Picasso
por Rafael Alberti – 1953
Las bombas sobre Guernica, su destrucción por las alas germanas,
llevaron a Picasso a penetrar hasta — como diría García Lorca — en «la raíz del
grito» del pueblo español. Y sucedió entonces el reencuentro del gran andaluz,
del gran pintor ibérico, fuera de su país desde comienzos de siglo, con lo más
hondo, desgarrado y terrible de su patria. Así como los milenarios artistas
cazadores de Altamira habían estampado sus bisontes, jabalís y ciervos en el
duro subsuelo español, así Picasso, con igual grandeza, estampaba a la luz de
su siglo toda la España pisoteada, asesinada, convulsa de nuestra guerra.
Aquellos dientes feroces, aquellas manos alzadas y caídas como garfios de
piedra, prolongadas gargantas, primarios perfiles delirantes, rodeando el
espanto de un caballo y bajo la mirada atónita de un toro, revelaron al mundo,
más que todos los testimonios fotográficos, todo el tremendo sacrificio de un
pueblo en lucha por su libertad e independencia. Y fue entonces también cuando
Picasso se reveló a sí mismo lo metidas que tenía sus plantas, aun a pesar de
lo distante, en lo profundo terrenal y humano de ese pueblo. Por el dolor,
Picasso volvía a él, él, que siempre de ese pueblo había poseído en síntesis
todas sus facultades creadoras, toda su pasión y arrebato, su fenomenal
arranque taurino. El toro mediterráneo, el toro griego, el minotauro de los
mitos, embravecido en los pastos españoles, reaparecía en las arenas trágicas
de nuestro ruedo nacional. Venía por su propio instinto, sin responder a
llamamiento alguno. Y venía lastimado, tocado en lo más palpitante de su
entraña. La lucha era a vida o muerte. Pero Picasso, aun participando de esa
momentánea derrota que tantos confabulados enemigos nos infligieron, supo
vencer, quedando abiertamente, sencilla y claramente sumado desde entonces a
ese destino nuestro de contienda, de batallar diario por nuestra libertad, casi
invariable hasta hoy día.
Como Quevedo con su pluma, como Goya con sus buriles y pinceles,
Picasso pasa a ser viento del pueblo, ráfaga delatora, acuchilladora de sus
opresores. La herencia popular, mordiente, incisiva —la mortal embestida del
toro hispano—, se manifiesta en él, de modo poderoso, en esos años. Un pincel
es un arma mucho más eficaz que unas bombas lanzadas impunemente desde el
cielo. Un lápiz, algo todavía peor que un navajazo tirado al corazón.
Con Guernica,
lanza Picasso su respuesta explosiva al criminal atentado que borrara del suelo
de los vascos la ciudad cuna de sus libertades. La explosión del pintor todavía
repercute. No ha muerto. Ahí sigue —y seguirá— atronando los oídos, haciendo
que cada día y cada noche salte en pedazos la conciencia de los provocadores de
aquel crimen. En verdad, que no fue Picasso —como cuenta una posible anécdota conocida—
quien hizo Guernica, sino
los hitlerianos alemanes y sus vendidos españoles. Y lo mismo sucede con las
dos trágicas aleluyas que grabadas a la punta seca
dedicara al generalísimo, con el título de Sueño
y mentira de Franco. En ella el lápiz, el terrible punzón de acero que las
trazara, es un cuchillo hincado para siempre en el corazón del desdichado que
se las hizo dibujar. Ha sido el mismo Franco —podría también decirse— quien
mojando en la sangre inocente de nuestro pueblo esa punta acerada diseñara su
propia monstruosidad, mezclada con las víctimas reales de su sueño. Así Picasso
renueva la volandera tradición popular de las aleluyas españolas, viejo y gracioso medio
de expresión que en sus manos, si hoy acaso insistiera, podría convertirse en otra
peligrosísima arma.
Sí, Picasso ha entrado en nuestro pueblo, es ya corriente y voz de
su sangre. Por el dolor y por la ira, volvió a él, se vio en él, y con él, en
todos los demás pueblos del mundo.
Ahora, bajo la claridad sin sombra del pueblo español,
comprendemos como nunca lo que al pintor corresponde de su temerario ímpetu, de
su constante audacia creadora. No podrán quizás entenderse de pronto algunos de
sus gritos, algunas de sus extrañas invenciones. Pero es que Picasso, como el
pueblo de España especialmente, se expresa con frecuencia de modo elemental.
Grita, sufre, se convulsiona sin sentido aparente, llenando su pintada verdad
de una primitiva y hasta salvaje grandeza. Porque el dolor, el llanto o la
risa, en el momento de fluir de la fuente humana, no se vierten en la forma que
quisiéramos, sino que brotan con desorden, desproporción, desmedida de todos
los sentidos. Y así Picasso en las más sorprendentes obras de estos últimos
años. Y en su Guernica,
sobre todo.
Si por la guerra española pasó el pintor a revivir en su sangre la
del pueblo que le infiltró todo su poderoso genio creativo, por la paz ha
llegado al amor, a la también incesante batalla por la armonía entre los
hombres, por el bien más hermoso que puede desear la Humanidad entera. Una
paloma, ese frágil y hoy perseguido símbolo, han soltado las manos de Picasso a
los cuatro vientos de la Tierra. No han de ser siempre monstruos ni raras
revelaciones lo que amasen los dedos de este pintor humano y primigenio. Su
prodigiosa juventud, en los umbrales de la más bella ancianía, se remonta de
nuevo y toma altura sobre las blancas alas mensajeras. El rostro de la paz está contento de sentirlas volar sobre
su cabeza. Picasso también lo está. Ellas velan por el trabajo de los hombres.
¿Quién más que él, obrero, artesano, descubridor incansable, oidor de todas las
horas, puede desear su vigilancia, su fecundo vuelo luminoso? Sí, de Picasso,
mano de obra siempre plena, tenía también que escaparse este símbolo. Hoy, en
la paz alegre de Vallauris, él le ha alzado su templo, que es una casa de
trabajo, en donde junto a su mujer y sus niños hace surgir, nuevo mágico
prodigioso, el arte más antiguo, el de más hondas raíces en las manos del
pueblo: la cerámica. Ahí se le suman al pintor, junto a las de otros países,
las más preciosas tradiciones alfareras de España: Alcora, Manises, Triana,
Talavera... Un verdadero mar de platos, de «cacharros» que van desde las más
puras formas clásicas hasta las más increíbles, picassianas. Y de los óvalos
chispeantes, de las panzas y extrañas protuberancias policromas de las
terracotas saltan los temas españoles —¡fauna y flora tan caras a nuestros
rústicos ceramistas!— enlazados a los de las azules mitologías mediterráneas. Y
no falta, al lado del búho de la sabiduría, que desde el fondo oval de otro
plato nos mire, perfilada, con su ojo pequeñito, la paloma.
Algún día, tal vez hoy no lejano, cuando el pueblo español conozca
profundamente la obra de este hombre, la amará, claro y generoso, de la misma
manera que él ha sabido amar la suya. Hasta ahora, para nuestro pueblo, Picasso
es sólo un hombre, un símbolo fraternal en su largo y doloroso camino de lucha.
Nunca en la propia patria de Picasso se ha visto una exposición que revele su
ciclópea grandeza. La monarquía ni siquiera lo despreció, pues lo ignoraba. El
franquismo, aunque lo ignora mucho más, le teme. Tuvo que llegar la República,
y con ella la guerra, para que el nombre de Picasso fuera registrado con todos
los honores como el de uno de los hijos más ilustres de España. Mejor que haya
sido así. La honra de conocerlo y amarlo estaba reservada para el pueblo. De él
salió, como el Arcipreste de Hita, como Cervantes, como Lope, como Quevedo,
como Goya, como Machado, como García Lorca, pleno el pulmón de vientos
creadores. Y a nuestro pueblo volverá, porque hoy Picasso, como nunca, es esa
misma tierra y aire que adoramos, el amor, la alegría, el trabajo sin pausa, la
vida bella y armoniosa.
Los Ojos de Picasso – Rafael Alberti
fragmento
No cierra los ojos.
No baja los ojos.
Te quita los ojos.
Te arranca los ojos
y te deja manco
o te deja cojo.
Luego te compone
o te descompone,
la nariz te quita,
luego te la pone,
después te la quita
o te pone dos.
El mundo tranquilo
pendía de un hilo.
Y el desbarajuste
de la gran baraja
cortó con su filo
su pincel navaja.
Salta el mundo, vuela.
Hecho añicos canta,
relincha, arde en vela,
se espanta.
Aquí la matanza,
aquí la esperanza,
el fusilamiento,
el derrumbamiento,
la paz, la bonanza.
Vivan esos ojos.
Luz para esos ojos.
Líneas y colores
para esos dos ojos.
Todo el amor para esos ojos.
El cielo entero para esos ojos.
El mar entero para esos ojos.
La tierra entera para esos ojos.
La eternidad para esos ojos.
Luz para esos ojos.
Líneas y colores
para esos dos ojos.
Todo el amor para esos ojos.
El cielo entero para esos ojos.
El mar entero para esos ojos.
La tierra entera para esos ojos.
La eternidad para esos ojos.
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