La Resistencia a la información
Jean Françoise Revel
(Filósofo liberal)
La primera de todas las fuerzas que
dirigen el mundo es la mentira. La civilización del siglo XX se ha basado, más
que ninguna otra antes de ella, en la información, la enseñanza, la ciencia, la
cultura; en una palabra, en el conocimiento, así como en el sistema de gobierno
que, por vocación, da acceso a todos: la democracia. Sin duda, igual que la
democracia, la libertad de información está en la práctica repartida de manera
muy desigual en el planeta. Y hay pocos países en los que una y otra hayan
atravesado el siglo sin interrupción, e incluso sin supresión durante varias
generaciones. Pero, aunque incompleto y sincopado, el papel desempeñado por la
información en los hombres que deciden los asuntos del mundo contemporáneo, y
en las reacciones de los demás ante esos asuntos, es incontestablemente más
importante, más constante y más general que en épocas anteriores. Los que
actúan tienen mejores medios para saber sobre qué datos apoyar su acción, y los
que experimentan esa acción están mucho mejor informados sobre lo que hacen los
que actúan. Es, pues, interesante investigar si esta preponderancia del
conocimiento, su precisión y su riqueza, su difusión cada vez más amplia y más
rápida, han aportado, como sería natural esperar, una gestión de la humanidad
por sí misma más juiciosa que antaño. La cuestión importa aún más puesto que el
perfeccionamiento acelerado de las técnicas de transmisión, y el aumento
continuo del número de individuos que de ella se aprovecharán, harán aún más
del siglo XXI la época en que la información constituirá el elemento central de
la civilización. En nuestro siglo se encuentran a la vez más conocimientos y
más hombres que conocen esos conocimientos. En otras palabras, el conocimiento
ha progresado, y aparentemente ha sido seguido en su progreso por la
información, que es su diseminación entre el público. En primer lugar la
enseñanza tiende a prolongarse cada vez más tiempo y a repetirse cada vez más a
menudo en el curso de la vida; luego, las herramientas de comunicación de masas
se multiplican y nos cubren de mensajes en un grado inconcebible antes de
nosotros. Se trate de vulgarizar la noticia de un descubrimiento científico y
de sus perspectivas técnicas, de anunciar un acontecimiento político o de
publicar las cifras que permitan apreciar una situación económica, la máquina
universal de informar se hace más y más igualitaria y generosa, de modo que
anula la vieja discriminación entre la élite en el poder que sabía muy poco y
el común de los gobernados que no sabía nada. Hoy, los dos saben o pueden saber
mucho. La superioridad de nuestro siglo sobre los precedentes parece, pues,
fundarse en que los dirigentes o responsables en todos los terrenos disponen de
conocimientos más surtidos y más exactos para preparar sus decisiones, mientras
que el público, por su parte, recibe con abundancia las informaciones que le
sitúan en posición de juzgar lo acertado de esas decisiones. Una tan fastuosa
convergencia de factores favorables ha debido, en buena lógica, engendrar
ciertamente una sabiduría y un discernimiento sin parangón en el pasado y, por
consiguiente, una mejora prodigiosa de la condición humana. ¿Es así?
Sería frívolo afirmarlo. Nuestro siglo
es uno de los más sangrientos de la historia; se singulariza por la extensión
de sus opresiones, de sus persecuciones, de sus exterminios. Es el siglo XX el
que ha inventado, o cuando menos sistematizado, el genocidio, el campo de
concentración, el aniquilamiento de pueblos enteros mediante la carestía
organizada; el que ha concebido en teoría y realizado en la práctica los
regímenes de avasallamiento más perfeccionados que hayan abrumado jamás a tan
gran cantidad de seres humanos. Esta proeza parece desmentir la opinión según
la cual nuestro tiempo habría sido el del triunfo de la democracia. Y, no
obstante, lo ha sido, a pesar de todo, por una doble razón. Termina, pese a
tantos esfuerzos desplegados, con un mayor número de democracias, las cuales
están en mejor estado de funcionamiento que en ningún otro momento de la
historia. Además, incluso escarnecida, la democracia se ha impuesto a todos
como valor teórico de referencia. Las únicas divergencias a su respecto se
refieren a la manera de aplicarla, a la «falsa» y a la «verdadera» puesta en
marcha del principio democrático. Incluso si se denuncia la mentira de las
tiranías que pretenden obrar en nombre de una pretendida democracia
«auténtica», o en la espera de una democracia perfecta pero eternamente futura,
debe reconocerse que la especie de los regímenes dictatoriales fundados en un
rechace declarado, explícito, doctrinal del principio mismo de la democracia
desapareció con el hundimiento del nazismo y del fascismo en 1945, y luego del
franquismo en 1975. Las supervivencias son marginales. Por lo menos, como hemos
visto, las tiranías más recientes se encuentran reducidas a justificarse en
nombre de la misma moral que violan, reducidas a las acrobacias verbales que, a
fuerza de monotonía en lo inverosímil, engañan cada día a menos gente. A fin de
cuentas, el empleo de ese doble lenguaje no soslaya el problema de la eficacia
de la información. Los dirigentes totalitarios disponen de la información a
título profesional lo mismo que los dirigentes democráticos, incluso si se obstinan
en negársela a sus súbditos, sin, por otra parte, conseguirlo por completo. Los
fracasos económicos de los países comunistas, por ejemplo, no proceden que sus
jefes ignoren las causas. Por lo general, las conocen bastante bien y lo dejan
entrever de vez en cuando. Pero no quieren o no pueden suprimirlas, por lo
menos totalmente, y se limitan, lo más a menudo, a combatir los síntomas por
miedo a poner en peligro un orden político y social más precioso a sus ojos que
el éxito económico. Por lo menos en ese caso se comprende el motivo de la
ineficacia de la información. Puede que, a consecuencia de un cálculo por
completo racional, se abstengan de utilizar lo que se conoce; pues existen
frecuentes circunstancias, tanto en la vida de las sociedades como en la de los
individuos, en las que se debe evitar tener en cuenta una verdad que se conoce
muy bien, porque redundaría contra el propio interés si se sacaran las
consecuencias de la misma. No obstante, la impotencia de la información para
iluminar la acción, o, incluso, simplemente la convicción, sería una desgracia
banal si no fuera consecuencia más que de la censura, de la hipocresía y de la
mentira. Aún continuaría siendo comprensible si se añadieran a estas causas los
mecanismos medianamente sinceros de la mala fe, tan bien descritos desde hace
tiempo por tantos moralistas, novelistas, dramaturgos y psicólogos. Sin
embargo, podemos sorprendernos al comprobar la desacostumbrada amplitud
alcanzada por esos mecanismos. Disponen de una verdadera industria de la
comunicación. Con una severidad globalmente sumaria pero corriente para con los
profesionales de la comunicación, así como con los dirigentes políticos, el
público tiende a considerar la mala fe casi como una segunda naturaleza en la
mayoría de los individuos cuya misión es informar, dirigir, pensar, hablar.
¿Podría ser que la misma abundancia de conocimientos asequibles y de
informaciones disponibles excitara el deseo de esconderlos más bien que de
utilizarlos? ¿Podría ser que el acceso a la verdad desencadenara más
resentimiento que satisfacción, la sensación de un peligro más que la de un
poder? ¿Cómo explicar la escasez de información exacta en las sociedades
libres, en las que han desaparecido en gran parte los obstáculos materiales
para su difusión, de manera que los hombres pueden conocerla fácilmente si
sienten curiosidad por ella o simplemente si no la rechazan? Sí, es por este
interrogante como se llega a las orillas del gran misterio. Las sociedades
abiertas, para utilizar el adjetivo de Henri Bergson y de Karl Popper, son a la
vez la causa y el efecto de la libertad de informar y de informarse. Sin
embargo, los que recogen la información parecen tener como preocupación
dominante el falsificarla, y los que la reciben la de eludirla. Se invoca sin
cesar en esas sociedades un deber de informar y un derecho a la información.
Pero los profesionales se muestran tan solícitos en traicionar ese deber como
sus clientes tan desinteresados en gozar de ese derecho. En la adulación mutua
de los interlocutores de la comedia de la información, productores y
consumidores fingen respetarse cuando no hacen más que temerse despreciándose.
Sólo en las sociedades abiertas se puede observar y medir el auténtico celo de
los hombres en decir la verdad y acogerla, puesto que su reinado no está
obstaculizado por nadie más que por ellos mismos. Además, y esto no es lo menos
intrigante, ¿cómo pueden actuar hasta tal punto contra su propio interés?
“Pues la democracia no puede vivir sin una
cierta dosis de verdad. No puede sobrevivir si esa verdad queda por debajo de
un nivel mínimo. Este régimen, basado en la libre determinación de las grandes
opciones por la mayoría, se condena a sí mismo a muerte si los ciudadanos que
efectúan tales opciones se pronuncian casi todos en la ignorancia de las
realidades, la obcecación de una pasión o la ilusión de una impresión pasajera.
La información en la democracia es tan libre, tan sagrada, por haberse hecho
cargo de la función de contrarrestar todo lo que oscurece el juicio de los ciudadanos,
últimos decisores y jueces del interés general. Pero ¿qué sucede si es la misma información la que se las ingenia para
oscurecer el juicio de los jueces? Ahora bien, ¿acaso no se ve muy a menudo que
los medios de comunicación que cultivan la exactitud, la competencia y la
honradez constituyen la porción más restringida de la profesión, y su
audiencia, el más reducido sector del público? ¿No se observa que los
periódicos, emisiones, revistas o debates televisivos, las campañas de prensa
que agitan las profundidades y originan los más poderosos oleajes, se
caracterizan, salvo excepciones, por un contenido informativo cuya pobreza
corre parejas con su falsedad? Incluso lo que se llama periodismo de
investigación, presentado como ejemplo típico de valentía y de intransigencia,
obedece en buena medida a móviles no siempre dictados por el culto
desinteresado a la información, aunque ésta fuera auténtica”.
Frecuentemente se pone de relieve un
dossier porque es susceptible, por ejemplo, de destruir a un hombre de Estado,
y no por su importancia intrínseca; se deja de lado o se minimiza tal otro
dossier, infinitamente más interesante para el interés general, pero
desprovisto de utilidad personal o sectaria a corto plazo. Desde fuera, el
lector distingue apenas, o en absoluto, la operación noble de la operación
mezquina. Pero dígase lo que se quiera del periodismo (y más adelante diré
mucho más), debemos guardarnos de incriminar a los periodistas. Si un número
demasiado reducido de ellos, en efecto, sirve realmente al ideal teórico de su
profesión es porque —repito— el público apenas los incita a ello; y es, pues,
en el público, en cada uno de nosotros, donde hay que buscar la causa de la
supremacía de los periodistas poco competentes o poco escrupulosos. La oferta
se explica por la demanda. Pero la demanda, en materia de información y de
análisis, emana de nuestras convicciones. ¿Y cómo se forman éstas? Tomamos
nuestras decisiones más importantes en medio de tales abismos de aproximación,
de prevención y de pasión que luego, en un hecho nuevo, husmeamos y sopesamos
menos su exactitud que su capacidad para acomodarse o no a un sistema de
interpretación, a un sentimiento de comodidad moral o a una red de alianzas.
Según las leyes que gobiernan a la mezcla de palabras, de apegos, de odios y de
temores que llamamos opinión, un hecho no es real ni irreal: es deseable o
indeseable. Es un cómplice o un conspirador, un aliado o un adversario, no un
objeto digno de conocer. Esta prelación de la utilización posible sobre el
saber demostrable a veces la erigimos incluso en doctrina; la justificamos en
su principio.
Que nuestras opiniones, aunque sean
desinteresadas, proceden de influencias diversas, entre las cuales el
conocimiento del sujeto figura demasiado a menudo en último lugar, detrás de
las creencias, el ambiente cultural, el azar, las apariencias, las pasiones,
los prejuicios, el deseo de ver cómo la realidad se amolda a nuestros
prejuicios y la pereza de espíritu, no es nada nuevo, desde el tiempo en que
Platón nos enseñó la diferencia entre la opinión y la ciencia. Tanto menos
nuevo cuanto que el desarrollo de la ciencia desde Platón no cesa de acentuar
la distinción entre lo verificable y lo inverificable, entre el pensamiento que
se demuestra y el que no se demuestra. Pero comprobar que hoy vivimos en un
mundo más modelado que antaño por las aplicaciones de la ciencia no equivale a
afirmar que más seres humanos piensen de manera científica. La inmensa mayoría
de nosotros utiliza las herramientas creadas por la ciencia, se cuida gracias a
la ciencia, hace o no hace niños gracias a la ciencia, sin tomar parte,
intelectualmente hablando, en el orden de las disciplinas de pensamiento que
engendran los descubrimientos que disfrutamos. Por otra parte, incluso la
ínfima minoría que practica estas disciplinas y accede a este orden adquiere
sus convicciones no científicas de manera irracional. Sucede que el trabajo
científico, por su naturaleza particular, conlleva e impone de manera
predominante criterios imposibles de eludir de modo duradero. De la misma
manera que un corredor pedestre, por muy demente o estúpido que sea fuera del
estadio, acepta en el momento de entrar en él la ley racional del cronómetro.
De nada le serviría multiplicar, como el político o el artista, los anuncios y
los carteles publicitarios, o convocar reuniones públicas para proclamar que él
es campeón del mundo, que corre los cien metros en ocho segundos, cuando todos
saben y pueden comprobar que nunca se los cronometran en menos de once.
Obligado, por la misma ley de la pista, a la racionalidad, es muy capaz en el
metro de emplear la escalera mecánica en sentido inverso. Un gran sabio puede
forjarse sus opiniones políticas y morales de manera tan arbitraria y bajo el
imperio de consideraciones tan insensatas como los hombres carentes de toda
experiencia sobre el razonamiento científico. No existe dentro de su persona
una osmosis entre la actividad en que su disciplina le obliga a no afirmar nada
sin pruebas y sus opiniones sobre las cosas de la vida y los asuntos
corrientes, en que obedece a las mismas incitaciones que cualquier otro hombre.
Puede, igual que éste, de manera idénticamente imprevisible, inclinarse por el
buen sentido o por la extravagancia, y eludir la evidencia cuando ésta
contradice sus creencias, sus preferencias o sus simpatías. Por consiguiente,
vivir en una época modelada por la ciencia no nos hace a ninguno de nosotros
más aptos para comportarnos de manera científica fuera de los ámbitos y de las
condiciones donde reina inequívocamente la obligación de los procedimientos
científicos. El hombre, hoy, cuando tiene opción no es ni más ni menos racional
ni honesto que en las épocas definidas como precientíficas. Incluso se puede
afirmar, para volver a la paradoja ya evocada, que la incoherencia y la falta
de honradez intelectual son tanto más alarmantes y graves en nuestros días
precisamente porque tenemos ante nuestros ojos, en la ciencia, el modelo de lo
que es un pensamiento riguroso. Pero el investigador científico no es, por
naturaleza, más honrado que el hombre ignorante. Es alguien que se ha encerrado
voluntariamente en unas reglas tales que le condenan, por así decirlo, a la
honradez. Por temperamento un ignorante puede ser más honrado que un sabio. En
las disciplinas que, por su mismo objeto, no presuponen una sujeción
demostrativa total, que se imponga desde el exterior a la subjetividad del
investigador, por ejemplo, las ciencias sociales y la historia, se ve
fácilmente reinar la ligereza, la mala fe, la trituración ideológica de los
hechos, las rivalidades de clan, que ocasionalmente se anteponen al puro amor
de la verdad, que se pretende reverenciar.
Conviene recordar estas nociones
elementales porque no se comprenderán nada las angustias de nuestra época, que
se supone científica, si no se ve que por «comportamiento científico» no hay
que entender exclusivamente el conjunto de diligencias propias de la
investigación científica en un sentido estricto. Comportarse científicamente,
en otras palabras, unir racionalidad y honradez, es no pronunciarse sobre una
cuestión más que después de haber tomado en consideración todas las
informaciones de que se puede disponer, sin eliminar deliberadamente ninguna,
sin deformar ni expurgar ninguna, y después de haber sacado lo mejor que se
sepa y de buena fe las conclusiones que parezcan autorizar. Nueve de cada diez
veces la información no será suficientemente completa y su interpretación lo
bastante indudable para conducir a una certeza. Pero si el juicio final tiene,
pues, en raras ocasiones un carácter plenamente científico, en cambio la
actitud que a él nos lleva puede tener siempre ese carácter. La distinción
platónica entre la opinión y la ciencia o, para traducirlo mejor (en mi
opinión), entre el juicio conjetural (doxa) y el conocimiento cierto
(episteme), proviene de la materia sobre la que se opina y no de la actitud del
que opina. Se trate de simple opinión o de conocimiento cierto, en ambos casos
Platón supone la lógica y la buena fe. La diferencia resulta de que el
conocimiento cierto se refiere a objetos que se prestan a una demostración
irrefutable, mientras que la opinión se mueve en esferas donde no podemos
reunir más que un conjunto de probabilidades. Y, sin embargo, aún queda que la
opinión, aunque simplemente plausible y desprovista de certeza absoluta, puede
ser alcanzada o no de manera tan rigurosa como fuera posible, basándose en un
honrado examen de todos los datos a que se tuviera acceso. La conjetura no es
lo arbitrario. No requiere ni menos probidad, ni menos exactitud, ni menos
erudición que la ciencia. Por el contrario, requiere tal vez más, en la medida
en que la virtud de la prudencia constituye su principal parapeto. Pues el
interés por la verdad, o por su aproximación menos imperfecta, la voluntad de
utilizar de buena fe las informaciones a nuestro alcance, derivan de
inclinaciones personales totalmente independientes del estado de la ciencia en
el momento en que se vive. Según toda probabilidad, el porcentaje de seres
humanos provistos de esas inclinaciones no debía, en las épocas precientíficas,
ser inferior al de hoy. O más bien quisiéramos saber si la existencia ante
nuestros ojos de un modelo de conocimiento cierto determina entre nosotros la
aparición de un mayor porcentaje de personas inclinadas a pensar de modo racional.
Sin arriesgarnos a emitir hipótesis sobre ello, de momento sólo recordemos que
de todos modos la mayor parte, con mucho, de las cuestiones sobre las cuales la
humanidad contemporánea forma sus convicciones y toma sus decisiones
corresponde al sector conjeturable y no al sector científico del pensamiento.
Pero no por ello dejamos de gozar de una superioridad considerable sobre los
hombres que vivieron antes que nosotros, pues en ese mismo sector conjeturable
podemos explotar una riqueza de informaciones que les era desconocida. Incluso
prescindiendo de la ventaja que constituye la ciencia, nuestras posibilidades
son, por consiguiente, mayores que nunca, también en las otras esferas, de
encontrar bastante a menudo lo que Platón llamaba la «opinión verdadera», es
decir, la conjetura que, sin basarse en una demostración obligatoria, resulta
ser exacta. Pero ¿aprovechamos estas posibilidades tanto como podríamos? De la
respuesta a esta pregunta depende la supervivencia de nuestra civilización.
Fuente:
http://bibliotecaignoria.blogspot.com
Comentarios
Publicar un comentario