Hace pocos días se nos murió el poeta colombiano ÁLVARO MUTIS. Sobre el asunto acertó JUAN GELMAN cuando afirmó: "YO LE PIDO A LA PARCA QUE EMPIECE A OCUPARSE DE LOS CRÍTICOS, Y DEJE TRANQUILOS A LOS POETAS, POR LO MENOS POR UN TIEMPO..."



Recordando a Álvaro Mutis

El otro argumento contra la muerte es el placer. Argumento que es también antídoto, exorcismo. El Gaviero llega a almacenar esta sabiduría: "La carne borra las heridas, lava toda huella del pasado, pero nada puede contra la remembranza del placer y la memoria de los cuerpos a los cuales se uniera antaño".
Antes había escrito: "Que te acoja la muerte / con todos tus sueños intactos", ¿y qué mejor sueño intacto que aquel que contiene y preserva la plenitud del placer?
Álvaro Mutis posee un excepcional dominio del lenguaje. Tiene razón Fernando Charry Lara cuando afirma que es reconocible en Mutis "un goce nunca disimulado por dar a la poesía un rostro alegremente desdeñoso de lo consabido poético" y también que "en sus poemas se reconoce un trabajo secreto por descubrir la esencial función delatora del lenguaje".
José Miguel Oviedo, crítico sagaz de la obra de Mutis, ha escrito: "Todo -sonidos, colores, olores: esa sensualidad oprobiosa del trópico- está aquí para apagarse, para volverse ceniza ( ... ). La poesía es, antes que nada, una desgracia, una admisión de derrota; la poesía se hunde junto con las cosas que celebra". Es cierto. El mundo de Mutis tiene esa particularidad. Sin embargo, la poesía de este gaviero colombiano incluye la pertinente refutación, al menos cuando toma "el mito perdido, irrescatable, estéril", y lo encuentra, lo rescata, lo fecunda. Tengo la impresión de que la poesía de Alvaro Mutis sobrevivirá largamente a las perecibles cosas que celebra.

José María Lasalle afirmó: Hace apenas dos meses crucé mis últimas palabras con Álvaro Mutis. Fue telefónicamente y sonaron desde el principio a despedida. Un viaje a México me llevó a quererlo ver como otras veces, pero esta vez me pidió que no me acercara a su casa. Estaba muy cansado después de un accidente doméstico del que no acababa de recuperarse. Carme, su mujer, ya me había advertido de que todo iba lento. Demasiado lento. Cuando escuché su voz comprendí que no habría probablemente más oportunidades de disfrutar de su conversación de criollo virreinal. Aquel hilo de voz no podía esconder que la edad pesaba sobre los hombros de Mutis con las alas de la eternidad. Se le notaba apagado, sin ganas de desplegar aquel aliento infatigable con el que disfrutaba bromeando con sus oyentes. “Seguro, nos veremos pronto”, me dijo con ese saber estar colombiano que ponía en cuanto hacía y decía. Y entonces, mientras la luz del atardecer del D. F. se adueñaba de las cosas con un colorido estremecedor, los dos supimos que no habría otra vez. Y así fue.
Hoy, al evocar su figura solo puedo decir que Álvaro Mutis fue un seductor de la palabra. Uno de esos caballeros del pasado, que todavía creían posible los milagros de la belleza intemporal que es capaz de plasmar la literatura cuando se afronta con vocación de trascendencia. Su voz como poeta y su talento como novelista le valieron premios acá y allá de nuestro Atlántico hispano. Unos y otros certificaron lo que se palpaba con la experiencia mágica de leerlo: que era grande, muy grande. De hecho, sus novelas son una reflexión sobre la inevitabilidad de la decadencia. De cómo abordarla con la elegancia de la épica aventurera, también en el corazón de los trópicos. Precisamente, una de las cosas que más le agradeceré como lector es haberme devuelto la dicha de asomarme a ella gracias a ese personaje que bautizó como Maqroll el gaviero. Y no solo porque resuenen a su paso las pisadas literarias de Conrad, Melville, Stevenson, Mac Orlan o Mohrt, sino porque en su alma late el aliento de ese Mediterráneo milenario en el que se entrecruza la sabiduría de quienes miran la línea del horizonte sin la ansiedad de rendir cuentas al presente.
Reaccionario entrañable para el que el mundo dejó de tener interés tras la caída de Constantinopla o la degollina de Luis XVI y María Antonieta, su habilidad literaria descansaba en su apasionada vocación de heterodoxia compulsiva. Una heterodoxia provocadora que nunca dejaba de sonreír ante el espectáculo de las ideologías y de lo políticamente correcto, criaturas a sus ojos de una Modernidad suicida que no le interesaba lo más mínimo. Quizá porque era de otra estirpe. La de aquellos que, como su amigo Nicolás Sánchez Dávila, no dudaban en afirmar que: “El progreso es el azote que nos escogió Dios”. Lo dicho: un fascinante provocador. Lo echaremos de menos.


Juan Gelman escribió sobre Mutis: Es uno de los grandes de la literatura en castellano. Su obra poética es admirable y su prosa tiene un brillo pocas veces encontrado. Aunque no fuimos amigos sino conocidos, su muerte para mí es realmente un golpazo. Estoy muy dolido. Él era como un hijo escéptico, resignado; y en un poema dice: “Que te coja la muerte / con todos tus sueños intactos”, y yo creo que así fue en su caso. Era un hombre de mucho humor y vitalidad. Hay un dato, quizás no muy conocido, que fue periodista y que puso la voz a Eliot Ness en la serie de televisión Los intocables. En México la parca se ha llevado a grandes poetas en los últimos tiempos, como Alí Chumacero, Víctor Sandoval, Rubén Bonifaz Nuño y ahora a Álvaro Mutis. Yo le pido a la parca que empiece a ocuparse de los críticos y dejé tranquilos a los poetas, al menos por un tiempo. Hay que leer a Mutis porque su literatura es muy refrescante, Maqroll el Gaviero es alguien que sí te hace navegar interiormente.

Fuente: Diario El País
 
Exilio
Álvaro Mutis

Voz del exilio, voz de pozo cegado,
voz huérfana, gran voz que se levanta
como hierba furiosa o pezuña de bestia,
voz sorda del exilio,
hoy ha brotado como una espesa sangre
reclamando mansamente su lugar
en algún sitio del mundo.
Hoy ha llamado en mí
el griterío de las aves que pasan en verde algarabía
sobre los cafetales, sobre las ceremoniosas hojas del banano,
sobre las heladas espumas que bajan de los páramos,
golpeando y sonando
y arrastrando consigo la pulpa del café
y las densas flores de los cámbulos.

Hoy, algo se ha detenido dentro de mí,
un espeso remanso hace girar,
de pronto, lenta, dulcemente,
rescatados en la superficie agitada de sus aguas,
ciertos días, ciertas horas del pasado,
a los que se aferra furiosamente
la materia más secreta y eficaz de mi vida.
Flotan ahora como troncos de tierno balso,
en serena evidencia de fieles testigos
y a ellos me acojo en este largo presente de exilado.
En el café, en casa de amigos, tornan con dolor desteñido
Teruel, Jarama, Madrid, Irún, Somosierra, Valencia
y luego Perpignan, Arreglen, Dakar, Marsella.
A su rabia me uno, a su miseria
y olvido así quién soy, de dónde vengo,
hasta cuando una noche
comienza el golpeteo de la lluvia
y corre el agua por las calles en silencio
y un olor húmedo y cierto
me regresa a las grandes noches del Tolima
en donde un vasto desorden de aguas
grita hasta el alba su vocerío vegetal;
su destronado poder, entre las ramas del sombrío,
chorrea aún en la mañana
acallando el borboteo espeso de la miel
en los pulidos calderos de cobre.

Y es entonces cuando peso mi exilio
y miro la irrescatable soledad de lo perdido
por lo que de anticipada muerte me corresponde
en cada hora, en cada día de ausencia
que lleno con asuntos y con seres
cuya extranjera condición me empuja
hacia la cal definitiva
de un sueño que roerá sus propias vestiduras,
hechas de una corteza de materias
desterradas por los años y el olvido.




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