El Ajedrez y los Dioses 
Rodolfo Walsh


También los dioses juegan al ajedrez, pero no en un plano, como nosotros, sino en las tres dimensiones del espacio. Comprendo que es una forma torpe de decir: los dioses no necesitan espacio, tableros ni piezas para su juego infinitamente sabio. No obstante, si de algún modo quisiéramos representar el mecanismo de ese juego eterno, podríamos hacerlo así: el tablero está formado por un cubo, dividido en 512 casillas cúbicas. Las piezas se mueven obedeciendo a las mismas leyes que entre nosotros, pero no sólo en superficie, sino también en profundidad. Si los dioses, por alguno de esos caprichos que los han señalado a la atención de los hombres, quisieran mostrarnos un momento del juego, veríamos quizás alados caballos subir o descender las dos casillas correspondientes, y ubicarse luego a la derecha o izquierda, delante o atrás. O acaso un alfil cruzaría entre nosotros como un relámpago negro. Y temblaríamos ante la majestad de pensativos reyes con los ojos clavados en lejanos fulgores de batallas. Y veríamos terribles la potencia y la saña de las reinas destructoras de hombres. El número de combinaciones posibles es infinito. También lo es el de errores. A veces los dioses cometen errores brillantes, que sólo ellos pueden subsanar. Esas equivocaciones pueden tener consecuencias catastróficas para un mísero peón, para una pieza menor, pero no influyen en la economía general del juego, condenado a perdurabilidad. Los dioses son invencibles. No lo son los trozos de alma que ciegamente manejan: y los he visto sucumbir en sublimes y estériles sacrificios o perfeccionar su aburrimiento en un rincón olvidado del tablero. Se ha dicho que los dioses perpetúan en el juego las leyes de la belleza y la simetría. No lo creo. La costumbre, el tedio, la indiferencia, la infinita vanagloria de la infinita sabiduría intervienen por igual en cada jugada. Se ha dicho pobremente que las fuerzas de un bando simbolizan el bien; las otras el mal. Cualquiera puede comprobar la estúpida mentira de esa creencia. Los dioses no tienen idea del bien y del mal. De lo contrario no podrían existir. En el preciso instante en que la sola idea del bien o del mal entrara furtivamente en la voluntad que mueve las piezas sobre el tablero, éste saltaría en pedazos como una gigantesca copa de cristal. 



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