Confusión y Política
Hannah Arendt afirmó a
mediados del siglo pasado que vivimos en un mundo en que el propio cambio se ha convertido en algo tan
obvio que corremos el serio riesgo de olvidar incluso qué es lo que ha
cambiado. Vaya paradoja de nuestra propia contemporaneidad me atrevo agregar.
Estimo que muchos de nuestros compatriotas se empecinan por darle formato
taxativo a dicha premisa teniendo en cuenta la poca valoración que existe del
presente con relación a un pasado no tan lejano. De todas maneras debemos ser
justos y separar aquellos que de buena fe aspiran por una sociedad mejor con
respecto de aquellos que desean volver a los siniestros tiempos de la
flexibilización laboral, la desocupación y el endeudamiento. Si bien es notorio
que el discurso opositor está dominado por estos últimos, dado que los medios
de comunicación – columna vertebral del sector - son determinantes en la cuestión, no es menos
cierto que una buena porción de la población tiene más que sobrados motivos
para exhibir ciertas disconformidades.
El dilema es analizar
si esas disconformidades ameritan tamaño estado de polución dialéctica o si en
realidad están tristemente arropadas y sometidas por aquel nicho reaccionario
del que hablamos anteriormente debido a la dificultad política que en
determinados momentos tienen los gobiernos para aplacar las demandas colectivas
con medidas concretas.
Desactivar los
conflictos sociales forma parte indisoluble de la política, pero ese desactivar
no significa reprimirlos, minimizarlos o negarlos, tiene relación directa con
atender dichas demandas y exhibir de modo visible voluntad política para su
resolución.
En contrapartida esas
situaciones de tensión se mantendrán en tanto y en cuanto lo que se demanda es
modificar taxativamente un programa de gobierno votado. Allí la disyuntiva no
tiene retorno y las posiciones resultarán irreconciliables, de modo que tal
división propone un hecho con el cual se debe aprender a convivir. Vale decir,
asumir que existe un colectivo ideológico que percibe mayoritariamente un
modelo de sociedad y que mientras dicho modelo cuente con democráticas
credenciales es razonable que los opositores, en el marco de la
institucionalidad, ejercen su funciones tal cual el rol que la sociedad les
encomendó.
La cuestión radica
cuando dicho rol no es aceptado y se pretenda ejecutar en lugar de peticionar,
proponer, legislar y acompañar una decisión popular. Por fuera del hedonismo
(en algún caso me atrevo a decir onanismo) que detentan algunos dirigentes de
la oposición me permito observar que dicho egocentrismo mediático resulta
contraproducente para la misma oposición ya que la liga maritalmente con lo más
abyecto de nuestra sociedad. Sería estupendo para la oposición divorciarse de
semejante relación incestuosa y diseñar su propio proyecto.
Por ahora la plataforma
política de la oposición sigue estrictamente los cánones establecidos por las
corporaciones dominantes, de modo que su discurso encuentra buena
predisposición en los sectores que representan dichos intereses en el marco de
ese horizonte social, no percibiendo que las mayorías circulan por otros
senderos. En el discurso corporativo no está incluido el pueblo, no tiene
cabida el pueblo y eso se nota en las instancias electorales, debido a que la
voluntad popular es lo menos trascendente para las corporaciones;
históricamente sus objetivos de máxima nunca tuvieron la necesidad de contar
con colectivo social, siempre trataron de disciplinar a quién fue beneficiado
con las simpatías populares.
De modo que la
oposición va tras de una agenda política cuyos paradigmas no exhiben intereses
concretos para las mayorías por más que ellos crean lo contrario. La oposición,
como afirmó Hannah Arendt, no se ha percatado que algo ha cambiado
drásticamente en el espíritu colectivo corriendo el serio riesgo de no entender
su propia contemporaneidad.
El enigma que presenta
el marco opositor de cara al futuro, para sí y para la sociedad, es saber si
tiene la capacidad política, primero para entender ese cambio del presente y
segundo si puede retornar de tamaño yerro político.
¿Qué se busca al
sostener el argumento que las decisiones populares no constituye el sustento
cardinal del sistema? Por actitudes concretas que a diario podemos visualizar
notamos que el intento es estratificar a la sociedad situándonos dentro de
castas en donde las decisiones colectivas mayoritarias deben aguardar hasta que
el resto, con grueso poder de fuego, preste debida conformidad. Sin dudas, una
suerte de calificación del voto. Los menos deben tildar las decisiones de los
más estableciendo una pirámide muy propia de las organizaciones empresariales,
orden que no guarda ningún tipo de relación con la democracia.
Destruir mediante
sofismas el sistema de las proporcionalidades, en donde cada ciudadano
representa una voluntad política, un voto, es el fundamento práctico de las
minorías reaccionarias para tratar de socavar el poder popular y establecer un
poder paralelo de carácter privado y omnímodo. Observamos dicha lógica este
mismo lunes, en los editoriales de los medios dominantes, sean estos radiales,
televisivos o gráficos. El millón de personas que a lo largo y a lo ancho de
país salió a disfrutar de la calle para festejar junto a su Gobierno un nuevo
aniversario de la democracia tuvo menos entidad matemática y simbólica que los
trescientos mil opositores del 8N. Esa lógica del 1=3 conspira contra la salud
del sistema democrático. Se intenta subjetivizar, poner en debate y discusión,
la única característica objetiva que tiene la democracia: su resultado electoral.
La organización
política triunfante no hace lo que quiere, y aquí la trampa en la que los
opositores suelen caer, el partido que logró mayor adhesión hace lo que debe
respondiendo a un mandato popular otorgado y que deviene de sus propuestas y
compromisos. De modo que la discusión sobre el modelo escogido finaliza con el
escrutinio, pretender violar ese contrato es conspirar contra la esencia del
sistema.
Varios pensadores de la
extrema derecha norteamericana están exponiendo la necesidad de bocetar
mecanismos que apunten a calificar el voto de modo evitar el “peligro
populista”. Curiosa democracia se plantea entonces. Proscripción de hecho. Una
elite supuestamente pensante, sobre la base de sus fundamentos e intereses,
decide por el resto de la sociedad. Por el túnel del tiempo reaccionario nos
quieren depositar en la Grecia antigua, 2400 años después. “Les dan casa,
comida, colegio, salud y vivienda” esos tipos no son independientes ni
racionales para votar”; sí lo son aquellos que reciben bendiciones
dolarizadas, posibilidades para formar monopolios, subsidios sin
contraprestación productiva, y demás prebendas ligadas al poder económico.
La obligación de un
político opositor no sólo es mostrase ducho en el arte de la oratoria, manejar
los tiempos televisivos haciéndole guiños y mohines artísticos a las cámaras,
exhibirse sumamente crítico con una retórica despiadada; el político opositor
debe saber leer la realidad para entender las razones por las cuales la
sociedad lo instaló en ese lugar y sobre todo para comprender por qué causas las
mayorías depositan sus esperanzas en otra fuerza política.
Probablemente sería un
buen comienzo para intentar asumir falencias propias y méritos ajenos dentro de
un contexto en donde el cambio de los paradigmas colectivos es tan evidente que
algunos, por ceguera, onanismo y necedad política, no alcanzan a percibir.
Algo está pasando de
bueno en los olvidados suburbios; apartarse de la agenda mediática y ponerse a
observar la realidad concreta sería comenzar, cuando menos, con el prólogo de
un libro que aún aguarda ser leído.
Comentarios
Publicar un comentario