Gente
Bien (1931)
Bertrand
Russell
Pienso escribir un artículo celebrando
a la gente bien. Pero el lector puede desear saber primero quién es la gente
que considero bien. Llegar a la cualidad esencial puede ser quizás un poco
difícil, por lo cual comienzo enumerando ciertos tipos comprendidos en la denominación.
Las tías solteras son invariablemente bien, en especial si son ricas; los
sacerdotes son bien, excepto en los raros casos que se escapan a Sudáfrica con
un miembro del coro después de simular un suicidio. Las muchachas, siento
decirlo, son raramente bien actualmente. Cuando yo era joven, la mayoría de
ellas lo eran; es decir, compartían las opiniones de sus madres, no sólo acerca
de los asuntos sino, lo que es más notable, acerca de los individuos, incluso
de los muchachos. Decían «Sí, mamá», «No, mamá», en los momentos apropiados;
amaban a sus padres porque éste era su deber, y a sus madres porque evitaban
que se desviasen lo más mínimo. Cuando se comprometían para casarse, se
enamoraban con decorosa moderación; una vez casadas, reconocían como un deber
el amar a sus esposos, pero daban a entender a las otras mujeres que aquél era
un deber que realizaban con gran dificultad. Se portaban bien con sus padres
políticos, aunque ponían en claro que otra persona menos amante del deber no lo
habría hecho; no hablaban mal de las otras mujeres, pero apretaban los labios
de una forma que indicaba que lo habrían hecho a no ser por su caridad
angelical. Este tipo es el que se llama una mujer pura y noble. El tipo, ay,
ahora existe apenas excepto entre las ancianas. Afortunadamente, los
sobrevivientes tienen aún gran poder: presiden la educación, donde luchan, con
bastante éxito, para mantener una hipocresía victoriana; presiden la legislación
en lo relativo a los «problemas morales» y con ello han creado y fomentado la
gran profesión del contrabando de alcoholes; aseguran que los jóvenes
periodistas expresen las opiniones de las dignas ancianas en lugar de expresar
las suyas, con lo que aumenta el alcance del estilo de tales jóvenes y la
variedad de su imaginación psicológica. Mantienen vivos innumerables placeres
que de otro modo habrían terminado en el hastío: por ejemplo, el placer de oír
malas palabras en el escenario y de ver en él una mayor cantidad de piel
desnuda de lo que se acostumbra. Especialmente, mantienen vivos los placeres de
la caza. En una población rural homogénea, como la de un condado inglés, la
gente está condenada a cazar zorros; esto es caro y a veces, peligroso. Además
el zorro no puede explicar claramente cuánto le disgusta que le cacen. En todos
estos respectos, la caza de seres humanos es un deporte mucho mejor, pero si no
fuera por la gente bien, sería difícil cazar seres humanos con la conciencia
tranquila. Los condenados por la gente bien son caza permitida; ante el grito
del cazador, los cazadores se reúnen y la victima es perseguida hasta la cárcel
o la muerte. Especialmente bueno es el deporte cuando la víctima es una mujer,
ya que se satisface la envidia de las otras mujeres y el sadismo de los
hombres. Conozco en este momento una mujer extranjera, que vive en Inglaterra,
en una unión feliz y extralegal, con un hombre que la ama y a quien ama;
desdichadamente sus opiniones políticas no son lo conservadoras que sería de
desear, aunque sólo son meras opiniones, que no se traducen en actos. Sin
embargo, la gente bien se valió de esto para informar a Scotland Yard y esa
mujer va a ser devuelta a su país natal para que se muera de hambre. En
Inglaterra, como en Estados Unidos, el extranjero es una influencia moralmente
degradante, y todos tenemos una deuda de gratitud con la policía por él cuidado
que pone en que sólo los extranjeros excepcionalmente virtuosos tengan permiso
de residir entre nosotros. No hay que suponer que toda esa gente bien sean
mujeres, aunque, claro está, es mucho más común que la mujer sea bien y no el
hombre. Aparte de los sacerdotes, hay muchos hombres bien. Por ejemplo, los que
han hecho una gran fortuna y ahora están retirados de los negocios y gastan su fortuna
en obras de caridad; los magistrados son también casi invariablemente gente
bien. Sin embargo, no puede decirse que todos los defensores de la ley y el
orden sean gente bien. Cuando yo era joven, recuerdo que una mujer bien dijo,
como un argumento contra la pena .capital, que el verdugo no podía ser una
persona bien. Personalmente no he conocido a ningún verdugo, por b cual no he
podido probar este argumento empíricamente. Sin embargo, conocí a una señora,
que conoció en el tren a un verdugo, sin saber quién era, y cuando le ofreció
una manta, porque hacía frío, él dijo: «Ah, señora, usted no haría esto si
supiera quién soy», lo cual parece demostrar que después de todo era una
persona bien. Esto, sin embargo, puede ser excepcional. El verdugo de la obra
de Carlos Dickens, Barnaby Rudge, que categóricamente no es una
persona bien, probablemente es más típico. No creo, sin embargo, que debamos
estar de acuerdo con la mujer bien que cité hace un momento y condenar la pena
capital sólo porque el verdugo no suele ser una persona bien. Para
ser una persona bien es necesario estar protegido de los rudos contactos con la
realidad, y los destinados a realizar la protección no pueden compartir lo que
preservan. Imagínese, por ejemplo, un naufragio en un navío que
transporte diversos trabajadores de color; las pasajeras de primera clase,
todas ellas presumiblemente mujeres bien, tienen que ser salvadas primero,
pero, para que esto suceda, tiene que haber hombres que impidan que los negros
salten a los botes y esto es raro que lo consigan por medios agradables. Las
mujeres salvadas, en cuanto han sido salvadas, comenzarán a lamentar la suerte
de los pobres negros que se han ahogado, pero su ternura es sólo posible por
los hombres rudos que las defendieron. En general, la gente bien deja la
policía del mundo en manos de asalariados, porque piensan que ese trabajo no es
propio de una persona bien. Sin embargo, hay un departamento que no delegan,
el departamento de la difamación y el escándalo. La gente podría ser colocada
en una jerarquía de bondad por el poder de su lengua. Si A habla contra B y B
habla contra A, se convendrá generalmente por la sociedad donde viven que uno
de ellos está ejercitando un deber público, mientras que el otro se mueve por
el despecho; el que ejercita el deber público es la persona más bien de los
dos. Así, por ejemplo, una profesora es más bien que su auxiliar, pero la dama
que ocupa un lugar en el Consejo de Educación es más bien que las dos. Una
charla bien dirigida puede quitar a su víctima los medios de vida, e incluso
cuando no se logra este resultado externo, puede convertir en paria a una
persona. Es, por lo tanto, una gran fuerza y debemos estar agradecidos de que
esté en manos de la gente bien. La principal característica de la gente bien es
la costumbre laudable de mejorar la realidad. Dios hizo el mundo, pero la
gente bien piensa que ellos podrían haberlo hecho mejor. Hay muchas cosas en la
obra divina que, aunque sería blasfemo desear que fueran de otro modo,
convendría no mencionar. Los teólogos han sostenido que si nuestros primeros padres
no hubieran comido la manzana, la raza humana habría sido producida por alguna
inocente forma de vegetación, como dice Gibbon. El plan divino, en este
respecto, es seguramente misterioso. Está muy bien mirarlo, como hacen los
susodichos teólogos, a la luz del castigo del pecado, pero lo malo de este
criterio es que mientras esto puede ser un castigo para la li gente bien, los
otros, ay, lo encuentran muy agradable. Parecería, por lo tanto, como si el
castigo estuviera destinado a los que no les correspondía. Uno de los fines
principales de la gente bien es recompensar esta injusticia indudablemente no
intencionada. Tratan de asegurar que la forma de vegetación biológicamente
ordenada se practique furtiva o frígidamente y que los que la practiquen
furtivamente, al ser descubiertos, queden en poder de la gente bien, debido al
daño que les pueden causar con el escándalo. También tratan de conseguir que se
sepa algo acerca del tema de' un modo decente; tratan de que el censor prohíba
los libros y las piezas teatrales que presenten el tema de un modo que no sea
un motivo de malévola burla; esto lo logran siempre que tengan en su mano las
leyes y la política. No se sabe por qué el Señor hizo el cuerpo humano como lo
hizo, ya que se supone que la omnipotencia podría haberlo hecho de .modo que no
escandalizase a la gente bien. Sin embargo, quizás hay una buena razón. En
Inglaterra ha habido, desde el advenimiento de la industria textil en Lancashire,
una estrecha alianza entre los misioneros y el comercio del algodón, pues los
misioneros enseñan a los salvajes a cubrir el cuerpo humano, y con ello
aumentan la demanda de artículos de algodón. Si el cuerpo humano no tuviera
nada de vergonzoso, el comercio textil habría perdido esta fuente de ingresos.
Este ejemplo demuestra que no debemos temer nunca que la extensión de la
virtud disminuya nuestros beneficios. El que inventó la frase «la verdad
desnuda» había percibido una importante relación. La desnudez escandaliza a la
gente honrada y lo mismo sucede con la verdad. Cualesquiera que sean los
intereses de uno, pronto se verá que la verdad es algo que la gente bien no admite en su conciencia. Siempre que he tenido la desgracia de estar presente en un
tribunal durante la audiencia de un caso del cual yo tenía algún conocimiento
de primera mano, me ha sorprendido el hecho de que no hay una cruda verdad que
pueda penetrar en esos augustos portales. La verdad que penetra en la sala de
un tribunal no es la verdad desnuda sino la verdad con toga, tapadas sus partes
menos decentes. No digo que esto se aplique a los juicios de crímenes claros,
como el asesinato o el robo, sino a todos los que tienen un elemento de
prejuicio, como los juicios políticos, o los juicios por obscenidad. Creo, en
este respecto, que Inglaterra es peor que Norteamérica pues Inglaterra ha
perfeccionado el dominio casi invisible y semiinconsciente de todo lo
desagradable mediante los sentimientos de decencia. Si se quiere mencionar en
un tribunal de justicia cualquier hecho inasimilable, se hallará que el hacerlo
es contrario a las leyes de la prueba y que, no sólo el juez y el abogado de
la parte contraria, sino el propio abogado evitarán que el hecho se mencione. La
misma clase de irrealidad invade la política, debido a los sentimientos de la
gente bien. Si se trata de convencer a una persona bien de que un político de
su partido es un mortal ordinario, en nada mejor que el grueso de la
humanidad, rechazará indignadamente la sugestión. Por consiguiente, 'los
políticos necesitan aparecer inmaculados. En la mayoría de las ocasiones, los
políticos de todos los partidos se unen tácitamente para evitar que se sepa
cualquier cosa que dañe a la profesión, pues la diferencia de partido
generalmente divide menos a los políticos de lo que los une la identidad de
profesión. De esta manera, la gente bien puede conservar la pintura amable de
los grandes hombres de la nación, y a los niños de la escuela se les puede
hacer creer que la eminencia sólo se alcanza mediante grandes virtudes. Hay, es
cierto, épocas excepcionales en que la política se hace realmente áspera y, en
todos los tiempos, hay políticos que no son considerados lo bastante
respetables para pertenecer a ese gremio extraoficial. Parnell, por ejemplo,
fue primero inútilmente acusado de colaborar con asesinos, y luego
victoriosamente convicto de un delito contra la moralidad, como el que, claro
está, ninguno de sus acusadores había soñado cometer. En nuestros días, los
comunistas en Europa y los radicales extremistas y agitadores sindicales en
Estados Unidos están fuera del palio; ninguna corporación de gente bien les
admira y, si delinquen contra el código convencional, no deben esperar merced.
De este modo, las convicciones morales de la gente bien se unen con la defensa
de la propiedad, y así prueban una vez más su inestimable valor. La
gente bien mira con recelo el placer donde lo ve. Saben que el que
aumentó la ciencia aumentó el dolor, y por lo tanto suponen que al aumentar el
dolor se aumenta la ciencia. Por lo tanto, creen qué al difundir el dolor
difunden la sabiduría; como la sabiduría es más preciosa que los rubíes, se
sienten justificados al pensar que realizan el bien cuando hacen esto. Por
ejemplo, construyen un parque de diversiones infantiles con el fin de
convencerse de que son filantrópicos, y luego imponen tantas regulaciones para
su uso que ningún niño disfrutará allí como en la calle. Hacen cuanto pueden
para impedir que los teatros y lugares de recreo estén abiertos los domingos,
porque es el día en que se pueden utilizar. A las empleadas jóvenes se les
impide que hablen con los jóvenes. La gente más bien que yo he conocido ha
llevado esta actitud al seno de la familia y ha hecho que sus hijos jueguen
sólo a juegos instructivos. Sin embargo, lamento decirlo, este grado de bondad
se está haciendo menos común. Antiguamente se enseñaba a los niños que: Dios con un golpe de su vara todopoderosa envía
rápidamente al infierno a los jóvenes pecadores, y se entendía que
esto ocurriría si los niños eran turbulentos o se dedicaban a cualquier actividad
no aprobada por el clero. La educación basada en este punto de vista se expresa
en The Fairchild Family, una
obra valiosísima acerca de cómo se puede producir gente bien. Sin embargo,
conozco muy pocos padres que en la actualidad vivan de acuerdo con estas altas
normas» Se ha hecho tristemente común el deseo de que los niños disfruten, y es
de temer que los que han sido educados de acuerdo con estos relajados
principios no muestren cuando sean mayores el adecuado horror al placer. Me
temo que se esté acabando la época de la gente bien; dos cosas la matan. La
primera es la creencia de que no hay peligro en ser feliz con tal de que no se
haga daño a nadie; la segunda es el asco de la farsa, un asco tanto estético
como moral. Ambas rebeldías fueron fomentadas por la guerra, cuando la gente
bien de todos los países estaban en el gobierno, y en nombre de la más alta
moralidad inducían a los jóvenes a matarse los unos a los otros. Cuando todo
hubo terminado, los sobrevivientes comenzaron a preguntarse si las mentiras y
las miserias inspiradas por el odio constituían la más alta virtud. Me temo que
pase algún tiempo antes de que se les pueda convencer para que acepten esta
doctrina fundamental de toda ética realmente elevada.
La esencia de la gente bien es que
odian la vida tal como se manifiesta en las tendencias de cooperación, en la
turbulencia infantil y sobre todo en el sexo, cuyo pensamiento les produce
obsesión. En una palabra, la gente bien es la gente de mente sucia.
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