El Micro Seis

Relato




Peregrinar por comarcas alegóricas suele ser una instancia válida para la explicación de situaciones en donde la ingenuidad nos puede jugar una mala pasada. Con un alto grado de certeza se puede afirmar que, de manera proporcional, cuánto más asombroso es el relato mayores pautas indiscutibles admitirá. Una suerte de historia subliminal; sospecho que la psicología debe detentar explicaciones científicas atinadas sobre las causales de este curioso fenómeno. La verdad no alcanza, es necesario dimensionarla. Trataré que este relato incluya el adecuado salvoconducto imaginario que permita la compresión de los eventos por los cuales tuve que pasar cuando niño durante mi necesaria asistencia en el micro escolar número seis, unidad que por recorrido estaba a cargo de mis traslados desde y hasta el Instituto San José de Calasanz ubicado en el barrio porteño de Caballito. Espero que el lector, con las prevenciones del caso, encuentre interesante el desafío que implica la lectura anexa de El Eternauta de Oesterheld y Solano López para que esta narración sea entendida dentro del ámbito de su trágica dimensión.

Por entonces, hacia fines de la década del sesenta, Ellos, Manos, Cascarudos, Gurbos, Zarpos y frágiles víctimas viajábamos diariamente en el interior de un mecano con reglas ajenas y torturas propias sin que medie posibilidad cierta de liberación, con la llamativa ignorancia de un exterior que no percibía, o no deseaba percibir, la real envergadura de lo que allí íntimamente se vivía. El micro escolar número seis, insisto, era el que por recorrido tenía asignado, no tenía otra opción. Recogía el alumnado de las barriadas de Almagro y Boedo, ingresando al área del colegio por el Este, vía Avenida San Juan y su continuación Directorio. En aquellas épocas la circulación de ambas arterias era de doble mano. Su propietario era un auténtico Ellos. Su nombre: Vicente Leotta. Un genuino déspota, dueño de una impronta depravada y maliciosa cuya impunidad se la otorgaba el temor por la amenaza de no volver a casa, además de poseer la potestad que le adjudicaba el mando de la nave. Su principal arma, el pánico, lo utilizaba a favor de poseer una legión de Manos, estos formaban el ejercito que servía para el logro de sus fines; al igual que en la historieta, la mencionada especie poseía características singulares siendo fundamentales para conformar un económico conjunto de piezas de utilería, dóciles y renovables, bajo el chantaje de la supervivencia. Generalmente eran los mayores; aquellos que años atrás habían pasado por los mismos dilemas se encontraban en la coyuntura seducidos por un exagerado comportamiento revanchista, mezcla de saña y malicia de exaltada graduación. Entrenados en las aguas del derecho de piso eran firmes defensores del veredicto supremo que el mentor del micro imponía. Los de cuatro y quinto grado formaban el surtido grupo de Cascarudos, Gurbos y Zarpos. Un tanto limitados, acaso con menos saña incorporada, servían de mano de obra secundaria; con su fronterizo talento solían ser provocadores de situaciones límite. En ocasiones recibían las heridas de tales conductas cuando alguno de los héroes colectivos, los más pequeños, reaccionábamos a propósito de un marcado estado de revulsivo hartazgo. Esto sucedía más de lo habitual. De todas formas la diferencia física era demasiado notoria como para cobijar alguna esperanza de victoria. Los padres, tutores y demás responsables, docente y no docentes, formaban la manada de Hombres Robots. Un chip de amabilidad y falsa cordialidad insertado en algún sitio indescifrable aderezado con una generosa  sonrisa de oreja a oreja hacía imposible cualquier argumento denuncista en contra del mayoral. Por últimos estábamos nosotros, las víctimas; seres inferiores y endebles, alumnos de primero, segundo y tercer grado, mano esclava y minusválida que aseguraba suma diversión. Por aquel entonces me encontraba entre los sufridos transeúntes de un calvario que nadie tuvo voluntad de apuntar.

La nave era el primer inciso a tener en cuenta. En una primera etapa se trataba de un colectivo marca Chevrolet de fines de los cuarenta, color celeste cielo, con metales prolijamente cromados y detalles de seguridad y aseo que lo distinguían notoriamente en la fila de doce unidades, vehículos que se disponían del primero al último, por orden numérico, a lo largo de la extensa cuadra de Senillosa, calle donde estaba emplazado el acceso principal al establecimiento. A la hora de la salida cada micro esperaba por sus alumnos estando el cochero apostado en su butaca cotejando no omitir pasajeros. La hora de entrada era un tanto más caótica debido a que los micros se disponían de acuerdo al azar que presentaba el arribo, de modo que el orden numérico se hacía imposible de respetar. El coche número seis ocupaba justo el medio de la cuadra enfrentando rigurosamente el portón de ingreso y egreso al colegio. Nuestro Ellos, bajo esa coyuntura, se mostraba sonriente y gentil acariciando las molleras de cada integrante que ascendía a la nave saludando a diestra y siniestra tanto a las autoridades como a circunstanciales concurrentes que se desplazan por su zona de influencia. Su refinada imagen personal coincidía notoriamente con la traza de la nave; la prolijidad y el recato eran percibidos de manera indivisible. El suntuoso talante de Leotta y la pretenciosa belleza del autobús conspiraban contra la posibilidad de hacer conocer la verdad que encerraban sus metales. Cualquier atisbo de denuncia era desechada de inmediato. El chip instalado en nuestros padres o tutores poseía en apariencia un extraordinario poder. Mis quejas por los abusos recibidos en el navío eran desestimadas de forma intempestiva. Recuerdo haber exhibido, en varias oportunidades, desagrados, pesares y hasta huellas físicas; nadie reparó en nuestras súplicas. Su mano saludando desde la pequeña ventila de la nave, la expresividad y el histrionismo en el trato a los mayores y su enorme sonrisa jugaban a favor de la creencia que se estaba frente a una suerte de firme cancerbero y eficiente protector de nuestras pequeñas y frágiles siluetas, hechuras desprovistas de toda defensa en medio de la cruel metrópoli. No contábamos, lamentablemente, con los valerosos combatientes Salvo, Favalli, Franco o Mosca, ni tampoco estaba Héctor Germán para narrar nuestra epopeya colectiva, por lo tanto el estado de indefensión era absoluto. No poseíamos líder ni organizador. Éramos un conjunto de víctimas a la espera de nuestra suerte, o lo que era lo mismo, a la espera del albedrío del déspota y su impresentable comparsa de adulones.

A las siete de la mañana comenzaba su recorrido. Debido a que mi domicilio estaba bastante alejado del Instituto era el segundo en la nómina, en consecuencia, la nave se mostraba vacía y fría; el silencio era desplazado del ambiente inmediatamente que los demás viajeros eran retirados de sus respectivas moradas. Los estímulos dictatoriales y abusivos comenzaban a medio recorrido desarrollándose conjuntamente los primeros conatos de violencia; las órdenes del Ellos no se hacían esperar. El entretenimiento se iniciaba con las víctimas presentes, siendo en lo personal, a propósito de mi debilidad e inocencia, uno de los receptores preferidos para tales encomiendas. Debo reconocer que nunca me destaqué por ser un niño brillante y despierto. En varias oportunidades fui obligado a completar el recorrido encerrado en el portaequipaje que el coche poseía en el nivel superior mientras mis útiles eran diseminados por cada rincón del mismo. Entre Gurbos, Zarpos y Cascarudos me colocaban a la fuerza en esa estrecha cavidad interior a la par que las risotadas poblaban el ambiente. Gritos de aprobación de los Manos completaban el tortuoso panorama que los pequeños “disponibles” teníamos la obligación de sufrir. En ocasiones dos o tres vasallos arremetían imprevistamente quitándome las zapatillas; acto seguido eran arrojadas al hueco que dibujaba el estribo de la nave. Cuando me proponía ir a buscarlas el Ellos abría violentamente la puerta accionando los comandos manuales que tenía a su disposición. Aterrorizado por el vértigo y a los tumbos, esto último producto del natural movimiento del vehículo, volvía sobre mis pasos temeroso a ser despedido hacia el exterior. Recuerdo con suma precisión el rápido transitar de los bloques de un empedrado que se mostraba ciertamente hostil y peligroso. El temor y el horror se apropiaban de mi diminuta ausencia teniendo la sola opción de continuar mi odisea descalzo, inmovilizado y a merced de mis captores. Luego de haberse divertido un tiempo con los más pequeños y si reparar en los daños cometidos los Manos, siempre bajo el albedrío del Ellos, comenzaba a disponer de sus soldados provocando encarnizadas peleas entre sí. El caos y la violencia se mezclaban entre vítores y gritos a favor de unos y otros. Cualquier similitud al circo de Vespasiano resultaba una mera coincidencia. Las luchas eran iniciadas a expensas de precisas órdenes del chofer en donde la provocación constituía el modus operandi de la empresa: Certeros coscorrones con los nudillos en el centro de las molleras hacia los más desprevenidos o el literal robo de sus pertenencias servían para justificar el desarrollo de un autentico campo de batalla. Cuando algún inocente viajero se quedaba dormido firmaba automáticamente su sentencia y tormento. Apenas descubierto por el Ellos a través de su enorme espejo superior, este impartía la orden para que el súbdito más cercano, sin discriminar categoría, llenara la boca de la víctima con papeles cortados en trozos pequeños de modo no sólo afectar su respiración, sino además y de ser posible propiciar un incipiente vómito que sería debidamente higienizado por el mismo mártir. El despertar de la víctima encerraba momentos de éxtasis para los opresores advirtiendo que el sufrimiento del pequeño ostentaba elementos de inigualable satisfacción.
A escasas cuadras del destino la orden de silencio absoluto por parte del Ellos se hacía sentir. Era el momento preciso para que todo vuelva a la normalidad. De estar en el portaequipaje me bajaban inmediatamente y en caso de no contar con mis zapatillas me las reintegraban presurosos. Los útiles escolares eran devueltos a sus propietarios originales y todo se transformaba como por arte de magia en una ambiente apacible y generoso, propio para el comienzo de una jornada en donde la formación y la educación constituían el principal objetivo. Ya en la puerta del Instituto el Ellos, impostando su exagerada sonrisa, nos daba un beso de despedida en la frente acariciando nuestras seseras dando por inaugurado de esta forma un nuevo y maravilloso día. La ida había concluido. El cura, en la puerta de ingreso, oficiaba de anfitrión cada mañana estrechando la mano del chofer agradeciéndole su diaria, puntual y eficaz tarea. Mientras esto sucedía una mueca de alivio se apropiaba de nuestros espíritus, los más pequeños. Por lo menos para volver al mecano faltaban algunas horas y varios recreos por disfrutar.

El regreso a casa mostraba similares características en cuanto a las relaciones interpersonales dentro de la nave. En lo que a mí respecta el doble turno me instalaba dentro de un estado de cansancio inevitable que promovía, a poco de iniciado el viaje, la típica somnolencia de la siesta. La resultante y aún asumiendo los riesgos conocidos no podía ser otra que mantenerse apartado de todo conflicto para tratar de dormir hasta nuevo aviso. La estrategia que aplicaba para el logro de la empresa (por lo general fracasaba) era recostarme en el último asiento doble tratando de pasar lo más veladamente posible. No estar visible era la única posibilidad que tenía para que los criados del Ellos se olvidaran por un rato de mí. Esa táctica resultaba inútil por completo, y esto quedaba claro cuando al despertarme notoriamente perturbado presentaba mi boca repleta de papelitos que impedían la normal respiración, esto acontecía mientras decenas de Cascarudos a mí alrededor mostraban su bizarro y desmadrado festejo. Sabía que si esbozaba algún tipo de enojo o ira la lección a recibir sería implacable, siendo todo para peor. Recuerdo que en una ocasión le acomodé un bife a uno de ellos; estaba sacado y lo manifesté de ese modo. El sonoro bofetazo llegó hasta los dominios del Ellos, de inmediato uno de los Manos advirtió la tensa situación y se colocó muy cerca de mí. El dictador le ordenó a su esbirro que me trasladara con urgencia hasta el primer asiento. Tras la operación, entre Gurbos y Zarpos me dominaron a voluntad quitándome de inmediato las zapatillas para evitar todo tipo de resistencia, calzado marca Flecha, el cual con esmero mantenía con suma pulcritud. Minutos después el Ellos detuvo el vehículo bruscamente, abrió la puerta y ordenó arrojar el impecable calzado al exterior; el par de zapatillas fueron a parar, boca abajo, en medio de un lago de aguas barrosas linderas a una obra en construcción. De inmediato se me ordenó bajar de la nave e ir a buscar el calzado; así como estaba cumplí con la consigna sin protesto. Apenas di la espalda el autobús arrancó en veloz carrera quedando en medio de la calle sin asunto y aterrorizado. Nunca olvidaré aquel empedrado de la calle Castro, corriendo descalzo en procura de alcanzar a la nave llevando en la mano mis zapatillas húmedas y plenas de podrida suciedad. Dentro del mecano sufría tormentos a diario pero la soledad de la ciudad me aterraba por sobremanera. Cada vez que lograba acercarme el autobús se adelantaba unos metros proponiendo un juego diabólico que fomentaba el jolgorio de los alcahuetes de turno. Recuerdo que mis lágrimas profundizaban el festejo. Por aquel entonces y con seis años estaba incapacitado para descubrir que más allá de sus vehementes imbecilidades el colectivero tenía la obligación de llevarme a destino, en consecuencia, quedarme parado aguardando que pase por mí era lo único que debía hacer arruinando de ese modo el festival de su tropa. Los miedos superaban cualquier tipo de lógica. Debo reconocer que mi estereotipo de niño era sumamente acorde para el aprovechamiento integral de las pesadas jugarretas. No era de los “vivos”, todo lo contrario, manejaba una inocencia bastante inoportuna en el marco de un medio demasiado adverso. A mis nulas fortalezas físicas se sumaban rasgos endebles que evidenciaban una fragilidad que quedaba de manifiesto no sólo a través de una vocecita casi femenina sino además por las propias características ridículas del uniforme. Era inútil insistirle a mi santa madre que no era oportuno, a esa altura de mi vida, continuar utilizando pantaloncitos cortos de lana, ajustaditos, y zapatos charolados tipo Guillermina. Por suerte, promediando mi segundo grado, se convenció de la cosa.

A medio recorrido, cuando la caída del sol proponía notorios cambios de tonalidades, la diversión del Ellos pasaba por las peleas entre los pesos pesados. Con la nave un tanto raleada consideraba que al existir mayor espacio disponible las luchas serían más despiadadas, dignas recuerdos de las mejores crónicas romanas. Los Manos, entonces, justificaban de ese modo su existencia devorándose en increíbles encuentros en donde la primera sangre indicaba el final de la contienda y por ende el resultado de la misma. El regreso poseía en sí propio la impronta de la prisa. Todos, de alguna manera, deseaban llegar a sus hogares para permitirse olvidar tanta estupidez globalizada.

Así transcurrieron los días, los meses. El paso del tiempo me otorgó algunas licencias; sospecho que cachetear siempre al mismo muñeco al fin de cuentas aburre. Y más cuando ese muñeco casi no presenta resistencias. Por suerte a mitad de segundo grado mi familia pudo adquirir un Fiat 600E motor Spider 750 color gris, del año 1966. Aún recuerdo la patente: C050582. Eso permitió que mis sufrimientos bajen en un cincuenta por ciento. Mi madre, al llevarme todas las mañanas, me obviaba males que el resentido dictador programaba para el ayuno. De todos modos su revancha vespertina resultaba rutinaria. Me daban como en bolsa y justamente utilizaba para la venganza la mano ejecutora de aquel que tuvo la mala fortuna de ser el elegido para ocupar mi lugar en las mañanas. El Colorado Agustín y su inquina eran implacables.

Por fuera de ser un elemento despreciable y tiránico el Ellos era un auténtico provocador. Viene a mi memoria cuando decidí invertir algunos ahorros en una caja de figuritas cuya temática era el fútbol. Todavía viajaba por las mañanas. La misma traía cincuenta unidades. Con mi hermano solíamos juntarlas debido a una doble finalidad: en primera instancia jugar en los recreos y como segunda intención apostar a ganar algunos de los premios que por entonces eran bastante importantes: Pelotas de cuero, bicicletas, pósters de encumbrados jugadores de la época formaban un menú muy tentador. Recuerdo que en aquella jornada y ante la espera que obligadamente teníamos que afrontar como consecuencia de que un compañero aún no estaba presto en el hall de su edificio, solicité permiso para acudir al kiosco que estaba lindero al mismo; allí adquirí, tal cual lo había decidido, una caja compacta, repleta de sobres y precintada en su contorno. Para mi sorpresa y desencanto dicha caja me fue expropiada por el Ellos apenas ascendí al estribo so pretexto de averiguar personalmente si ese dinero invertido lo había sustraído indebidamente de mi hogar y si mis padres estaban al tanto de la operación. Mis afirmaciones y juramentos no fueron escuchados, incluso tuve que soportar alguna agresión física por parte de uno de los Manos para que mitigara mi cólera. No le encontraba explicación a la confiscación. En el regreso y luego de un día olvidable, al llegar a la puerta de mi hogar el Ellos hizo sonar su bocina instando a mi padre para que bajara al hall del edificio con el objeto de hablar privativamente con él. Finalizado el trámite y estando al margen de la reunión observé que el chofer, para mi felicidad, le entregó la caja a mi Papá, reanudando luego su recorrido. Yo tuve que esperar hasta las siete de la tarde para disfrutar de mi compra, más precisamente hasta el arribo de mi madre debido a que mi padre deseaba constatar con ella mi versión. De más está aclarar que quién decía la verdad era yo pero a ambos les pareció muy correcta la actitud del cancerbero asumiendo que dicha acción multiplicaba exponencialmente el grado de confianza que tenían por él observando con entusiasmo su atenta preocupación por nuestras juveniles e impensadas  conductas.

Creo que en ese momento confirmé que me encontraba en el mayor de los desamparos. La nevada tóxica continuó hasta finalizado el tercer grado. En el medio, el Ellos logró modernizar su nave adquiriendo otro Chevrolet, pero esta vez de principios de los sesenta, móvil que tuvo que pintar de blanco y anaranjado a propósito de una específica resolución porteña para el transporte escolar.

Con la nueva nave y estando el Ellos como piloto viajamos junto a mi familia (los Hombres Robots) a San Clemente del Tuyú contratado deliberadamente con motivo del usual viaje de vacaciones de principios de año. Salvo, Franco y Favalli, nunca aparecieron.



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