Lo
que me propongo considerar en este capítulo no son los grandes intereses en
torno a los cuales se construye la vida de un hombre, sino esos intereses
menores con que ocupa su tiempo libre y que le relajan de las tensiones de sus
preocupaciones más serias. En la vida del hombre corriente, los temas que
ocupan la mayor parte de sus pensamientos ansiosos y serios son su esposa y sus
hijos, su trabajo y su situación económica. Aunque tenga aventuras amorosas
extramatrimoniales, probablemente no le importan tanto como sus posibles
efectos sobre su vida familiar. Los intereses que guardan relación con el
trabajo no los consideraré por ahora como intereses no personales. Un hombre de
ciencia, por ejemplo, tiene que mantenerse al corriente de las investigaciones
que se hacen en su campo. Sus sentimientos hacia estas investigaciones poseen
el calor y la intensidad propios de algo íntimamente relacionado con su
carrera; pero si lee sobre investigaciones en otra ciencia que no tenga
relación con su especialidad, lo leerá con una actitud totalmente distinta, no
profesional, con menos espíritu crítico, más desinteresadamente. Aunque tenga
que usar el cerebro para seguir lo que se dice, esta lectura le sirve de
relajación, porque no está relacionada con sus responsabilidades. Si el libro
le interesa, su interés es impersonal, en un sentido que no se puede aplicar a
los libros que tratan de su especialidad. De estos intereses que se salen de
las actividades principales de la vida es de lo que quiero hablar en el
presente capítulo.
Una de las fuentes de infelicidad, fatiga y tensión nerviosa es la incapacidad
para interesarse por cosas que no tengan importancia práctica en la vida de
uno. El resultado es que la mente consciente no descansa, siempre ocupada en un
pequeño número de asuntos, cada uno de los cuales supone probablemente algo de
ansiedad y cierto grado de preocupación. Excepto durante el sueño, nunca se le
permite a la mente consciente quedar en barbecho para que los pensamientos
subconscientes maduren poco a poco su sabiduría. Esto provoca excitabilidad,
falta de sagacidad, irritabilidad y pérdida del sentido de la proporción. Todo
lo cual es, a la vez, causa y efecto de la fatiga. Cuanto más fatigado está
uno, menos le interesan las cosas exteriores; y al disminuir el interés
disminuye también el alivio que antes proporcionaban esas cosas, y uno se
siente aún más cansado. Este círculo vicioso solo puede conducir al
derrumbamiento nervioso. Los intereses exteriores resultan sosegantes porque no
exigen ninguna acción. Tomar decisiones y realizar actos de voluntad son cosas
muy fatigosas, sobre todo si hay que hacerlo con prisas y sin la ayuda del
subconsciente. Tienen mucha razón los que dicen que las decisiones importantes
hay que «consultarlas con la almohada». Pero no solo durante el sueño pueden
funcionar los procesos mentales subconscientes. También pueden funcionar
mientras la mente consciente está ocupada en otra cosa. La persona capaz de
olvidarse de su trabajo al terminar la jornada y no volverse a acordar hasta
que empieza el día siguiente, seguramente hará su trabajo mucho mejor que el
que se sigue preocupando durante las horas intermedias. Y resulta mucho más
fácil olvidarse del trabajo cuando conviene olvidarlo si uno tiene muchas más
cosas que le interesen, aparte del trabajo. Sin embargo, es imprescindible que
estos intereses no exijan aplicar las mismas facultades que han quedado
agotadas por la jornada laboral. No deben exigir fuerza de voluntad y decisiones
rápidas, no deben tener implicaciones económicas, como ocurre con el juego, y
en general no deben ser tan excitantes que provoquen fatiga emocional y
preocupen al subconsciente, además de a la mente consciente.
Hay muchos entretenimientos que cumplen estas condiciones. Los espectáculos
deportivos, el teatro, el golf, son irreprochables desde este punto de vista.
Si uno es aficionado a los libros, la lectura no relacionada con su actividad
profesional le resultará muy satisfactoria. Por muy importantes que sean
nuestras preocupaciones, no hay que pensar en ellas durante todas las horas de
vigilia.
Todos los intereses impersonales, aparte de su importancia como factor de
relajación, tienen otras ventajas. Para empezar, ayudan a mantener el sentido
de la proporción. Es muy fácil dejarse absorber por nuestros propios proyectos,
nuestro círculo de relaciones, nuestro tipo de trabajo, hasta el punto de
olvidar que todo ello constituye una parte mínima de la actividad humana total,
y que a la mayor parte del mundo no le afecta nada lo que nosotros hacemos.
Puede que se pregunten ustedes: ¿y por qué hay que acordarse de esto? Tengo
varias respuestas. En primer lugar, es bueno tener una imagen del mundo tan
completa como nos permitan nuestras actividades necesarias. Ninguno de nosotros
va a estar mucho tiempo en este mundo, y cada uno, durante los pocos años que
dure su vida, tiene que aprender todo lo que va a saber sobre este extraño
planeta y su posición en el universo. Desaprovechar las oportunidades de conocimiento,
por imperfectas que sean, es como ir al teatro y no escuchar la obra. El mundo
está lleno de cosas, cosas trágicas o cómicas, heroicas, extravagantes o
sorprendentes, y los que no encuentran interés en el espectáculo están
renunciando a uno de los privilegios que nos ofrece la vida.
Por
otra parte, el sentido de la proporción resulta muy útil y a veces muy
consolador. Todos tenemos tendencia a excitarnos exageradamente, preocuparnos
exageradamente, dejarnos impresionar exageradamente por la importancia del
pequeño rincón del mundo en que vivimos, y del pequeño espacio de tiempo
comprendido entre nuestro nacimiento y nuestra muerte. Toda esta excitación y
sobrevaloración de nuestra propia importancia no tiene nada de bueno. Es cierto
que puede hacernos trabajar más, pero no nos hará trabajar mejor. Es preferible
poco trabajo con buen resultado a mucho trabajo con mal resultado, aunque no
piensen así los apóstoles de la vida hiperactiva. Los que se preocupan mucho
por su trabajo están en constante peligro de caer en el fanatismo, que consiste
básicamente en recordar una o dos cosas deseables, olvidándose de todas las
demás, y suponer que cualquier daño incidental que se cause tratando de
conseguir esas cosas carece de importancia. No existe mejor profiláctico contra
este temperamento fanático que un concepto amplio de la vida humana y su
posición en el universo. Puede parecer que estamos invocando un concepto
demasiado grande para la ocasión, pero aparte de esta aplicación particular, es
algo que tiene un gran valor por sí mismo.
Uno de los defectos de la educación superior moderna es que se ha convertido en
un puro entrenamiento para adquirir ciertas habilidades y cada vez se preocupa
menos de ensanchar la mente y el corazón mediante el examen imparcial del
mundo.
Supongamos
que estamos metidos en una campaña política y trabajamos con todas nuestras
fuerzas por la victoria de nuestro partido. Hasta aquí, bien. Pero a lo largo
de la campaña puede ocurrir que se presente alguna oportunidad de victoria que
conlleve utilizar métodos calculados para fomentar el odio, la violencia y la
desconfianza. Por ejemplo, se nos puede ocurrir que la mejor táctica para ganar
sea insultar a una nación extranjera. Si nuestro alcance mental solo abarca el
presente, o si hemos asimilado la doctrina de que lo único que importa es lo
que se llama eficiencia, adoptaremos esos métodos tan turbios. Puede que
gracias a ellos logremos nuestros propósitos inmediatos, pero las consecuencias
a largo plazo pueden ser desastrosas. En cambio, si nuestro bagaje mental
incluye las épocas pasadas de la humanidad, su lenta y parcial salida de la
barbarie y la brevedad de toda su historia en comparación con los períodos
astronómicos, si estas ideas han moldeado nuestros sentimientos habituales, nos
daremos cuenta de que la batalla momentánea en que estamos empeñados no puede
ser tan importante como para arriesgarse a dar un paso atrás, retrocediendo
hacia las tinieblas de las que tan lentamente hemos ido saliendo. Es más: si
salimos derrotados en nuestro objetivo inmediato, nos servirá de sostén ese
mismo sentido de lo momentáneo que nos hizo rechazar el uso de métodos
degradantes. Más allá de nuestras actividades inmediatas, tendremos objetivos a
largo plazo, que irán cobrando forma poco a poco, en los que uno no será un
individuo aislado sino parte del gran ejército de los que han guiado a la
humanidad hacia una existencia civilizada. A quien haya adoptado este modo de
pensar no le abandonará nunca cierta felicidad de fondo, sea cual fuere su suerte
personal. La vida se convertirá en una comunión con los grandes de todas las
épocas, y la muerte personal no será más que un incidente sin importancia.
Si yo tuviera poder para organizar la educación superior como yo creo que
debería ser, procuraría sustituir las viejas religiones ortodoxas (que atraen a
muy pocos jóvenes, y siempre a los menos inteligentes y más oscurantistas) por
algo que tal vez no se podría llamar religión, ya que se trata simplemente de
centrar la atención en hechos bien comprobados. Procuraría que los jóvenes
adquirieran viva conciencia del pasado, que se hicieran plenamente conscientes
de que el futuro de la humanidad será, casi con toda seguridad,
incomparablemente más largo que su pasado, y que también adquirieran plena conciencia
de lo minúsculo que es el planeta en que vivimos, y de que la vida en este
planeta es solo un incidente pasajero. Y junto a estos hechos, que insisten en
la insignificancia del individuo, les presentaría otro conjunto de hechos
diseñados para grabar en la mente de los jóvenes la grandeza de que es capaz el
individuo, y el convencimiento de que en toda la profundidad del espacio
estelar no se conoce nada que tenga tanto valor. Hace mucho tiempo, Spinoza
escribió sobre la esclavitud y la libertad; debido a su estilo y su lenguaje,
sus ideas son de difícil acceso, salvo para los estudiantes de filosofía, pero
lo que yo quiero decir se diferencia muy poco de lo que él dijo.
Una persona que haya percibido lo que es la
grandeza de alma, aunque sea temporal y brevemente, ya no puede ser feliz si se
deja convertir en un ser mezquino, egoísta, atormentado por molestias
triviales, con miedo a lo que pueda depararle el destino. La persona capaz de
la grandeza de alma abrirá de par en par las ventanas de su mente, dejando que
penetren libremente en ella los vientos de todas las partes del universo. Se
verá a sí mismo, verá la vida y verá el mundo con toda la verdad que nuestras
limitaciones humanas permitan; dándose cuenta de la brevedad e insignificancia
de la vida humana, comprenderá también que en las mentes individuales está
concentrado todo lo valioso que existe en el universo conocido. Y comprobará
que aquel cuya mente es un espejo del mundo llega a ser, en cierto sentido, tan
grande como el mundo. Experimentará una profunda alegría al emanciparse de los
miedos que agobian al esclavo de las circunstancias, y seguirá siendo feliz en
el fondo a pesar de todas las vicisitudes de su vida exterior.
Dejando estas elevadas especulaciones y volviendo a nuestro tema más inmediato,
que es la importancia de los intereses no personales, hay otro aspecto que los
convierte en una gran ayuda para lograr la felicidad. Hasta en las vidas más
afortunadas hay momentos en que las cosas van mal. Pocos hombres, exceptuando los
solteros, no se habrán peleado nunca con sus esposas; pocos padres no habrán
pasado momentos de gran angustia por las enfermedades de sus hijos; pocos
hombres de negocios se habrán librado de períodos de inseguridad económica;
pocos profesionales no habrán vivido épocas en que el fracaso los miraba a los
ojos. En esas ocasiones, la capacidad de interesarse en algo sin relación con
la causa de ansiedad representa una ventaja enorme. En esos momentos en que, a
pesar de la angustia, no se puede hacer nada de inmediato, algunos juegan al
ajedrez, otros leen novelas policíacas, otros se dedican a la astronomía
popular y otros se consuelan leyendo acerca de las excavaciones en Ur, Caldea.
Todos ellos hacen bien; en cambio, el que no hace nada para distraer la mente y
permite que sus preocupaciones adquieran absoluto dominio sobre él, se porta
como un insensato y pierde capacidad para afrontar sus problemas cuando llegue
el momento de actuar. Se puede aplicar una consideración similar a las
desgracias irreparables, como la muerte de una persona muy querida. No conviene
dejarse hundir en la pena. El dolor es inevitable y natural, pero hay que hacer
todo lo posible por reducirlo al mínimo. Es puro sentimentalismo pretender
extraer de la desgracia, como hacen algunos, hasta la última gota de
sufrimiento. Naturalmente, no niego que uno pueda estar destrozado por la pena;
lo que digo es que hay que hacer lo posible para escapar de ese estado y buscar
cualquier distracción, por trivial que sea, siempre que no sea nociva o
degradante. Entre las que considero nocivas y degradantes están el alcohol y
las drogas, cuyo propósito es destruir el pensamiento, al menos
momentáneamente. Lo que hay que hacer no es destruir el pensamiento, sino
encauzarlo por nuevos canales, o al menos por canales alejados de la desgracia
actual. Esto es difícil de hacer si hasta ese momento la vida se ha concentrado
en unos pocos intereses, y esos pocos están ahora sumergidos en la pena. Para
soportar bien la desgracia cuando se presenta conviene haber cultivado en
tiempos más felices cierta variedad de intereses, para que la mente pueda
encontrar un refugio inalterado que le sugiera otras asociaciones y otras
emociones diferentes de las que hacen tan insoportable el momento presente.
Una persona con suficiente vitalidad y entusiasmo superará todas las
desgracias, porque después de cada golpe se manifestará un interés por la vida
y el mundo que no puede estrecharse tanto como para que una pérdida resulte
fatal. Dejarse derrotar por una pérdida, e incluso por varias, no es algo digno
de admiración como prueba de sensibilidad, sino algo que habría que deplorar
como un fallo de vitalidad. Todos nuestros seres queridos están a merced de la
muerte, que puede golpear en cualquier momento a quienes más amamos. Por tanto,
es necesario que no vivamos con esa estrecha intensidad que pone todo el
sentido y el propósito de la vida a merced de un accidente.
Por
todas estas razones, el que aspire a la felicidad sabiendo lo que hace
procurará adquirir unos cuantos intereses secundarios, además de los
fundamentales sobre los que ha construido su vida.
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