El Bibliotecario Valiente
por
Roberto Bolaño
Empezó como poeta. Admiraba la literatura
expresionista alemana (aprendió francés por obligación y alemán por algo que
podríamos llamar amor, y lo aprendió sin maestros, solo, como se aprenden las
cosas importantes), pero posiblemente nunca leyó a Hans Henny Jahn. En las
fotos de los años veinte podemos verlo con un gesto envarado y triste, un joven
cuyo cuerpo casi sin aristas parece tender hacia la redondez, hacia la
suavidad. Practicó la costumbre de la amistad y fue fiel, sus primeros amigos,
en Suiza y en Mallorca, pervivieron en su memoria con el fervor
de la adolescencia o de la memoria sin culpa de la adolescencia. Y tuvo suerte:
frecuentó a Cansinos-Assens y descubrió, para siempre, una visión inédita de
España. Pero volvió a su país y encontró la posibilidad de un destino. Un
destino soñado por él mismo en un país soñado por él mismo. En las inmensidades
americanas imaginó el valor y su sombra, la soledad inmaculada de los
valientes, el día que se ajusta a la vida como un guante. Y volvió a tener
suerte: conoció a Macedonio Fernández y a Ricardo Güiraldes y a Xul Solar, que
valían más que la mayoría de los intelectuales españoles que había frecuentado,
o eso pensaba él, y pocas veces se equivocó. Su hermana, sin embargo, se casó
con un poeta español. Eran los años del Imperio argentino, cuando todo parecía
al alcance de la mano y Buenos Aires podía autodenominarse la Chicago del
hemisferio sur sin enrojecer acto seguido de vergüenza. Y la Chicago del
hemisferio sur tuvo su Carl Sandburg (poeta, por cierto, que él admiró), y se
llamó Roberto Arlt. El tiempo los ha juntado y los ha vuelto a separar para
siempre. Pero entonces uno de los dos se sumergió en el vértigo y el otro en la
búsqueda de la palabra. Del vértigo de Arlt nació la utopía en su estado más
demencial: una historia de pistoleros tristes que prefiguraba, del mismo modo
que Abaddón el extermínador, de Sabato, el horror que
mucho tiempo después se cerniría sobre la república y sobre el continente. De
la búsqueda de la palabra, por el contrario, surgió la paciencia y una modesta
certidumbre en la felicidad de la literatura. Boedo y Florida fueron los
nombres de ambos grupos, el primero designa un barrio popular, el segundo una
calle céntrica, y hoy ambos nombres marchan juntos hacia el olvido. Arlt,
Gombrowicz (aquella cena que nadie recuerda); pudo haber sido amigo de ellos y
no lo fue. De ese diálogo inexistente hoy queda un gran hueco que también es
parte de nuestra literatura. Por supuesto, Arlt murió joven, después de una
vida agitada y llena de privaciones. Y fue básicamente un prosista. El no. El
era poeta, y muy bueno, y escribía ensayos, y sólo bien entrado en la treintena
se puso a escribir narraciones. Hay quien dice que lo hizo ante la
imposibilidad de convertirse en el poeta más grande de la lengua española.
Estaba Neruda, a quien nunca quiso, y la sombra de Vallejo, cuya lectura no
frecuentó. Estaba Huidobro, que fue amigo y luego enemigo de su triste e
inevitable cuñado español, y Oliverio Girondo, a quien siempre consideró
superficial, y luego venía García Lorca, de quien dijo que era un andaluz
profesional, y Juan Ramón, de quien se reía, y Cernuda, al que apenas prestó
atención. En realidad, sólo estaba Neruda. Estaba Whitman, estaba Neruda y
estaba la épica. Aquello que él creía amar, aquello que más amaba. Y entonces
se puso a escribir una historia en donde la épica sólo es el reverso de la
miseria, en donde la ironía y el humor y unos pocos y esforzados seres humanos
a la deriva ocupan el lugar que antes ocupara la épica. El libro es deudor de
los Retratos reales e imaginarios, que escribiera su
amigo y maestro Alfonso Reyes, y a través del libro del mexicano, de las Vidas
imaginarias, de Schwob, a quien ambos querían.
Muchos años después, cuando él ya era el
más grande y estaba ciego, visitó la biblioteca de Reyes, en México DF,
oficialmente bautizada como "Capilla alfonsina" y no pudo evitar
comentar la reacción que ante tal despropósito tendrían los argentinos si a la
casa de Lugones se la llamara "Capilla leopoldina". Ese no poder
evitar un comentario, su permanente disposición para el diálogo, siempre lo
perdió ante los imbéciles. Dijo que su primera lectura del Quijote la hizo en
inglés y que ya nunca más le pareció tan bueno como entonces. Se rasgaron las
vestiduras los críticos españoles de capa y espada. Y olvidaron que las páginas
más certeras sobre el Quijote no las escribió Unamuno, ni la caterva de
casposos que siguieron a Unamuno, como el lamentable Ramiro de Maeztu, sino él.
Después de su libro sobre piratas y otros
forajidos, escribió dos libros de relatos que probablemente son los dos mejores
libros de relatos escritos en español en el siglo XX. El primero aparece en
1941, el segundo en 1949. A partir de ese momento nuestra literatura cambia
para siempre. Escribe entonces libros de poesía estrictamente memorables que
pasan inadvertidos entre su propia gloria de cuentista fantástico y la ingente
masa de musos y musas. Varios, sin embargo, son sus méritos: una escritura
clara, una lectura de Whitman, acaso la única que aún se mantiene en pie, un
diálogo y un monólogo ante la historia, una aproximación honesta al English
verse. Y nos da clases de literatura que nadie escucha. Y
lecciones de humor que todos creen comprender y que nadie entiende.
En los últimos días de su vida pidió
perdón y confesó que le gustaba viajar. Admiraba el valor y la inteligencia.
Comentarios
Publicar un comentario