El 17 de Agosto de 1891 nacía Oliverio
Girondo
Veinte motivos para leerlo
Página 12 - Artículo publicado el 24-01-2011
Cinco por la negativa: las
carencias
Uno. No saber quién es. Es el mejor motivo y el que a él más le
hubiera gustado. Enterarse de que es –para muchos– el mejor poeta argentino del
siglo XX es un dato que puede despertar al menos la curiosidad, primer paso
hacia la posibilidad de tener una aventura; quiero decir: una experiencia que
nos cambie la vida. Conocer a Girondo vale la pena precisamente por eso: te
deja diferente de cómo te encontró.
Dos. No haberlo leído. Es una suerte, como no haber leído todavía a
Pessoa o a Pound. O no haber ido a China o no conocer Africa. Se te abre un
mundo desconocido, una puerta. A mí me pasó cuando tenía algo más de veinte, en
la segunda mitad de los ‘60, y el Centro Editor lo reeditó en una colección
barata y popular. Después encontré la edición de Losada de Persuasión de los
días, de 1942, en Fray Mocho. Es lo que más me gusta de él. La tengo todavía.
Tres. No leer poesía en general. Oliverio está especialmente indicado
para los prejuiciosos o escaldados por algún contacto negativo con textos
poéticos que les provocaron desconcierto/rechazo/alergia/fastidio. Girondo se
entiende y se disfruta. No necesita exégetas ni mediadores letrados (que los
hay, casi en exceso). Jamás un libro suyo se te cae de la mano. Reconcilia con
la poesía.
Cuatro. Estar amargado / estar engrupido. La lectura de Girondo (como la
de Drummond de Andrade, por ejemplo) vacuna contra la estupidez de la queja
sistemática y/o la autosatisfacción del acomodado en su molde comprado a
plazos. Ni la hipocresía ni la autoconmiseración.
Cinco. Querer amasijarse / ser un boludo alegre. Incluso en sus
momentos más jodones y festivos, Girondo habla en serio: nunca es solemne; y en
los momentos de mayor desesperación –que los tiene– tiene la humildad de
admirar el Misterio de lo dado y reconocer el Error, la soberbia pretensión
manipuladora de saberes e instituciones (incluso el mismísimo lenguaje). Por
eso nunca es patético. Te cura de la soberbia elocuente (regodeo en el
sinsentido) y de la ignorante (hacerse el boludo).
Cinco
por la positiva: los libros
Seis. Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías
(1925). Su primer libro, desprejuiciado fundador de la vanguardia argentina de
los ‘20, son viñetas, croquis, apuntes tomados al paso de Mar del Plata a
Venecia, de Buenos Aires y Río de Janeiro a Venecia. Ahí está el “Exvoto”: “Las
chicas de Flores se pasean tomadas de los brazos para transmitirse los
estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas
del miedo de que el sexo se les caiga en la vereda”. Famoso. El segundo salió
en España, con dibujos suyos. “Calle de las sierpes”, Sevilla, 1923: “Cada doscientos
cuarenta y siete hombres / trescientos doce curas / y doscientos noventa y tres
soldados / pasa una mujer”.
Siete. Espantapájaros (1932). El primero editado en Buenos Aires, y el
más perfecto hasta entonces. Dos docenas de breves prosas inolvidables, algunas
inquilinas habituales de toda antología: las setenta y dos acciones amorosas
del texto 12. “Se miran se presienten se desean / se acarician se besan se
desnudan / se respiran se acuestan se olfatean”. Las maravillosas maldiciones
del 21: “Que te enamores tan locamente de una caja de hierro que no puedas
dejar, ni un momento, de lamerle la cerradura”. Qué bárbaro.
Ocho. Persuasión de los días (1942). Son poemas existenciales, si
cabe; la pura intemperie espiritual sin ningún tipo de franela compensatoria.
“Dicotomía incruenta”: “Siempre llega mi mano / más tarde que otra mano que se
mezcla a la mía / y forman una mano (...) Por eso es muy posible que no acuda a
mi entierro / y mientras me riegan de lugares comunes / yo me encuentre en la
tumba / vestido de esqueleto / bostezando los tópicos y los llantos fingidos”.
Nueve. Campo nuestro (1946). Ya a fines del ’30 había vuelto –con la
crisis, con la guerra, con el desastre europeo– a mirar para adentro, a
reflexionar sobre la cuestión nacional: la cultura, la economía, incluso el
paisaje. Hay varias versiones, hasta el cincuenta, de sus poemas a la
(redescubierta) pampa primordial, vaca madre, plana nada elocuente. Es el
Girondo menos conocido y manipulable.
Diez. En la masmédula (1956). Es el final, el salto en el vacío
experimental, la ruptura de las palabras y de la sintaxis, la busca absoluta.
Es el Girondo que seduce a surrealistas tardíos (Molina) y marca el camino de
la puesta en tensión extrema del instrumento que empujará a la larga a algunos de
los mejores, como Lamborghini, a sus propios confines. “El puro no”: “El no /
el no inóvulo / el no nonato / el noo (...) / el macro no ni polvo / el no más
nada todo / el puro no / sin no”. Apaga y vámonos.
Cinco
por cuestión de salud
Once. Saber reír. Con Girondo, el humor irrumpe en la poesía argentina
como un pedo en misa, un chiste verde en un velorio, un codazo en un desfile.
Se da y concede permisos. Del humor ingenioso –que comparte con Ramón Gómez de
la Serna, por ejemplo– saltará al humor negro y escatológico. No es un adorno,
ni un chiste. Es una manera (la única digna) de mirar el mundo.
Doce. Cagarse en (casi) todo. La irreverencia (“¡Se celebra el
adulterio de la Virgen María con la Paloma Sacra!”, de “Verona”) y la
provocación iconoclasta que picotea los bordes de los tabúes con ingenio y
desparpajo tienen una violencia corrosiva inusitada. Espantapájaros, por
ejemplo, no es sólo una provocación sino un libro memorable, único para su
época y para nuestra cultura.
Trece. Saber enojarse. Girondo no es un ruidoso payaso oportunista
íntimamente integrado sino un observador feroz de la sociedad y las costumbres
perversas de su tiempo. “Lo que esperamos”: “Yo sé que todavía / los émbolos /
la usura / el sudor / las bobinas / seguirán produciendo / al por mayor / en
serie / iniquidad / ayuno / rencor / desesperanza / para que las lombrices con
huecos portasenos / las vacas de embajada / los viejos paquidermos de
esfínteres crinudos / se sacien de adulterios / de hastío / de diamantes / de
caviar / de remedios”.
Catorce. Celebrar la vida. Porque a la hora de reconciliarse con el
mundo, ya despojado del “miasma” del comercio humano, a contrapelo de una
“civilización” descaminada, Girondo descubre –y sabe revelar para nosotros– el
soberano estupor ante lo natural visto con mirada adánica. “Inagotable
asombro”: “Este perro / este perro / ¡Indescriptible! / ¡Unico! / (...)
Cotidiano, inaudito / que demuestra el milagro / que me acerca al Misterio /
que dan ganas de hincarse / de romper una silla”.
Quince. Angustiarse en serio. Pocas veces en la poesía contemporánea –en
la latinoamericana, sólo en Vallejo– la expresión de la angustia ante las
cuestiones de sentido que atraviesan al poeta en vida y muerte, alcanza la
radicalidad –sin clichés ni recetas verbales o existenciales– del último
Girondo. En la masmédula es, como sucede con un solo de Parker, un gesto
definitivo e irreductible.
Y
cinco porque sí
Dieciséis. El nombre que le pusieron. Llamarse así no suele ser gratis. Qué
hace alguien que se llama así. Y de chiquito. Hay que bancársela. Creo que en
su caso fue un estímulo: debió estar a la altura, con ese nombre de payaso,
equilibrista o político radical al estilo Crisólogo Larralde. Toda su obra es
un comentario, una prolongada digresión tragicómica a partir de su nombre.
Diecisiete. La cara que tenía. También tuvo que hacer algo con la cara,
remontarla. En eso, como Macedonio (otro que vino con un plus nominativo), ganó
cara y equívoca venerabilidad con el tiempo. Era de ojos saltones, dientudo y
con mentón fugitivo: las caricaturas de la época son alevosas. La barba lo
disfrazó, pero operando al revés de las caretas: lo puso grave, reservando la
gracia y la ironía para los ojos.
Dieciocho. Las cosas que hacía. Las jodas famosas, la prolongada
estudiantina, su espíritu juguetón, iconoclasta. El memorable lanzamiento por
calle Florida, en coche fúnebre, de Espantapájaros, con el muñeco de la tapa,
dibujado por Bonomi, convertido en escultura de papel maché, y con chicas
vendiendo el libro.
Diecinueve. La mujer con la que se casó. Un hombre también se
justifica/explica por las mujeres que amó y lo amaron. Oliverio conoció a la
brillante colorada Norah Lange en 1926 y se casaron en el ‘43. Fue su mujer, su
amiga, su cómplice talentosa. La oradora de banquetes que supo reunir en
Estimados congéneres, la memoriosa de Cuadernos de infancia, la novelista de
Personas en la sala.
Veinte. Las fechas del almanaque. Acaso sea un
pretexto que hoy, 24 de enero, se cumplan 44 años de la muerte de Oliverio, en
el verano de 1967. Norah lo sobrevivió sólo cinco más. El otro pretexto que nos
da el almanaque para leer a Girondo es que este año, el 17 de agosto, se
cumplen 120 de su nacimiento en 1891. A ver si nos acordamos.
Comentarios
Publicar un comentario