La
cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo disimular esta carencia con la
lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente,
ante una mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel anunciador. La
dama beneficiada por ese rasgo involuntario lo agradeció con palabras tan
efusivas, que atrajeron la atención de dos o tres pasajeros. Poco después se
desocupó el asiento inmediato, y al ofrecérmelo con leve y significativo
ademán, el ángel tuvo un hermoso gesto de alivio. Me senté allí con la
esperanza de que viajaríamos sin desazón alguna. Pero ese día me estaba
destinado, misteriosamente. Subió al autobús otra mujer, sin alas aparentes.
Una buena ocasión se presentaba para poner las cosas en su sitio; pero no fue
aprovechada por mí. Naturalmente, yo podía permanecer sentado, destruyendo así
el germen de una falsa reputación. Sin embargo, débil y sintiéndome ya
comprometido con mi compañera, me apresuré a levantarme, ofreciendo con reverencia
el asiento a la recién llegada. Tal parece que nadie le había hecho en toda su
vida un homenaje parecido: llevó las cosas al extremo con sus turbadas palabras
de reconocimiento. Esta vez no fueron ya dos ni tres las personas que aprobaron
sonrientes mi cortesía. Por lo menos la mitad del pasaje puso los ojos en mí,
como diciendo: "He aquí un caballero". Tuve la idea de abandonar el
vehículo, pero la deseché inmediatamente, sometiéndome con honradez a la
situación, alimentando la esperanza de que las cosas se detuvieran allí. Dos
calles adelante bajó un pasajero. Desde el otro extremo del autobús, una señora
me designó para ocupar el asiento vacío. Lo hizo sólo con una mirada, pero tan
imperiosa, que detuvo el ademán de un individuo que se me adelantaba; y tan
suave, que yo atravesé el camino con paso vacilante para ocupar en aquel
asiento un sitio de honor. Algunos viajeros masculinos que iban de pie
sonrieron con desprecio. Yo adiviné su envidia, sus celos, su resentimiento, y
me sentí un poco angustiado. Las señoras, en cambio, parecían protegerme con su
efusiva aprobación silenciosa. Una nueva prueba, mucho más importante que las
anteriores, me aguardaba en la esquina siguiente: subió al camión una señora
con dos niños pequeños. Un angelito en brazos y otro que apenas caminaba.
Obedeciendo la orden unánime, me levanté inmediatamente y fui al encuentro de
aquel grupo conmovedor. La señora venía complicada con dos o tres paquetes;
tuvo que correr media cuadra por lo menos, y no lograba abrir su gran bolso de
mano. La ayudé eficazmente en todo lo posible; la desembaracé de nenes y
envoltorios, gestioné con el chofer la exención de pago para los niños, y la
señora quedó instalada finalmente en mi asiento, que la custodia femenina había
conservado libre de intrusos. Guardé la manita del niño mayor entre las mías.
Mis compromisos para con el pasaje habían aumentado de manera decisiva. Todos
esperaban de mí cualquier cosa. Yo personificaba en aquellos momentos los
ideales femeninos de caballerosidad y de protección a los débiles. La
responsabilidad oprimía mi cuerpo como una coraza agobiante, y yo echaba de
menos una buena tizona en el costado. Porque no dejaban de ocurrírseme cosas
graves. Por ejemplo, si un pasajero se propasaba con alguna dama, cosa nada rara
en los autobuses, yo debía amonestar al agresor y aun entrar en combate con él.
En todo caso, las señoras parecían completamente seguras de mis reacciones de
Bayardo. Me sentí al borde del drama. En esto llegamos a la esquina en que
debía bajarme. Divisé mi casa como una tierra prometida. Pero no descendí
incapaz de moverme, la arrancada del autobús me dio una idea de lo que debe ser
una aventura trasatlántica. Pude recobrarme rápidamente; yo no podía desertar
así como así, defraudando a las que en mí habían depositado su seguridad,
confiándome un puesto de mando. Además, debo confesar que me sentí cohibido
ante la idea de que mi descenso pusiera en libertad impulsos hasta entonces
contenidos. Si por un lado yo tenía asegurada la mayoría femenina, no estaba
muy tranquilo acerca de mi reputación entre los hombres. Al bajarme, bien
podría estallar a mis espaldas la ovación o la rechifla. Y no quise correr tal
riesgo. ¿Y si aprovechando mi ausencia un resentido daba rienda suelta a su
bajeza? Decidí quedarme y bajar el último, en la Terminal, hasta que todos
estuvieran a salvo. Las señoras fueron bajando una a una en sus esquinas
respectivas, con toda felicidad. El chofer ¡santo Dios! acercaba el vehículo
junto a la acera, lo detenía completamente y esperaba a que las damas pusieran
sus dos pies en tierra firme. En el último momento, vi en cada rostro un gesto
de simpatía, algo así como el esbozo de una despedida cariñosa. La señora de
los niños bajó finalmente, auxiliada por mí, no sin regalarme un par de besos infantiles
que todavía gravitan en mi corazón, como un remordimiento. Descendí en una
esquina desolada, casi montaraz, sin pompa ni ceremonia. En mi espíritu había
grandes reservas de heroísmo sin empleo, mientras el autobús se alejaba vacío
de aquella asamblea dispersa y fortuita que consagró mi reputación de
caballero.
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