Margarita o el poder de la
farmacopea
Adolfo Bioy Casares
No
recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:
-A
vos todo te sale bien.
El
muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la
menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían
resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi
nuera. Le decía:
-No
me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.
-El
triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba.
-Siempre
lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.
-No
el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me
parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.
A
pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas
examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química
y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son
quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera
de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen
pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y
tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país
y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido
dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece
bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro
Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear
jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como
lo atestiguan las páginas de "Caras y Caretas", la gente consumía
infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas
y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista.
Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano recurre el
mundo hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.
Cuesta
creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En
efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida,
juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una
tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los
ángeles.
Mi
nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver
restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya
mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para
transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha
crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría
inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la
niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el
comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el
centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí
notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba
embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos
contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía
con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.
-Margarita
no tiene la culpa.
Las
dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.
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