El Arte de Vivir (texto inconcluso)
pero por Macedonio Fernández
Cuando el individuo es feliz
o pasablemente feliz, la insinuación de un "arte de vivir", de
un conjunto de principios, reglas e indicaciones más o menos sólidas,
conducentes a favorecer la obtención de un bienestar moderado y a evitar
algunos dolores, excita su sonrisa.
Mas como eludir el dolor y alcanzar el placer son la exclusiva
preocupación del ser vivo, ese mismo hombre temblará y palidecerá ante la
perspectiva de un insignificante sufrimiento o llenará su casa de gritos y
amenazas porque ha encontrado la sopa fría, y siempre que cualquier
circunstancia retire de su alcance alguno de los manjares de su bienestar
cotidiano.
Esto es común a Rockefeller y a su portero, a Napoleón y a su más
oscuro soldado, a Spencer y a su criada; deliberadamente invierto todas
las jerarquías dominantes porque en esta materia no las hay; para el
placer y para el dolor todas las unidades humanas son iguales, y el santo
se enojará porque le estorban ser todo lo santo que desea y palidecerá
ante una tentación, es decir, temblará ante el dolor, porque una tentación
importa para él la inminencia de un dolor moral, de una derrota de su
voluntad.
El disimulo puede cultivarse y también puede darse color de
indignación a lo que es siempre la misma moneda corriente de la cólera.
Nuestros goces y nuestros sufrimientos podrán revestir la forma más
egoísta o altruista; siempre eludir dolor y obtener placer serán el modo
único de respirar la Vida, propio de todo ser vivo.
El cultivo del Valor puede ser llevado a amplitudes admirables,
pero no alterará ese doble movimiento esencial de toda "vida" y,
además, comportará el sacrificio o abandono de otros poderes de la
personalidad.
Del mismo modo, la milagrosa transposición merced a la cual el
individuo rompe la ilusión del "yo", profana el egoísmo natural,
y hace suyos el placer y el dolor de otro ser, no modifica su criterio
hedónico, como no invierte su manera de respirar. La "madre",
consumada perfección de esta suprema gracia del "yo", de ese
bellísimo movimiento de transposición que es la agilidad más exquisita del
"individuo", del mundo cerrado de la conciencia individual, la madre
sólo estará conforme con su estado cuando se sienta feliz y estará y se
manifestará descontenta mientras falte algo a su felicidad, aunque el
significado de esa dicha o de esa desdicha sea textualmente éste: mi hijo
es feliz, o mi hijo sufre.
Y, por tanto, la madre, el héroe, el santo, el asceta, actúan con
respecto al Placer y Dolor exactamente como el más simple individuo humano
o animal, y cuando el dolor invade sus existencias caen en las mismas
supersticiones y temores, buscando amuletos y refugios ya en las
religiones, ya en los moralismos, ya en tal o cual sistema higiénico,
sociológico, psicológico, cultura de la voluntad, "conciencia tranquila",
etcétera.
Entonces, pues, en este asunto que a todos preocupa por igual
¿será posible hallar reglas generales e indicaciones especiales que
beneficien en alguna proporción el estado humano?
Es, quizá, verdad que una regla general para la vida en conjunto y
en todas las posibilidades y situaciones no podría formularse. No existe
ninguna observancia, ninguna conducta, probablemente, que en toda
circunstancia y ni siquiera en la mayoría de las circunstancias presente
más ventajas que inconvenientes, descontando desde ya que ninguna regla
carecerá de múltiples inconvenientes.
Pero existen circunstancias y situaciones más frecuentes que otras
y es por ello que vamos a intentar una exploración.
Toda regla supone una privación, una abstención o una labor y es,
desde luego, contraria a nuestra repugnancia para todo dolor inmediato.
La privación o esfuerzo que esa observancia supone es un dolor
cierto; en cambio el placer próximo o remoto que de ese esfuerzo nos
resultará nunca es cierto porque pertenece al futuro y nuestra existencia
puede cesar antes de recoger el fruto; además, porque puede haber error
parcial o total de en regla; también, porque aún siendo exacta la regla
puede estar mal o incompletamente expresada, o ser mal interpretada por
nosotros, o porque existen muchas reglas que son benéficas si se cumplen
todos los requisitos que ellas exigen y faltando uno cualquiera de ellos,
sus ventajas se truecan en perjuicio.
Además ningún precepto puede ser muy bueno, porque nada en la vida
lo es. Nuestra contextura psicológica y la infinidad de las contingencias
del Mundo imponen que en cualquier condición y momento, individual o
histórico, los bienes y los males se compensen, de tal modo que la
existencia humana o animal en general no es mejor ni peor que la no-existencia.
A esto se agrega que dentro de una vida individual, por ley de relativismo
psicológico, nadie puede gozar mucho más de lo que ha sufrido ni puede
sufrir mucho sino a condición de haber gozado mucho.
Dentro de tal relatividad la eficacia de cualquier regla eudemónica
tiene que ser muy circunscripta; y, además, es posible asegurar los buenos
efectos más o menos inmediatos de algunas conductas y preceptos, pero los
efectos distantes, por las circunstancias mencionadas, o por otras, pueden
llegar a ser grandemente desfavorables al bienestar, sobre todo en virtud
del relativismo hedónico. Así el hombre que para combatir una dispepsia se
ha señalado un régimen frugalísimo habrá logrado su bienestar al cabo de
muchos tanteos, errores y privaciones; mas si repentinamente las
circunstancias cambian y se ve obligado a salir a campaña militar o a
vivir viajando por necesidad, su estómago habituado a una labor ligera le
hará casi intolerable o sencillamente intolerable la existencia y los
esfuerzos realizados por frugalizarse no sólo no tendrán recompensa sino
que le habrán creado una condición directamente contraria a su felicidad.
De igual modo, el buen fumador que, por no carecer de dinero ni de
salud, ha podido disfrutar a su gusto de la grata compañía del habano
durante ocho, diez, quince años (lo que no es poca dicha) si
inopinadamente, por prescripción médica o por carencia de dinero, o por
pérdida de la libertad o por encontrarse desprovisto de cigarros en un
largo viaje, se ve privado de su goce habitual, sufrirá en una semana
hasta enloquecerse o llorar (como lo he observado muchas veces y aún en
hombres que hacían un culto del valor). Es decir, que su miseria y
sufrimiento será tanto mayor cuanto más holgada y libremente haya gozado,
antes, de su placer; o, lo que es lo mismo, que si su goce hubiera
sido antes estorbado por pobreza o prisiones o enfermedades, su dolor
ahora sería menos intenso y prolongado.
Y esto es así de todas las condiciones y venturas; de los goces de
la amistad, del amor, del cariño fraternal, de la lectura, de la ciencia,
de la música, etc., y por ello puede enunciarse que ni la belleza, ni la
fuerza, ni la riqueza, ni el poder intelectual, ni la aptitud al cariño,
ni la aptitud al odio, ni la gloria, ni el valor, ni la salud, son
'"bienes" no digo absolutos, ni siquiera son condiciones
o circunstancias que puedan llamarse "más buenas que malas". En
otro capítulo trato de demostrar esta verdad, que algunos hallarán
demasiado amplia y considerarán objetable, particularmente en lo que atañe
a la salud y al valor, que a todos parecen oro sin mezcla. En
consecuencia, las reglas que yo acierte a formular no
tenderán sistemáticamente a la obtención de ninguno de estos llamados
"bienes" y por ello mi primera advertencia al lector será que no
envidie ninguna condición ni ningún carácter, y, en segundo término, que
sepa, si actualmente sufre, que a él le está reservada tanta felicidad
como a cualquier mortal, sin necesidad de que llegue a alcanzar la gloria,
la riqueza, la valentía o la ciencia que otros poseen; que tenga siempre
presente que sufrir ahora es estar sembrando la semilla del placer futuro.
Todo hombre llega a la felicidad ineludiblemente, cualesquiera que
sean sus defectos de carácter (para la dicha y la desdicha ninguna forma
de carácter es cualidad o defecto sino que es las dos cosas
alternativamente y según las circunstancias), su condición y sus fracasos.
Unas veces llegará a ella por realización de sus deseos y otras por
destrucción de ellos a fuerza de fracasos, pero llegará a ella indefectible
y plenamente con tal de que su existencia se prolongue unos años más y sin
otro requisito que éste. De idéntico modo tornará a vivir miserablemente
después que haya saboreado algunos años dichosos y también por la sola
razón de que gozar es crear las condiciones necesarias para el sufrimiento
ulterior, es sembrar dolor futuro.
Olvidé enumerar entre los comúnmente llamados "bienes"
el buen humor o carácter alegre y lo he olvidado en mis páginas porque la
Realidad lo ha olvidado entre sus "casos" o "creaciones".
El carácter alegre no existe; colocadlo en la condición o situación
opuesta a aquella en que lo habéis visto alegre y observaréis cuan poco
alegre llega a ser. Las personas llamadas "alegres"
son generalmente temperamentos cariñosos y cordiales que en la sociedad de
sus semejantes se sienten dichosos como el pez en el agua; en la soledad
son grandes desdichados por la misma razón que el pez fuera del agua, pero
como, naturalmente, no cabe observarlos sino rara vez en la soledad, dado
que el observador les haría compañía, dejan siempre la impresión dominante
de un inagotable buen humor. La relatividad, pues, dice a todos:
"alegraos si sufrís", "entristeceos puesto
que gozáis", en vista de que el porvenir del dolor es el placer y el
porvenir del placer es el dolor.
Indicaremos, asimismo, que la felicidad llega sólo cuando el
individuo ha adquirido a fuerza de esfuerzos de trabajo o de esfuerzos de
privación de satisfacciones, una abundantísima actividad o una gran
frugalidad en todos los deseos afectivos o sensuales y, en fin, que no
siempre se es desgraciado cuando uno cree serlo, ni es imposible que
seamos felices sin que nos hayamos apercibido de ello; aunque tal cosa no
ocurrirá a las personas que constantemente reflexionan sobre su existencia,
ocurre con frecuencia que hombres estudiosos e inteligentes observan tan
poco su vida interior que emiten con respecto a los períodos de su vida
juicios eudemónicos muy inexactos. La existencia es dura para todos y no
puede ser de otra manera; lo único que alcanza a determinar una diferencia
considerable entre una existencia y otra con respecto a su balance final
de goces y sufrimientos, es la oportunidad o inoportunidad con que llega
la muerte. Es una gran ventaja morir cuando se ha disfrutado de todo el
período bueno subsiguiente a uno malo; y es el colmo del infortunio que se
extinga la existencia cuando se iniciaba el buen período. Vivir poco o
mucho nada significa, pues la vida en sí no es un bien, y ningún
destino más envidiable que el de quien muere antes de los veinte años.
Casi siempre el brillo de la vida empieza a palidecer desde los
catorce o quince años; aunque bajo otros puntos de vista carecen de toda
belleza ética y estética la niñez y la adolescencia, la existencia donde
el Dolor no ha invadido todavía, es lo cierto que esa parte es la más
deseable de nuestro pobre destino y que importa un inestimable beneficio
que ella cese a esa altura.
Pero la intensidad de la dicha puede ser tan completa a los
cincuenta años como a los quince y muchos jóvenes a los veinte años son ya
profundamente desgraciados.
El Mundo no es una morada hecha "a la medida" para el
hombre o para el ser vivo: la "vida" en general y la "vida
humana" son accidentes que han brotado, persisten y pueden
desaparecer en cualquier momento, y la ilusión de la adaptación progresiva
de la Vida al Mundo, es una esperanza pueril que se desvanece con sólo
detener un instante nuestro pensamiento en esta consideración: que si la
"vida" evoluciona en el seno de la Realidad tendiendo
a adaptarse a ella, a su vez la Realidad Total paralelamente y con entero
olvido de la "Vida" evoluciona también, de tal manera que cuando
la primera cree haber dado un paso de adaptación, la Realidad, por las
modificaciones graduales o no graduales que constituyen su evolución propia, se ha alejado y la Vida descubre
que se ha adaptado a lo que era y ya no es, que se ha adaptado al Pasado
sin provecho alguno.
Es infantil creer que la Vida se mueve en el seno de una Realidad
inmóvil. La especie "diamante" o la especie "agua",
del mundo inorgánico, es un tipo en marcha como la especie
"eucaliptus" o la especie "hombre", del orgánico,
y cuando la especie "hombre" cree haberse adaptado a las
condiciones de aprovechamiento de la especie "agua", ésta ha
modificado su constitución y requiere una diferente adaptación que a su
vez llega y se encuentra con un nuevo distanciamiento.
Pero, por otra parte, tampoco el mundo es un infierno, como nos lo
notifica Schopenhauer. El Placer no es negativo, es real, tan real como el
Dolor. Lo que ha dado pábulo a tal afirmación en descrédito del Placer
(aunque lo mismo acontece con el Dolor) es aquel rasgo singular de nuestra
facultad afectiva, merced al cual la certidumbre de ... (se interrumpe
el texto).
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