Durante miles de años los fuegos se
prendieron mediante la fricción, la cual exigía un considerable esfuerzo. A
partir del descubrimiento del fósforo, en 1669, los químicos y alquimistas
comenzaron a buscar productos más activos, materiales que ante mínimo estímulo
pudiesen encender.
¿Por qué no, entonces, revestir sencillamente
el extremo de una astilla de madera con algún producto apropiado, que al mismo
tiempo pudiera arder y hacer arder la madera? Se dispondría así de un pequeño
fuego que duraría lo suficiente para prender otro mayor y de superior duración.
De este modo nació la cerilla (de cera, sustancia con la que se revestía un
papel enrollado que sustituía la astilla).
Estas cerillas químicas empezaron a
producirse en los primeros años del siglo XIX, pero tardaban mucho en arder,
estaban sucias o prendían con peligrosa facilidad. En 1831 el químico francés
Charles Sauría produjo la primera cerilla práctica de fricción. Esta cerilla
contenía fósforo diluido con otras materias, de tal manera que las cerillas no
arderían hasta que se las frotara sobre una superficie áspera. La moderada
cantidad de calor inducida por la fricción bastaría para hacer brotar la llama.
Estas cerillas producían fuego con rapidez y no daban sorpresas desagradables.
Tampoco se deterioraban durante su almacenamiento. Su uso se extendió rápidamente.
Presentaban sin embargo un inconveniente: el fósforo empleado en la fabricación
era muy venenoso y las personas dedicadas a ella acumulaban esas sustancia en
el cuerpo, lo que causaba degeneración de los huesos y les ocasionaba una
muerte lenta y dolorosa. Aún se precisaron unos setenta años para que este
defecto fuera corregido...
Fuente: Isaac Asimov
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