La Benefactora y el Gato satisfecho
Saki


Jocantha Bessbury se encontraba en un estado de ánimo sereno y graciosamente feliz. Su mundo era un lugar agradable pero revestido en ese momento de uno de sus aspectos más placenteros. Gregory había conseguido llegar a casa para tomar un rápido almuerzo y fumar después en el saloncito; el almuerzo había sido bueno y quedaba tiempo para hacer justicia al café y los cigarrillos, ambos excelentes en su campo; y también Gregory era, en el suyo, un marido excelente. Jocantha sospechaba que para él era una esposa encantadora, y más fundadas eran todavía sus sospechas de tener una modista de primera categoría.

—Imagino que no habrá una persona más contenta en todo Chelsea —observó Jocantha en alusión a sí misma—. Salvo quizás Attab —prosiguió mirando al gato grande que estaba echado con considerable comodidad en una esquina del diván—. Está ahí tumbado, ronroneando y soñando, moviendo las patas de vez en cuando por el éxtasis de comodidad que le producen los cojines. Parece la encarnación de todo lo que es suave, sedoso y aterciopelado, sin una arista afilada en su composición, un soñador cuya filosofía es dormir y dejar dormir; luego, cuando llega la noche, sale al jardín con un resplandor rojizo en los ojos y mata un gorrión somnoliento.

—Como cada pareja de gorriones tiene diez o más crías cada año, mientras su suministro de alimentos permanece estacionario, es conveniente que los Attab de la comunidad tengan esa idea acerca de cómo pasar una tarde divertida —comentó Gregory. Tras haber expresado esa sabia observación, encendió otro cigarrillo, se despidió de Jocantha con un beso juguetonamente afectivo y salió al mundo exterior.

—Recuerda que cenaremos un poco antes esta noche, pues vamos al Haymarket —le gritó ella cuando se iba.







Al quedarse a solas, Jocantha reanudó el proceso de mirar su vida con ojos plácidos e introspectivos. Si no tenía en este mundo todo lo que deseaba, al menos estaba muy complacida con lo que tenía. Por ejemplo, estaba muy complacida con el saloncito, que de alguna manera lograba ser, al mismo tiempo, cómodo, elegante y caro. La porcelana era rara y hermosa, los esmaltes chinos adoptaban tonos maravillosos bajo la luz del fuego, las alfombras y cortinas guiaban la mirada a través de suntuosas armonías de colorido. Era una sala en la que se podría haber recibido convenientemente a un embajador o un arzobispo, pero también era una sala en la que se podían recortar fotos para un álbum de recortes sin tener la sensación de que con el desorden propio se estuviera escandalizando a las deidades del lugar. Y lo que sucedía con el saloncito pasaba también con el resto de la casa; y lo que sucedía con la casa, pasaba también con las otras áreas de la vida de Jocantha: tenía en verdad buenas razones para ser una de las mujeres más satisfechas de Chelsea.

De un estado de ánimo en el que bullía la satisfacción por su destino pasó a la fase de la generosa conmiseración por aquellas miles de mujeres que le rodeaban y cuyas vidas y circunstancias eran apagadas, baratas, carentes de placer y vacías. Jóvenes trabajadoras, dependientas de tienda y demás, la clase que ni tenía la libertad despreocupada de los pobres ni la libertad ociosa de los ricos, entraban especialmente dentro del alcance de su simpatía. Era triste pensar que hubiera jóvenes que tras un largo día de trabajo tuvieran que sentarse solas en dormitorios fríos y tristes porque no podían permitirse una taza de café y un sandwich en un restaurante, y todavía menos el chelín que costaba una butaca de teatro.

La mente de Jocantha seguía dando vueltas a este tema cuando se lanzó a una campaña de tarde de compras poco metódicas; se dijo a sí misma que resultaría bastante consolador si pudiera hacer algo, de improviso, para llevar un brillo de placer e interés a la vida de una o dos trabajadoras de corazón triste y bolsillo vacío: eso aumentaría mucho su placer aquella noche en el teatro. Compraría dos entradas de anfiteatro alto para una obra popular, entraría en alguna tetería barata y regalaría las entradas a la primera pareja de trabajadoras interesantes con las que trabara conversación casualmente. Se lo explicaría diciendo que no podía utilizar las entradas y no quería que se perdieran, y por otra parte le resultaba muy pesado devolverlas. Tras reflexionar más, decidió que sería mejor conseguir sólo una entrada y dársela a una joven de aspecto solitario sentada frente a una comida frugal; la joven podría trabar conocimiento con quien se sentara a su lado en el teatro cimentando así una amistad duradera.

Con ese fuerte impulso de Hada Madrina, Jocantha se dirigió a una agencia de venta de entradas y con gran cuidado eligió un asiento de anfiteatro alto para «Pavo real amarillo», una obra que estaba produciendo muchas discusiones y críticas. Luego se dirigió a su filantrópica aventura de tetería aproximadamente en el mismo momento en que Attab entraba lentamente en el jardín con la mente concentrada en acechar a un gorrión. En una esquina de una tetería encontró una mesa desocupada y se instaló en ella, impulsada por el hecho de que en la mesa de al lado estaba sentada una joven de rasgos bastante sencillos, de mirada apagada y lánguida y con el aspecto general de resignado desamparo. Su vestido era de una tela barata, pero trataba de seguir la moda, sus cabellos eran hermosos y su tez mala; estaba terminando una modesta comida de té y bollo y no se diferenciaba en su aspecto de otros miles de jóvenes trabajadoras que en ese mismo momento terminaban, empezaban o seguían tomando su té en establecimientos londinenses. Se podía apostar con seguridad a que nunca había visto «Pavo real amarillo»; evidentemente era un excelente material para el primer experimento de Jocantha con la beneficencia al azar.

Jocantha pidió un té con un bollo y comenzó a examinar amistosamente a su vecina con la idea de captar su atención. En ese mismo instante el rostro de la joven se encendió repentinamente de placer, centellearon sus ojos, se sonrojaron sus mejillas y pareció casi bonita. Un joven, al que saludó con un afectivo «hola, Bertie», llegó a su mesa y se sentó en una silla frente a ella. Jocantha miró con dureza al recién llegado; parecía varios años más joven que ella misma, su aspecto era mucho mejor que el de Gregory, en realidad mucho mejor que el de cualquiera de los hombres jóvenes de su círculo. Conjeturó que sería un oficinista bien educado de algún almacén de ventas que vivía y se divertía todo lo que podía con un pequeño salario y exigía unas vacaciones de dos semanas anuales. Evidentemente tenía conciencia de su buen aspecto, pero con esa conciencia tímida del anglosajón, no con la complacencia descarada del latino o el semita. Resultaba evidente que mantenía una amistosa intimidad con la joven a la que hablaba, y que probablemente se encaminaban a un compromiso formal. Jocantha se imaginó el hogar del joven en un círculo bastante estrecho con una fatigosa madre que siempre quería saber cómo y dónde pasaba sus tardes. A su debido tiempo, cambiaría esa aburrida esclavitud por su propio hogar, dominado por una escasez crónica de libras, chelines y peniques, así como por la ausencia de la mayoría de las cosas que hacen que la vida sea atractiva o cómoda. Jocantha sintió mucha pena por él. Se preguntó si habría visto el «Pavo real amarillo»; lo más probable era suponer que no. La joven había terminado el té y regresaría muy pronto a su trabajo; cuando el joven estuviera solo, a Jocantha le sería muy fácil decirle: «Mi marido tenía otros planes para mí esta noche; ¿querría utilizar esta entrada, que si no va a perderse?» Luego volvería allí otra tarde a tomar el té, y si le veía le preguntaría si le había gustado la obra. Era un joven agradable, y si llegaban a conocerse más podría darle más entradas de teatro, y quizás hasta pedirle que fuera un domingo a Chelsea a tomar el té. Jocantha decidió trabar conocimiento con él, y pensó que el joven le caería bien a Gregory y que el asunto del Hada Madrina sería mucho más entretenido de lo que había pensando originalmente. El muchacho era muy presentable; sabía peinarse el cabello, facultad que posiblemente debía a la imitación; sabía qué color de corbata le iba bien, lo que tenía que deberse a la intuición; era exactamente el tipo de hombre que Jocantha admiraba, lo que desde luego era accidental. En conjunto se sintió bastante complacida cuando la joven miró el reloj y se despidió, amigable pero rápidamente, de su compañero. Bertie le dijo adiós, se bebió de un trago el té y sacó luego del bolsillo del abrigo un libro forrado en papel que llevaba el título de Sepoy and Sahib, a Tale of the Great Mutiny.

Las leyes de etiqueta de una casa de té prohíben que ofrezcas entradas de teatro a un desconocido sin haber llamado antes su atención. Incluso es mejor si puedes pedirle que te pase el azucarero, tras haber ocultado previamente el hecho de que en tu mesa hay uno grande y bien lleno; no es difícil de lograr, pues el menú impreso suele ser en general tan grande como la mesa y puede sostenerse en pie. Jocantha empezó a hacerlo llena de esperanza; había tenido una prolongada y bastante fuerte discusión con la camarera concerniente a los supuestos defectos de un bollo que era en sí mismo absolutamente inocente, preguntó en voz alta y quejosa acerca del servicio de metro a un barrio muy remoto, habló con brillante falta de sinceridad acerca del garito que había en la tetería y como último recurso derribó la jarra de leche y maldijo elegantemente. En general atrajo bastante atención, pero ni por un momento la del joven que se peinaba tan bellamente, quien debía encontrarse a varios miles de millas de distancia en las calurosas llanuras del Indostán, en medio de bungalows desérticos, bazares atestados y bulliciosas plazas de armas, escuchando el sonido de los tamtam y el traqueteo distante de los mosquetes.

Jocantha regresó a su casa de Chelsea, que por primera vez le pareció apagada y excesivamente amueblada. Con resentimiento, tuvo la convicción de que en la cena Gregory resultaría poco interesante, y que la obra que verían después sería estúpida. En general su estructura mental mostró una marcada divergencia con respecto a la ronroneante complacencia de Attab, que había vuelto a enroscarse en su esquina del diván irradiando una gran paz por cada curva de su cuerpo.

Pero es que él había matado su gorrión.




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