Hay
que ser realmente idiota para
Julio
Cortázar
Hace
años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió
escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable,
especialmente si es el idiota quien lo expone.
Puede
que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de
entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada,
en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y
que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En
realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente
aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay
como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente
donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y
comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay
diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va
malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con
mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines
tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que
todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los
diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales,
aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río
hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber
tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a
una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes
extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían
imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo
que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo
el tiempo.
Y así
estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto
entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que
los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el
pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforescente a media
altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha
aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de
herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no
han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo
que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también
me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e
inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son
malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas,
sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en
escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo
dicen eso —lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad— yo comprendo que
soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo
maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le
llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al
vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es más que
corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los
bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido
tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos
o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo
perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser
tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que
fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que
ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por
ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se
me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen
razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el
entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad
deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud
comparativa, basarse como dijo Epícteto en lo que ya se conoce para juzgar
lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la
sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo
me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las
comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas
imágenes del pez fosforescente que flotaba en mitad del escenario,
aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las
críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio
que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha
entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas
un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de
que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el
recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve
cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o
bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un
consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que
esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo
peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del
espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las
mismas palabras con lo que tan sensata e inteligentemente han visto y
dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es
una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco
a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por
ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de
Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que
ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo
mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa
doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se
va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace
solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces
puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una
grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la
tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un
billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo
prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar
la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo
eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi
alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de
delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi
entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy
idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible
entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que
si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío,
¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende
un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se
gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente
y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por
eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor
el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos
de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo
pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por
cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga
que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto
en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo
constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta “L’année
dernière à Marienbad”, ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa
increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese
cartel arrancado y sucio.
Ahora
me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota
perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su
goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia
de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes,
mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un
idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así
siempre.
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