CENSOR JURADO DE LIBROS
WALTER BENJAMIN
Walter Bénjamin
y Tristesse de Frédéric Chopín
Así como la época actual es, por antonomasia, la antítesis del
Renacimiento, también se contrapone, en particular, al momento histórico en que
se inventó el arte de la imprenta. Se trate o no de un azar, su aparición en
Alemania coincide con una época en que el libro, en el sentido más noble del
término, el Libro de los libros, se convirtió, gracias a la traducción de la Biblia por Lutero, en patrimonio colectivo.
Ahora, todo parece indicar que el libro, en esta forma heredada de la
tradición, se encamina hacia su fin. Mallarmé, que desde la cristalina
concepción de su obra, sin duda tradicionalista, vio la verdadera imagen de lo
que se avecinaba, utilizó por vez primera en el Coup de dés las tensiones gráficas de la
publicidad, aplicándolas a la disposición tipográfica. Los experimentos que los
dadaístas intentaron luego con la escritura no provenían ciertamente de un afán
de construcción, sino de las puntuales reacciones nerviosas propias de los
literatos, y fueron por ello mucho menos consistentes que el intento de
Mallarmé, surgido de la esencia misma de su estilo. Pero esto permite
justamente reconocer la actualidad de aquello que, cual mónada, Mallarmé, en su
aposento más hermético descubrió en armonía preestablecida con todos los
acontecimientos decisivos de esta época en los ámbitos de la economía, la
técnica y la vida pública. La escritura, que había encontrado en el libro
impreso un asilo donde llevaba su existencia autónoma, fue arrastrada
inexorablemente a la calle por los carteles publicitarios y sometida a las
brutales heteronimias del caos económico. Tal fue el severo aprendizaje de su
nueva forma. Si hace siglos empezó a reclinarse gradualmente, pasando de la
inscripción vertical al manuscrito que reposaba inclinado en los atriles para
terminar recostándose en la letra impresa, ahora comienza, con idéntica
lentitud, a levantarse otra vez del suelo. Ya el periódico es leído más
vertical que horizontalmente, el cine y la publicidad someten por completo la escritura
a una verticalidad dictatorial. Y antes de que el hombre contemporáneo consiga
abrir un libro, sobre sus ojos se abate un torbellino tan denso de letras
volubles, coloreadas, rencillosas, que sus posibilidades de penetrar en la
arcaica quietud del libro se ven reducidas. Las nubes de langostas de la
escritura, que al habitante de la gran ciudad le eclipsan ya hoy el sol del
pretendido espíritu, se irán espesando más y más cada año. Otras exigencias del
mundo de los negocios llevan más lejos. Con el archivo se conquista la
escritura tridimensional, es decir, un sorprendente contrapunto a la
tridimensionalidad de la escritura en su origen, cuando era runa o quipo. (Y ya
hoy es el libro, como enseña el modo actual de producción científica, una mediación
anticuada entre dos sistemas diferentes de ficheros. Pues todo lo esencial se
encuentra en el fichero del investigador que lo escribió, y el erudito, que
estudia en él, lo asimila a su propio fichero.) Pero no cabe la menor duda de
que la evolución de la escritura no quedará eternamente ligada a las
pretensiones de dominio de una actividad caótica en la ciencia y en la
economía, y de que más bien vendrá el momento en que la cantidad se transforme
en calidad, y la escritura, que se adentra cada vez más en el ámbito gráfico de
su nueva y excéntrica plasticidad, se apoderará de golpe de sus contenidos
objetivos adecuados (Sachgehalte). En esta escritura pictográfica, los poetas,
que como en los tiempos más remotos serán en primer término, y sobre todo, expertos
en escritura, sólo podrán colaborar si hacen suyos los ámbitos en los que (sin
darse demasiada importancia) se lleva a cabo la construcción de esa escritura:
los del diagrama estadístico y técnico. Con la instauración de una escritura
internacional variable, ellos renovarán su autoridad en la vida de los pueblos
y descubrirán un papel frente al cual todas las aspiraciones tendentes a
renovar la retórica resultarán triviales ensoñaciones.
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