonrisa y de un cumplido; al soldado
que se hallaba con la bayoneta calada ante una puerta cerrada, y al homicida
que preparaba sus venenos en una buhardilla, y al obrero soñoliento curvado
sobre las enormes máquinas grasientas, inmóviles y siniestras, y al científico
que no puede separar el ojo cansado del microscopio donde han interrumpido su
danza los monstruos invisibles... “Imaginen ahora, si sus ánimos resisten,
pensamientos de todos estos hombres condenados en un mismo instante ante la
conciencia de su muerte. ¿Creen ustedes que habrá un solo hombre -uno solo,
¿entienden?-, uno solo que esté contento y satisfecho de ese momento en que el
destino lo ha vuelto inmóvil? ¿Creen que para uno solo de estos hombres sería
ése el momento de Fausto, el momento hermoso que querríamos detener, fijar y
conservar para la eternidad? ¡Ustedes no creen realmente esto, no pueden
creerlo!
“El señor Hombre
-usted, aquí presente, delante de mí- ha dicho una gran y tremenda verdad. Los
hombres piensan en el futuro, viven para el futuro, consagran perpetuamente sus
días actuales a los mañanas venideros. Todo hombre no vive más que para aquello
que prevé, aguarda y espera. Toda su vida está hecha de manera que cada
instante tiene valor para él solamente en cuanto él sabe que ese instante
prepara un instante sucesivo, cada hora una hora que vendrá, cada día un día
que seguirá. Toda su vida está hecha de sueños, de ideales, de proyectos, de
expectativas; todo su presente está hecho de pensamientos en torno a su futuro.
Todo lo que es, lo que está presente, nos parece oscuro, mezquino,
insuficiente, inferior, y nosotros nos consolamos solamente pensando que todo
este presente no es sino un prólogo, un largo y aburrido prólogo, a la hermosa
novela del porvenir. Todos los hombres, lo sepan o no, viven gracias a esta fe.
Si de pronto se les dijese que dentro de una hora todos morirán, todo lo que
hacen y lo que hicieron no tendría para ellos ningún placer ni sabor ni valor
algunos. Sin el espejo del futuro la realidad actual parecería torpe, sucia,
insignificante. Sin el mañana que permite esperar los desquites, las victorias,
las ascensiones, las promociones y los aumentos, las conquistas y los olvidos,
los hombres no consentirían más en seguir viviendo. Sin el lejano perfume del
mañana no querrían comer el negro pan del hoy.
“Piensen, pues, en
estos hombres detenidos de pronto, que no pueden actuar más pero que todavía
piensan. Imaginen a estos hombres prisioneros de un eterno hoy, sin la
liberación de la conciencia. ¿Qué pensarán estos hombres? ¡Qué dolor atroz debe
roer sus vísceras y amputar sus nervios! Inmóviles en sus posiciones
vergonzosas y delictivas, tristes e idiotas, sin posibilidades de esperanza,
sin luz de sueños, sin dulzura de proyectos, con las alas tronchadas, las
piernas atadas, las manos encadenadas, como una enorme multitud de prisioneros
al estilo de Miguel Ángel, reducidos a las ataduras de sus vidas mezquinas,
melancólicas, repugnantes; ataduras de esa vida que soportaban solamente con la
esperanza y la expectativa de vidas más bellas y más grandes: ellos, esos
condenados a la perpetua inacción, reconocerán con infinita rabia la absurda
estupidez de su vida anterior. Pensarán que todo el presente era
sacrificado por ellos en pos de un futuro, que a su vez se volvería presente y
sería sacrificado a su vez por otro futuro y así hasta el último presente,
hasta la muerte. Todo el valor del hoy estaba en el mañana y el mañana valía
solamente por otro mañana y así llegaba el último hoy, el hoy definitivo, y así
la vida entera había transcurrido para preparar de día en día, de hora en hora,
de momento en momento lo que no llega nunca. Y ellos descubrirán esta tremenda
cosa: que el futuro no existe como futuro, que el futuro no es más que una
creación y una parte del presente, y que soportar la vida inquieta, la vida
triste, la vida doliente por este futuro que de día en día huye y se aleja es
la más dolorosa necedad de esta estúpida vida.
“Humanos, nosotros
perdemos la vida por la muerte; consumimos lo real por lo imaginario, valoramos
los días sólo porque nos conducen a días que no tendrán otro valor que el de
traernos otros días idénticos a ellos... ¡Humanos: toda la vida es un fraude
atroz que ustedes mismos traman para el daño propio, y solamente los demonios
pueden reír fríamente de la carrera de ustedes hacia el espejo que huye!”
Un nuevo expreso,
pitando y tronando, entró en la estación, y una vez más los viajeros huyeron y
el maquinista se enjugó la frente con aire poco satisfecho. El Hombre que no
conozco estaba siempre ante mí -de sobretodo, con dos violetas en el ojal-,
aunque lo hubiese olvidado del todo.
-He aquí -le dije-
mis ideas sobre el progreso, sobre el porvenir y sobre la vida. Ciertamente,
usted no está de acuerdo conmigo pero yo estoy de acuerdo con alguien; por
ejemplo, con la niebla que a menudo intenta cubrir el mundo y esconder el
hombre al hombre, la miseria al desprecio, la fealdad a la melancolía. Y yo amo
muchísimo, señor Hombre, los trenes que se detienen tras las inútiles fugas y
la niebla que vela lo que no se puede destruir.
El hombre que no
conozco se había vuelto nervioso y todo su entusiasmo había desaparecido como
un hilo de humo. En vez de responder, se quitó del ojal una de sus violetas y
me la ofreció. Yo la tomé con una inclinación, la acerqué a la nariz y su leve
perfume me gustó.
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