EL SACERDOTE
William Faulkner
Había
casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana
alcanzaría la unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había
deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla
día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla a través de la
confesión, a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado;
mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta que los fuegos
terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba
apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su
sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos:
esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las
voces de su sangre serían aquietadas. O, mejor aún, domeñadas. Que, cuando
menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se
perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente
de sentido entre los desfiladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de
Dios.
Pero no lo había
alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su
dormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo
no era sino un letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo.
Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni tampoco pensamiento. La
finalidad de la vida estaba clara: sufrir, utilizar la sangre y los huesos y la
carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magnífico y asombroso,
siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los
Savonarola y los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las
roeduras de la carne, alcanzar la unión espiritual con el Infinito, morir,
¿cómo podía compararse con esto el placer físico anhelado por su sangre?
Pero, una vez
entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los
puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para
él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la
pavorosa duda de que acaso se estaba perdiendo algo, de que acaso, después de
todo, fuera cierto que la vida se limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en
los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía
saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era semejante a
plata, semejante a una flor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá
de la carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino
una excusa, sino un paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida
de aquel hombre apasionado y hacía tanto tiempo muerto semejante a la suya; un
tejido de miedo y duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso?
Sólo que algo bello y excelso significaba para él no una Virgen sosegada por el
dolor y fijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino una
criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido
sorprendida por la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marfil
despojada de su primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que
declina. Para decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay
de apasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que el mañana
tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque el hoy es suyo. Se ha
tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos pesares del
hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez.
La tarde era como
una mano alzada hacia el oeste; cayó la noche, y la luna nueva se deslizó como
un barco de plata por un verde mar. Se sentó sobre su catre y se quedó mirando
hacia el exterior, mientras las voces de sus compañeros se iban mitigando a su
pesar con la magia del crepúsculo. El mundo sonaba afuera, y se eclipsaba;
tranvías y taxímetros y peatones. Sus compañeros hablaban de mujeres, de amor,
y él se dijo a sí mismo: ¿Pueden estos hombres llegar a ser sacerdotes y vivir
en la abnegación y en la ayuda a la humanidad? Sabía que podían, y que lo
harían, lo cual era más duro. Y recordó las palabras del padre Gianotti, con
quien no estaba de acuerdo:
-A través de la
historia el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene
control. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las que
capeará el temporal que él mismo ha provocado. Y recuerden: la única cosa que
no cambia es la risa. El hombre siembra, y recoge siempre tragedia; pone en la
tierra semillas que valora en mucho, que son él mismo, ¿y cuál es su cosecha?
Algo acerca de lo cual no ha podido aprender nada, algo que lo supera. El
hombre sabio es aquel que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su
vocación, y reír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa
se renueva a sí misma como la copa de vino de la fábula.
Pero la humanidad
vive en un mundo de ilusión, utiliza sus insignificantes poderes para crear en
torno un lugar extraño y estrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus
afirmaciones religiosas, al igual que sus compañeros con su charla eterna sobre
mujeres. Y se preguntó cuántos sacerdotes de vida casta y dedicados a aliviar
el sufrimiento humano serían vírgenes, y si el hecho de la virginidad supondría
alguna diferencia. Sin duda sus compañeros no eran castos; nadie que no haya
tenido relación con mujeres puede hablar de ellas tan familiarmente; y sin
embargo, llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombre recibiera
ciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de la donación, y el
satisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él mismo. Pero él no era capaz
de decidir en tal sentido; no podía creer que los impulsos sexuales pudieran
desbaratar la filosofía global de un hombre, y que sin embargo pudieran ser
aquietados de ese modo. “¿Qué es lo que quieres?”, se preguntó. No lo sabía: no
era tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto el temor de perder la vida
y su sentido por culpa de una frase, de unas palabras vacías, sin ningún
significado. “Ciertamente, en razón de mi ministerio, deberías saber cuán poco
significan las palabras”.
¿Y en caso de que
hubiera algo latente, alguna respuesta al enigma del hombre al alcance de la
mano pero que él no pudiera ver? “El hombre desea pocas cosas aquí abajo”,
pensó. ¡Pero perder lo poco que tiene!
El pasear por las
calles no hizo que viera más claro su problema. Las calles estaban llenas de
mujeres: chicas que volvían del trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se
hacían símbolos de gracia y de belleza, de impulsos anteriores al
cristianismo.“¿Cuántas de ellas tendrán amantes? -se preguntó-. Mañana me
mortificaré, haré penitencia por esto mediante la oración y el sacrificio, pero
ahora abrigaré estos pensamientos en los que ha tanto tiempo he deseado pensar”.
Había chicas por
doquier; sus delgadas ropas daban forma a su paso en la Calle Canal. Chicas que
iban a casa para almorzar -el pensamiento de la comida entre sus dientes
blancos, de su placer físico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo
su ser-, para fregar en la cocina; chicas que iban a vestirse y a salir a
bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces de colores, que
mientras duraba la juventud tomaban la vida como un cóctel de una bandeja de
plata; chicas que se sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a
lomos de caballos con arreos de plata.
“¿Es juventud lo
que quiero? ¿Es la juventud que hay en mí y que clama hacia la juventud en
otros seres lo que me conturba? Entonces, ¿por qué no me satisface el
ejercicio, la contienda física con otros jóvenes de mi sexo? ¿O es la Mujer, el
femenino sin nombre? ¿Habrá de venirse abajo en este punto toda mi filosofía?
Si uno ha venido al mundo a padecer tales compulsiones, ¿dónde está mi Iglesia,
dónde esa mística unión que me ha sido prometida? ¿Y qué es lo que debo hacer:
obedecer estos impulsos y pecar, o reprimirlos y verme torturado para siempre
por el temor de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de la
abnegación?”.
“Purificaré mi
alma”, se dijo. La vida es más que eso, la salvación es más que eso. Pero oh,
Dios, oh, Dios, ¡la juventud está tan presente en el mundo! Está por doquiera
en los jóvenes cuerpos de chicas embotadas por el trabajo, sobre máquinas de
escribir o tras mostradores de tiendas, de chicas al fin evadidas y libres que
exigen la herencia de la juventud, que hacen subir sus ágiles y suaves cuerpos
a los tranvías, cada una con quién sabe qué sueño. “Salvo que el hoy es el hoy,
y que vale mil mañanas y mil ayeres”, exclamó.
“Oh, Dios, oh,
Dios. ¡Si al menos fuera ya mañana! Entonces, seguramente, cuando haya sido
ordenado y me convierta en un siervo de Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré
cómo dominar estas voces que hay en mi sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos
fuera ya Mañana!”
En la esquina
había una expendeduría de tabaco: había hombres comprando, hombres que habían
finalizado su jornada de trabajo y volvían a sus casas, donde les esperaban
suculentas comidas, esposas, hijos; o a cuartos de soltero para prepararse y
acudir a citas con prometidas o amantes; siempre mujeres. Y yo, también, soy un
hombre: siento como ellos; yo, también, respondería a blandas compulsiones.
Dejó la Calle
Canal; dejó los parpadeantes anuncios eléctricos que habrían de llenar y vaciar
el crepúsculo, inexistentes a sus ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo que los
árboles son verdes únicamente cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron
en la calle húmeda, los ágiles cuerpos de las chicas dieron forma a su
apresuramiento hacia la comida y la diversión y el amor; todo quedaba a su
espalda ahora; delante de él, a lo lejos, la aguja de una iglesia se alzaba
como una plegaria articulada y detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron:
“¡Mañana! ¡Mañana!”.
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