Un futuro promisorio
Cuento
Un futuro
promisorio
El plan de fuga consensuado por el
grupo daba cuenta que nada quedaba por discutir. A partir de ese momento cada
integrante sabía lo que debía hacer ya que la suerte de todos iba a depender de
la eficiencia y el compromiso particular en la tarea encomendada.
El grupo que había decidido abandonar
aquel inmundo lugar estaba compuesto por cuatro convictos de poca monta,
escasamente peligrosos, acaso indignos para morar en tan recoleto mausoleo. Los
delitos que habían cometido Morletti, Calzada, Prospiti y Eyeramendi eran muy
menores con relación al nivel de rigurosidad que guardaba el sitio. Apenas un
par de robos, algún que otro timo y malos abogados habían determinado el
destino de los sujetos.
Morletti había sido atrapado in fraganti sustrayendo la cartera del
bolsillo de un septuagenario en una de las formaciones de la línea de A del
subte; Calzada y Prospiti, en sociedad, se dedicaban a “levantar” motos y
bicicletas de la vía pública, mientras que Eyeramendi era un vulgar estafador
que vendía puerta a puerta rifas inexistentes a nombre del Hospital Álvarez.
El cuarteto estaba incluido dentro de
la nómina que el sistema debía presentar anualmente a modo de justificar tanto
el presupuesto como su propia existencia. Enterados de la cuestión, por
comentarios de uno de los guardias, resolvieron intentar fugarse del lugar
sabiendo que la historia mostraba que ningún integrante de esa nómina había
podido cumplir su pena inicial debido a que puntuales provocaciones
intencionales extendían las sentencias por tiempo indeterminado. La política
del titular del centro de detención, director general Rafael Forresti, era
tener completo con convictos de escasa peligrosidad la capacidad del presidio
de forma tal no estar sometido a instancias de extrema complejidad. Hablamos de
un régimen muy duro desde lo laboral, incruento desde lo físico y compuesto por
personas de muy escasa respuesta. Forresti se percibía y se asumía como un
señor feudal cuyos límites penitenciarios le aseguraban una comarca que
manejaba a voluntad y con suma discrecionalidad. En el ámbito del hampa
constituía un mal menor cumplir la pena en dicho establecimiento, pero para los
que recorrían a diario sus entrañas la cuestión resultaba insoportable.
La idea madre de la fuga se basaba en
la sencillez. La simpleza en el operativo debía ser cuestión esencial de modo
las autoridades recién puedan observar las ausencias luego de varias horas de
ocurrida. Nada de túneles, huecos o huidas cinematográficas, menos aún encender
alguna chispa esperanzadora sobre el resto de los convictos. Lisa y llanamente
salir a la luz del día por uno de los linderos del establecimiento y tomarse el
colectivo de línea que por recorrido paraba junto frente a la entrada
principal.
Debían tener en cuenta dos detalles:
El primero ser incluidos dentro de la nómina de convictos encargados para
llevar a cabo las obras de cordón cuneta en el sector sur del penal, parcela
vecina a la avenida por donde circulaba el autobús, y como segundo punto estar provistos de la
tarjeta SUBE para abonar el pasaje del colectivo sin levantar las mínimas
sospechas, tanto del chofer como de los pasajeros. Este insumo era de sencilla
gestión dentro del propio antro. El resto era una simple cuestión de
oportunidad.
Meses de vivir en ese antro les había
permitido percibir costumbres y hábitos tan arraigados en los guardias como en
las mismas autoridades. Por ejemplo y acaso la más notoria era la subestimación
que tenían por los internos. Cada vez que un grupo de treinta o cuarenta
reclusos desarrollaban labores de mantenimiento en los patios exteriores, el
cuerpo de centinelas se apostaba en un costado, bajo reparo, para jugar a las
cartas, generalmente el tute y el mus eran los juegos escogidos, siendo usual
que acompañaran la velada con una importante dotación de botellas de gaseosas.
Esto lo hacían confiados en la atenta mirada de sus colegas ubicados en las
torretas. Ocurre que por un defecto de construcción, oportunamente descubierto
por Eyeramendi, las torres tenían parcialmente vedada la visión del sector sur.
En realidad para que dicha particularidad se transforme en beneficio era
necesaria la inestimable colaboración de la pereza del centinela. Para lograr
disimular la perspectiva el guardia debía regularmente hacer un esfuerzo
adicional con el cuello y con sus piernas y así tener una visión completa de la
parcela, empresa que ninguno de los encargados del mangrullo estaba dispuesto a
realizar. De modo que el trámite era sumamente sencillo si el cuarteto lograba
apostarse en los lugares convenientes.
El secreto era tratar de ubicarse en
los cuatro últimos lugares de la fila que normalmente se organizaba para
realizar las labores e ir desapareciendo de uno en vez, cual fuga de
restaurante, en la misma medida que en el horizonte se logre percibir el arribo
del colectivo de línea. Tener cortado el alambre era de exclusiva
responsabilidad del último componente de la cuadrilla. El plan requería de
templanza y extrema paciencia. El último, el anteúltimo y el penúltimo de la
hilera – primero, segundo y tercero en orden de fuga - debían exagerar sus sigilos de modo
asegurarle al cuarto la suficiente tranquilidad para poder desafiar la tarea
ahorrándose los seguros arrebatos que de modo previsible intentarían insinuar
sus compañeros. Para ocupar este puesto en la grilla se ofreció el propio
Eyeramendi, acaso quién más estudió la geometría plana y espacial del lugar y
su relación con la perspectiva de los atalayas, asumiendo que de complicarse el
proyecto él se encargaría personalmente de licuar todo tipo de entusiasmo de
sus compañeros a favor de una próxima oportunidad en la que seguramente lo
tendría ubicado en la pole position.
Prospiti sería quién trabaje con el alicate, instrumento que ya tenía en su
poder y que fuera adquirido dentro del mercado interno al módico precio de tres
revistas Libre de la década del ochenta que Calzada atesoraba desde sus tiempos
adolescentes. De ese modo se aseguraba no sólo el primer lugar y todo el
nerviosismo, además podía revelarle al resto el camino correcto para no ser
descubierto. El mencionado Calzada sería quién lo secunde mientras que el
carterista Morletti iría en tercer lugar. A este le tocaba la enorme función de
esconder las herramientas de sus antecesores y la propia, de modo instalar la
duda por un buen rato en cuanto a la cantidad de hombres que se hallaban
trabajando en la obra. Eyeramendi debía encargarse de la suya.
Imaginaban que una vez logrado el
objetivo cierto ambiente de confusión ganaría el espíritu tanto de sus
compañeros como del cuerpo de centinelas, desconcierto que seguramente contaría
con el silencio cómplice de la cuadrilla.
De acuerdo a la información que
poseían en una semana comenzarían las tareas en el sector sur. Todavía quedaba
tiempo para acordar que sería del futuro luego del escape. El debate aún estaba
abierto. Mientras Prospiti, Eyermanedi y Calzada eran partidarios de abandonar
el país vía la triple frontera y armar una suerte de pequeña organización
dedicada al contrabando, Morletti mantenía sus dudas debido a que no deseaba
complicar a su amada Inés en cuestiones delictivas. Los tres primeros carecían
de prole y afectos, de modo que para ellos cualquier proceso migratorio era
posible. De todas formas a Morletti se le presentaba la disyuntiva de su
supervivencia. El inmediato estatus de fugitivo que estaba pronto a recibir lo
instalaría dentro de una situación muy complicada para afrontar la vida, en su
fuero íntimo estaba convencido que Inés sabría comprender la situación, de
todos modos sea para finalizar la relación en buenos términos o para continuarla
en otras latitudes la decisión les competía a ambos.
Prospiti, Eyeramendi y Calzada
propusieron que luego de la fuga el punto de encuentro debía ser la estación de
micros de Liniers de modo tomar el primer servicio disponible que los lleve
hasta la triple frontera. Inés sería el nexo que los estaría aguardado con el
dinero suficiente para la adquisición de los boletos. Este monto debía ser
reunido por la pareja de Morletti según previas indicaciones de la caterva. La
elección del lugar se soslayó a propósito de cierta laxitud que sabían existía
en cuanto a controles policiales y cuestiones por el estilo. Además el
colectivo de línea que debían tomar luego de cruzar el alambrado del penal los
aproximaba en cercanías de dicha terminal.
Morletti propuso que directamente se
encuentren en la iglesia de San Cayetano, distante dos cuadras de la estación,
cuestión que apenas fue mencionada quedó desestimada gracias a un áspero debate
debido al marcado agnosticismo que guardaban los tres restantes componentes del
grupo. Hasta el mismo Prospiti llegó a considerar que todo acercamiento a los
dominios de los cuervos incluía una importante dosis de mala fortuna por fuera
de la buena fama que portaba el santo.
Una vez definida la estrategia y el
destino final, sólo restaba confiar ser incluidos en la nómina de trabajadores
y reservarse las cuatro últimas ubicaciones en la grilla. Cada uno de los
integrantes ya había acopiado un buen caudal de monedas de un peso para evitar
cualquier tipo de aumento no previsto.
Los días posteriores no mostraron
grandes novedades, la incertidumbre los colocaba en lugares desconocidos. Eran
los cuatro o ninguno, no había tiempo para improvisar alternativas. Cuando
llegó la información sobre la nómina completa de la cuadrilla que se encargaría
de la obra la tranquilidad volvió a visitar el recinto carcelario exclusivo que
compartía el cuarteto. Por ahora todo estaba de acuerdo a lo planificado.
Acordar por los lugares habría de dirimirse in situ, para ello deberían contar con la buena voluntad de sus
compañeros, cuestión que todavía no había sido debatida. El tiempo de obra
oscilaba en los diez días si el clima acompañaba, de modo que tenían un rango
razonable para elegir el momento adecuado para efectivizar al plan.
El grupo consideraba que luego del
tercer día el movimiento estaría ordenado ingresando en una atmósfera rutinaria
altamente previsible. Observaban a la sexta jornada como la más ajustada para
llevar a cabo la evasión. Según sus datos dicha etapa caería un jueves, de modo
que al ser día laboral la posibilidad de mimetización sería mucho mayor, además
de contar con menores intervalos de tiempo con relación a la regularidad del
servicio de colectivos. Ya tenían estudiado que de lunes a viernes el
movimiento proponía un coche cada diez minutos, los sábados uno cada veinte,
mientras que los domingos uno cada media hora.
Recibieron la confirmación que las tareas comenzarían el sábado dos de octubre
a las ocho de la mañana. Tal lo previsto, cuando llegó el día, la cuadrilla compuesta
por veinte convictos fue ordenada conformando una hilera única en paralelo al
alambrado del sector sur. Lograr la ubicación deseada fue más sencillo de lo
sospechado. Solapadamente y con suma lentitud
se instalaron en sus posiciones sin que medien discusiones ni
conflictos. De modo que Prospiti portando su alicate cerraba el rosario, siendo
sus antecesores Calzada, Morletti y Eyeramendi en orden creciente.
A tres horas de comenzar con las
tareas de zanjado de lo que sería la futura calle lateral, los guardias ya
habían instalado bajo la sombra que delineaba uno de los pabellones su mesa de
juego, colocando sobre esta, cajetillas de cigarrillos a discreción, botellas
de gaseosa y varios paquetes de barajas; cinco cajones cumplían la función de
taburetes completando de esa forma la geografía del recodo. Para la ocasión
también incluyeron un mazo de cartas francesas, cosa que resultaba toda una
novedad.
Luego del primer día y de acuerdo a
los cálculos de Eyeramendi el operativo debía llevarse a cabo por la tarde,
entre las dos y media y las cuatro y media. Durante es tiempo los centinelas
movilizaban su mojón cinco metros para no recibir de manera directa los rayos
del sol. Por octubre el calor ya exhibía marcada hostilidad. Ese imperceptible
traslado les impedía observar de manera clara el final de la hilera; para ello
debían dejar de prestar atención al juego y practicar un cogoteo continuo y
ciertamente incómodo. El perspicaz diagramador pudo constatar que durante esas
dos horas circularon por la avenida seis servicios con destino a Liniers
teniendo en cuenta que era sábado, dando por descontado que el día de la fuga
serían doce las posibilidades tangibles para aprovechar. El margen de acción
era importante.
El tercer día Prospiti ya había dado
cuenta del alambre. Escogió un sitio en donde la tensión de la red cedía
notoriamente debido a que logró localizar un defecto de instalación. Un corte
vertical más el juego que provocaba la distensión permitía que un cuerpo
mediano, como el de ellos, pase sin inconvenientes hacia el exterior. Ocho
metros separaban a cada encausado de modo que debían cubrir los espacios de
forma tal no hacer evidente la falta de uno y al mismo tiempo permitir un
acercamiento subrepticio a los restantes integrantes del grupo que estaban más
alejados de la libertad.
El martes ya tenían completa
información sobre el ciclo horario de los colectivos habiendo acordado que cada
uno se haga cargo de sus herramientas modificando levemente el plan original.
El miércoles llovió con bastante intensidad, nuevamente la incertidumbre
provocó que el nerviosismo visite la celda que compartían. Inés sabía que si el
jueves no veía a ninguno de ellos en la terminal debía acudir al día siguiente
y así sucesivamente.
El jueves amaneció con primaveral plenitud.
La mañana reiteró su rutina como si la tormenta del día interior no hubiera
existido. Luego del almuerzo la cuadrilla se dispuso a continuar con su tarea,
obra que mostraba un grado de avance bastante respetable. Prospiti abandonó la
hilera sin que sus compañeros se den por enterados. Recién se dieron cuenta
cuando observaron al hombre instalado en la garita, con la mano extendida,
aguardando la llegada del colectivo que parsimoniosamente ingresaba por la isla
lateral de la avenida, saliente diseñada de exprofeso por el municipio para no
entorpecer el transito. La profusa vegetación lindera al alambrado mimetizaba
aún más cualquier presencia humana; el primero de los encausados había logrado
partir, el paisaje no exhibía modificaciones substanciales. Cruzar la autovía
desde el penal hasta el parador era todo un desafío. Si bien existía un
semáforo promediando la isla mencionada, los cincuenta metros de distancia que
la separaban del ingreso principal al establecimiento no dejaba de ser una
provocación cargada de adrenalina. Por suerte no era política del correccional
la uniformidad en la indumentaria, Forresti entendía que la calidad de los
moradores del penal no ameritaba tal formato disciplinario, de modo que
cualquier interno podía disimular su presencia sin inconvenientes fuera de los
límites del alambrado. Quince minutos después Calzada repitió la conducta de su
antecesor optando por dejar pasar el primer colectivo ya que se trataba de un
servicio diferencial; al desconocer la tarifa prefirió aguardar por el
siguiente autobús, el cual arribó cinco minutos después. Todavía no se había
perdido de vista el colectivo de Calzada cuando Morletti se encontraba pronto
para cruzar la avenida. El trámite no presentó mayores contratiempos.
Eyeramendi quedó como último integrante de la hilera esperando por su momento.
Sus tres compañeros, en viaje hacia Liniers, sabían que en él descansaba la
tarea más compleja debido a lo inseguro de su ubicación.
Por suerte y para la tranquilidad del
trío el encuentro en la terminal resultó tal cual lo planificado. Luego de las
sonrisas y los obligados comentarios sobre cada una de las travesías decidieron
sentarse en uno de los bancos públicos linderas a las boletarías a la espera
del arribo de Eyeramendi y de Inés. Para ese momento ya tenían confirmados los
horarios de los servicios y el precio de los pasajes. No había necesidad de
sacarlos con anticipación, por esas fechas el movimiento en dirección a la
triple frontera era considerablemente exiguo.
Por entre la muchedumbre perciben que
Inés venía caminando hacia ellos escoltada por seis caballeros de misteriosa
traza. Uno de ellos era Forresti. Al darse cuenta de la situación intentan
distinguir alguna vía de escape, cosa que es desestimada de inmediato al
percatarse que todas las salidas estaban obturadas por recursos oficiales. Sin
posibilidades de resistir y ciertamente azorados por la situación decidieron
aceptar el devenir de los acontecimientos.
-
Cómo les va, los estábamos esperando – sentenció con marcado
cinismo Forresti - Eyeramendi no nos defraudó. Con la sanción que les va a
caber por haberse evadido tengo completo el cupo del penal por una década. Voy
a poder rechazar a cuanto reo peligroso intenten enviarme
-
¿Vos Inés? – se lamentó Morletti –
-
Yo no tuve nada que ver mi amor – respondió la muchacha -.
Cuando me interceptaron uno de los policías me informó que Eyeramendi negoció
la entrega de ustedes a cambio de cumplir su pena con prisión domiciliaria
-
No se preocupe Morletti – aseguró Forresti -, la señorita
apenas va a tener que afrontar una causa menor, estimo que excarcelable, debido
a que su delito no se consumó
-
¡Qué pedazo de hijo de puta! – lanzó al aire Prospiti –
-
Disculpe Prospiti – interrumpió Forresti -. Eyeramendi será
lo que será pero ustedes son realmente muy pelotudos. Cómo se les puede ocurrir
verosímil fugarse de un presidio con tamaña facilidad. Sospecho que diez años
más de pena no está nada mal para tamaña muestra de banalidad. Me llama la
atención tanta candidez. Lo de ustedes fue ramplonamente panglossiano.
-
¿De qué mierda habla?. Váyase al carajo, Forresti no me venga con Voltaire – agregó Calzada -.
Deje de dar vueltas y basta de tomarnos por boludos, no sea pedante. Volvamos
al penal que tenemos trabajo por terminar. ¿Ya pensó cómo va a reemplazar a
Eyeramendi?
-
Buena pregunta Calzada. De ella se desprende que usted es la
persona más adecuada para sustituirlo, el problema es hallar otro recurso con
la suficiente ingenuidad para ocupar su lugar – sentenció Forresti –
-
No lo entiendo – replicó Calzada –
-
Olvídelo Calzada, veo en usted un futuro muy promisorio
mientras yo siga estando al frente del establecimiento. Andando, todos al
camión...
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