Haroldo Conti
Sospecho que esté donde esté Haroldo debe estar muy contento por la recuperación de YPF
4 de Mayo de 1976
Haroldo Conti nació
en Chacabuco, Provincia de Buenos Aires el 25 de mayo de 1925. Fue maestro
rural, actor, director teatral aficionado, seminarista, empresario de
transportes, piloto civil, profesor de filosofía. Estuvo también vinculado a la
actividad cinematográfica como guionista, y en calidad de tal trabajó en La
muerte de Sebastián Arache, un film de Nicolas Sarquis. Su novela Alrededor de la jaula recibió en 1966 el premio del
concurso hispanoamericano convocado por la Universidad de Veracruz, y fue más
tarde llevada al cine por Sergio Renán con el nombre de Crecer de golpe. Recibió también el Premio de la Casa
de las Américas por Mascaró,
el cazador americano, el premio de
la revista Life, Fabril
Editora y el municipal de la Ciudad de Buenos Aires. Su obra narrativa, nutrida
en sus tan disímiles experiencias, posee una rara densidad descriptiva que por
momentos se torna casi lírica, y un manejo poco usual del mundo de los afectos
simples, que elude todo sentimentalismo fácil. Fue secuestrado el 4 de Mayo de
1976 por la dictadura militar y hasta el día de hoy permanece en la lista de
desaparecidos.
CON
GRINGO
Los vi
cuando salieron del monte, apenas hace un rato. Vi al grupito de batidores con
el capitán al frente. Después desaparecieron porque el camino baja y lo tapan
los árboles, pero acabo de ver ahora mismo la nube de polvo que levantan a la
entrada del pueblo. El capitán sobresale de la gente y la polvareda.
El coronel
atraviesa la calle abrochándose la bragueta seguido por el resto de los milicos
que dormían la siesta. Alguien pegó un grito y la gente abre paso a los
soldados que vienen pateando el polvo por el medio de la calle con aquel pálido
y ojeroso capitán montado en una mula.
Recién
ahora que están más cerca veo al otro jinete. No se parece a nadie, quiero
decir a toda esa gente que no se parece a nosotros, por más que los parió la
misma tierra. Cabalga como dormido. Tiene las piernas envueltas en unos trapos
y una melena aceitosa que le cae hasta los hombros. Por los andrajos más bien
es igual a nosotros.
Detrás del
hombre viene el gringo con el pañuelo debajo de la gorra. Tropieza una vez y
levanta la cabeza y se acomoda los anteojos que brillan como dos fogonazos.
Cuando
pasan frente a la iglesia, el sol, que cae a plomo, los borra de golpe. Sólo
queda en el aire la cabeza del capitán, blanca de polvo, con un par de huecos
que le hunden la cara. Después viene la cabeza del hombre que se bambolea a un
lado y otro, como el Cristo de Lagunillas la vez que lo sacan para la Cuaresma
y lo pasean de una punta a otra del pueblo. Tiene la misma cara de muerto de
hambre, la misma barba silvestre.
La gente
los sigue de lejos porque el gringo se vuelve a cada rato y los espanta con el
puño. Un perro se le cruza en el camino y le larga un puntapié. El perro rueda
entre las patas de las mulas con un alarido y el jinete se tumba a un lado. El
gringo levanta los brazos pero no llega a tocarlo porque el capitán, sin
volverse, alarga la mano y lo acomoda en la montura.
El hombre
ha abierto los ojos, o ya los traía abiertos y recién me doy cuenta porque lo
tengo enfrente. Mira adelante, es decir, no mira un carajo, como si cabalgara
solo en medio del polvoriento camino que viene de Valle Grande y atraviesa
Higueras, que casi no es un pueblo, que casi no es nada, y se pierde a lo lejos
en dirección a otra nada más grande.
Pasa el
gringo, pequeño y taciturno y antes pasaron los milicos pateando el polvo con
un quejoso zangoloteo de trapos empapados y correajes sudorosos y ahora pasa la
gente que se apretuja y cuchichea al final de la cola. Delante cabalga el
capitán, flaco y pálido como la muerte, y al lado cabalga a los tumbos aquel
jinete zaparrastroso. Las piernas le cuelgan de la mula como si fueran
enteramente de trapo.
Ahora que
ha pasado me pregunto a quién se parece. En todo caso se parece al Cristo
macilento de Lagunillas, que en esto del hambre se parece a todos nosotros.
Se han
parado frente a la escuela. El coronel hace un ademán y los milicos se vuelven
contra la gente que recula al otro lado de la calle.
El gringo,
de atropellado, pecha al coronel, que se frota la cara y dice carajo. Los demás
se han quedado quietos, hasta la gente. Miran al hombre mientras el sol les
recalienta los sesos. Entonces grita algo en cocoliche, el gringo, y sus ojos
líquidos saltan hasta el medio de la calle. El capitán ladea apenas la cabeza,
desmonta y se sacude el polvo.
En esto el
hombre se vuelve y el sol le agranda la cara y aunque está del otro lado de la
calle veo el relumbrón de sus ojos, espesos y húmedos por la calentura. La boca
se le enrosca en el hueco de la barba pegoteada de sudor y de polvo. Es que
sonríe, aunque nadie lo entienda.
El capitán
suelta una orden por lo bajo. Un par de milicos lo bajan de la muía,
aguantándolo con el hombro, y se lo llevan hasta la escuela. El gringo los
sigue y alarga la mano cuando los milicos se paran, pero no se anima a tocarlo.
El coronel
empuja la puerta con un pie y lo meten adentro. Los milicos lo meten porque el
coronel apenas asoma la cabeza y, no bien salen, vuelve a cerrarla.
Ahora, el
sol está justo en lo alto y los milicos se adormecen con el resplandor que
brota del aire. El gringo se ladea la gorra y mira por uno de los boquetes que
hay en la pared.
El sol me
embroma la vista. Tal vez es por eso que veo aquellos ojos colgados del aire.
Después veo toda la cara con esa sonrisa inmóvil no sé si de burla o tristeza.
Es una cara grande como esta tierra a la que nadie entiende tampoco.
Por la
tarde llegó el Toyota cargado de oficiales. Entró a los pedos levantando una
nube de polvo que borró la mitad del pueblo y paró de golpe frente a la
escuela. Entonces la nube le dio alcance y sonaron ruidos y gritos como si
detrás hubiera otro pueblo, un verdadero pueblo. El coronel salió de la nube y
se puso a gritar más fuerte que todos. Saludaba para un lado, gritaba para el
otro.
Ahora que
la nube se ha ido, se ha ido el ruido también porque el sol le pone a uno la
sangre pesada. Los oficiales están parados al lado del Toyota, se sacuden el
polvo y miran con curiosidad al gringo, que habla en lugar del coronel. Supongo
que es así porque el coronel dejó de hablar cuando apareció el gringo y lo mira
con cara de aburrido mientras el otro manotea el aire.
Uno de los
oficiales se apoya contra la pared como si fuera a mear. En realidad está
mirando por uno de los agujeros. Miran uno tras otro.
Yo no
necesito mirar, ni siquiera necesito abrir los ojos pero veo mejor que ellos
porque los deslumbra la luz. El hombre está sentado en el suelo con la espalda
contra la pared y la penumbra le agranda las pupilas como puños. Hay algo que
ahueca sus ojos y enciende una llama al final, algo que está en el aire que lo
rodea, que brota de su cabeza de león, la cual no cabe en aquel agujero, no
cabe ni siquiera en Higueras.
Uno de los
oficiales entra en la escuela, tras otra patada del coronel en la puerta, pero
no tarda en salir con la cara alborotada. Entran y salen y el coronel dice otra
vez carajo.
Por el lado
de la quebrada se siente el abejorreo de la avioneta. Lo he oído a ratos
durante la mañana, antes que trajeran al hombre, ya que es evidente que no
salió de él venir hasta Higueras. En general no sale de nadie, hay que decirlo.
Acaba de
llegar un camión cargado de milicos.
Hace un
rato los oficiales se marcharon al almacén y la calle se ha vuelto a quedar
vacía. Hay más soldados que otras veces pero acaso el calor y esta luz que vela
las figuras dan esa impresión.
Sale un
milico del almacén y un poco antes he oído la voz apretada del gringo pero aquí
el polvo y el silencio son demasiado viejos, de manera que no sé si lo he oído
o más bien se me hace porque estoy acostumbrado a ponerles voces y palabras a
las cosas justamente de mudas que están.
Los oficiales
acaban de irse. Montaron en el Toyota rápidamente y cuando pasaron frente a la
escuela la nube de polvo ya los había tapado. Después se fueron los soldados.
No es que se fueran. El coronel pegó un grito y ellos se pusieron en fila,
tomaron distancia como para que calzaran sus sombras entre uno y otro, de modo
que parecía un verdadero ejército, y después de otro grito se marcharon para
Masicuri. No es que se marcharan para Masicuri tampoco. Porque doblaron detrás
de la última casa y si fueran para Masicuri los estaría viendo todavía sobre el
camino, un hombre, una sombra, otro hombre, otra sombra.
El coronel
se ha vuelto a meter en el almacén y ahora no se ve a nadie realmente. Es
decir, veo tan sólo el rostro del hombre que sonríe cortito desde un tapial,
desde el polvo de la calle, desde una punta y otra del camino.
Esto es
Higueras, este silencio. Acaso esa cara tan grande como la tierra.
El capitán
aparece en la puerta del almacén, blanco y ojeroso y casi transparente por la
luz que lo enciende de la cabeza a los pies. Se vuelve lentamente y camina en
dirección a la escuela con la metralleta pegada a una pierna. Los botines
claveteados levantan una nubecita de polvo pero no hacen ruido. Antes de entrar
suelta el seguro y apoya una mano en la puerta. Sin embargo, no se mueve de
ahí, como si hubiera perdido la memoria, que es lo que tarde o temprano se
pierde en esta soledad.
De pronto
comienza a repicar la campana de la iglesia y el capitán empuja la puerta.
Los
campanazos ruedan por la calle desierta como piedras y recién al tiempo me
pregunto qué mierda estarán celebrando y en el mismo momento, mientras ruedan y
golpean contra los tapiales y yo me pregunto y miro el negro hueco de la
puerta, siento como un ruido de ramas que se quiebran en medio de los
campanazos, un rebote áspero y entrecortado, mientras ruedan y golpean
celebrando tal vez una fiesta nueva.
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