RADICALES: No les pido que sean buenos ni inteligentes, no les pido que sean honestos ni eficientes, jamás les pediría lo que no pueden dar...sólo les pido que lean y honren a los suyos




“Convocatoria para una convergencia democrática”  
Raúl Alfonsín  
1 de diciembre de 1985


Cambio en la mentalidad colectiva

El esfuerzo por crear bases estables para la convivencia democrática en la Argentina debe pasar necesariamente por una reforma cultural que remueva el cúmulo de deformaciones asentadas en la mentalidad colectiva del país como herencia de un pasado signado por la disgregación. El autoritarismo, la intolerancia, la violencia, el maniqueísmo, la compartimentación de la sociedad, la concepción del orden como imposición y del conflicto como perturbación antinatural del orden, la indisponibilidad para el diálogo, la negociación, el acuerdo o el compromiso, son maneras de ser y de pensar que han echado raíces a lo largo de las generaciones en nuestra historia. Toda nación es el resultado de un proceso histórico integrador de grupos inicialmente desarticulados. Detrás de cada unidad nacional hay un gran proyecto capaz de asociar en la construcción de un futuro común a fuerzas étnica, religiosa, cultural, lingüística o socialmente diferenciadas entre sí. Uno de los rasgos distintivos de la Argentina ha sido nuestro fracaso en delinear con éxito una empresa nacional de esta naturaleza. Otros países conocieron en el pasado terribles luchas internas, pero supieron disolver sus antagonismos en unidades nacionales integradas, cuyos componentes se reconocen como parte del conjunto en un universo de principios, normas, fines y valores comunes. Esta integración, aunque intentada varias veces, nunca alcanzó a prosperar en la Argentina, que mantuvo como una constante a lo largo de todo su itinerario histórico la división maniquea de su propia sociedad en universos político-culturales inconexos e inconciliables. Nuestra historia no es la de un proceso unificador, sino la de una dicotomía cristalizada que se fue manteniendo básicamente igual a sí misma bajo sucesivas variaciones de denominación, consistencia social e ideología. Ahí están, como expresiones de esta división los enfrentamientos entre unitarios y federales, entre la causa Yrigoyenista y el régimen, entre el conservadorismo restaurado en 1930 y el radicalismo proscripto, entre el peronismo y el antiperonismo. Bajo signos cambiantes, el país permanecía invariablemente dividido en compartimentos estancos, que en mayor o menor medida se concebían a sí mismos como encarnaciones del todo nacional, con exclusión de los demás. La Argentina no era una gran patria común sino una conflictiva yuxtaposición de una patria y una anti-patria; una nación y una anti-nación. Como unidad política y territorial, la nación se asentaba en el precario dominio de un grupo sobre los demás y no en una deseada articulación de todos en un sistema de convivencia. Con el desarrollo económico, el país fue creciendo en complejidad, generando en su sociedad una progresiva diferenciación interna entre grupos políticos, corporativos y sectoriales, todos los cuales incorporaron aquella vieja mentalidad. La Argentina ingresa a la segunda mitad del siglo XX con partidos compartimentados. Organizaciones sindicales compartimentadas, asociaciones empresarias compartimentadas, fuerzas armadas compartimentadas, unidades culturalmente dispersas que sólo ocasionalmente se asociaban en parcialidades mayores también excluyentes entre sí, pero nunca en esquemas de convivencia global. En estos procesos de asociación, lo que se unía nunca era el país sino un conglomerado interno que sólo lograba afirmar su propia unidad en la visualización del resto del país como enemigo. Este esquema tuvo sus inevitables derivaciones en la mentalidad colectiva de los argentinos. De él emanaron.


- El autoritarismo como forma natural de relación entre grupos que no concebían otro modo de coexistir que el de la imposición de unos sobre otros.


- La violencia como forma natural de interacción entre grupos que no reconocían la existencia de espacios normativos, axiológicos o de finalidades comunes.


- La intolerancia como producto de una percepción también compartimentada de los valores.


Cada grupo vivía bajo una constelación de valores percibida como una exclusividad propia e irreconocible en los demás.


- La ineptitud para la negociación, el acuerdo, el compromiso. En una sociedad maniquea, cada grupo asigna un carácter absoluto a sus propios objetivos y no puede considerar satisfactorio para sí un destino plasmado en la concesión, la conciliación negociada de los propios intereses con los de los otros grupos. La Argentina ha sido siempre un país donde la intransigencia, más allá de la necesaria para preservar principios, era considerada una virtud; donde la expresión "no transar" se multiplicó en lemas de los más variados signos y donde negociar era considerado una traición o una claudicación indecorosa.


- La concepción del orden como imposición y del conflicto como desorden. En una sociedad culturalmente desarticulada, que no reconoce la existencia de espacios normativos comunes entre sus grupos componentes, el orden sólo resulta concebible como producto de una acción coercitiva - y por lo tanto básicamente represiva - del grupo dominante. A la luz de esta concepción, las situaciones de conflicto son vistas como una quiebra antinatural del orden, como algo que debe ser suprimido.
De más está decir que todas estas propensiones y actitudes componen cabalmente el cuadro de una mentalidad colectiva poco receptiva para la democracia. De ahí también que la precedente debilidad de la democracia en la Argentina, y la precariedad y la fugacidad de los esfuerzos desplegados hasta ahora por consolidarla, radicaron menos en sus instituciones que en nuestro modo subjetivo de asumirlas. Puede decirse que todos los intentos de revivir la democracia habidos hasta ahora en el último medio siglo han fracasado, en gran medida, porque se encaraba la tarea simplemente como un modo de manipular situaciones objetivas, desatendiendo la mentalidad, la interioridad cultural de la gente. Se daba por sentado que las expectativas naturales de todos o la inmensa mayoría de los argentinos eran democráticas y que si resultaban frustradas por el devenir histórico concreto del país, era porque factores invariablemente exteriores a la mentalidad popular imponían por la fuerza soluciones antidemocráticas. Luchar por la democracia era siempre luchar contra otros. El enemigo estaba afuera y nunca dentro de nosotros. En diciembre de 1983 se inicia por primera vez un esfuerzo de democratización basado en la conciencia de que la clave de los pasados regímenes autoritarios residía menos en la fuerza intrínseca de los mismos que en las posibilidades que tenían de asentarse sobre una cultura política disponible para aceptarlos.


Para nosotros, defender y consolidar la democracia significa luchar no sólo contra fuerzas antidemocráticas objetivas, sino también contra las deformaciones culturales generadoras de aquella difundida disponibilidad subjetiva que les ha servido siempre de base de sustentación. En esta labor de democratización subjetiva, desempeñan un papel de enorme importancia los educadores, los periodistas, los dirigentes de las organizaciones sociales representativas y los responsables de todos los medios de comunicación masivos.

(N de la R:  Hasta entonces Raúl Alfonsín creía que los medios y los periodistas formaban parte de la democracia)



Comentarios