La
duodécima guerra mundial, como todo el mundo sabe, trajo el hundimiento de la
civilización. Pueblos, ciudades y capitales desaparecieron de la faz de la
tierra. Hombres, mujeres y niños quedaron situados debajo de las especies más
ínfimas. Libros, pinturas y música desaparecieron, y las personas sólo sabían
sentarse, inactivos, en círculos. Pasaron años y más años. Los chicos y las
chicas crecieron mirándose estúpidamente extrañados: el amor había huido de la
tierra. Un día, una chica que no había visto nunca una flor, se encontró con la
última flor que nacía en este mundo. Y corrió a decir a las gentes que se moría
la última flor. Sólo un chico le hizo caso, un chico al que encontró por
casualidad. El chico y la chica se encargaron,
los dos, de cuidar la flor. Y la flor comenzó a revivir. Un día una abeja vino
a visitar a la flor. Después vino un colibrí. Pronto fueron dos flores; después
cuatro… y después muchas, muchas. Los bosques y selvas reverdecieron. Y la
chica comenzó a preocuparse de su figura y el chico descubrió que le gustaba
acariciarla. El amor había vuelto al mundo. Sus hijos fueron creciendo sanos y
fuertes y aprendieron a reír y a correr. Poniendo piedra sobre piedra, el chico
descubrió que podrían hacer un refugio. Muy deprisa toda la gente se puso a
hacer casas. Pueblos, ciudades y capitales surgieron en la tierra. De nuevo los
cantos volvieron a extenderse por todo el mundo. Se volvieron a ver trovadores
y juglares, sastres y zapateros, pintores y poetas, soldados, lugartenientes y
capitanes, generales, mariscales y libertadores. La gente escogía vivir aquí o
allí. Pero entonces, los que vivían en los valles se lamentaban por no haber
elegido las montañas. Y a los que habían escogido las montañas, les apenaba no
vivir en los valles… Invocando a Dios, los libertadores enardecían ese
descontento. Y enseguida el mundo estuvo nuevamente en guerra. Esta vez la
destrucción fue tan completa que nada sobrevivió en el mundo. Sólo quedó un
hombre… una mujer… y una flor.
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