EL ASUNTO: VAGABUNDEAR Cuento Autor Gustavo Marcelo Sala




“Si después de los cuarenta, una mañana te levantás de la cama y no te duele nada, quiere decir que estás muerto”, me dijo hace muchos años “El Gallego” Llenderrozas; un compañero de Banco portador de todos los achaques propios de la penosa profesión. Fumador de atado y medio diario durante cuarenta años, vicioso por lo embutidos y amante del buen vino, sufría de artrosis y diabetes, su colesterol mostraba tres cifras con redoblona a los cinco y la tos no lo dejaba finalizar frase alguna. Supe que así y todo el tipo logró disfrutar de su jubilación durante veinte años. Partió de este mundo a los ochenta y cuentan que su receta, apenas se despidió de Contaduría, fue simple y sencilla: Vagabundear...

Por entonces todavía no figuraba la marcha como el vademécum esencial del buen y moderno galeno. En la actualidad todo se cura caminando: cuarenta y cinco minutos a buen ritmo o una hora a paso de esparcimiento. En las plazas, en los parques, en las costaneras, en las explanadas vemos personas a todo vértigo, sudorosas y aisladas, en búsqueda de la salud perdida vaya a saber en qué cajón del medioevo.

“El Gallego”, un pionero en la materia, lo hacía como excusa y sin que medie receta profesional. Vagabundear para él significaba quitarse años de rutina, viajes en subte, sacos, corbatas y diarios arrugados. Aún así, las mañanas le seguían doliendo, cosa que consideraba un excelente mensaje corporal.

La calle se le abrió como un hito liberador, una suerte de arma emancipadora, a la postre curadora incompleta de melancolías, un amor sombrío y desdichado, y decenas de males que necesariamente debían seguir existiendo como signo esperanzador.

A poco de andar el faso dejó de ser una prolongación insustituible de su cuerpo para pasar a ocupar un espacio de moderado placer para puntuales y precisos momentos; la diabetes y el colesterol marcaron retrocesos inesperados y la artrosis comenzó a dispensar solidarias licencias de modo permitirle agacharse sin temor a quedar duro, dicho esto y por su edad, en el peor de los sentidos.

La conclusión científica a la que arribó junto a su médico personal le determinó que la vagancia es el mejor y más rápido modo de curación. Tener tiempo para no hacer nada asegura instantes en donde la ausencia de excusas le permite a uno vivir décadas sin mayores sobresaltos. El trabajo enferma se dijo. Blasfemó duramente contra su padre por haberle inculcado aquello de que el trabajo dignifica. Sí, dignifica, pero arruina. ¿De qué sirve la dignidad individual en medio de un terremoto? Se reía de sí mismo y de su historia, y de tanto convencionalismo y frase hecha. “El Gallego”, como buen español republicano, era un avezado lector de ensayos políticos y filosóficos. Su frase de cabecera se la había robado a Bertrand Russell: “ El concepto de la responsabilidad nos fue impuesto brutalmente por los detentadores del poder para explotarnos con la conciencia tranquila”.

Resultó que cierto día, cuando comenzaba a despuntar su séptima década de vida arrancó su recorrida, como quién no sabe a ciencia cierta qué es lo que está haciendo, desde Parque Centenario, por la Avenida Díaz Velez finalizando su circuito en Ángel Gallardo. Alguien me dirá que son sólo cuatrocientos metros la distancia entre ambos puntos. A priori dicha afirmación es cierta, el detalle fue que el tipo siempre caminó en sentido contrario a su destino final.
Tomó Rivadavia hasta el bajo, luego Além, subió por Córdoba, siguiendo por sus continuaciones Estado de Israel y luego Ángel Gallardo. Algo más de ciento veinte cuadras, doce kilómetros vagabundeando, exhausto por momentos, pero firme y constante en su decisión, aunque como antes mencioné sin tener la menor idea en qué se basaba tal dictamen.

Su médico personal Luis Alberto Balestra comenzó a notar que “El Gallego” espaciaba sus visitas en la misma medida que su química interna se acomodaba a valores normales. Ni siquiera acudía por placebos como era su histórica costumbre. Meses después este mismo profesional publicó varios tratados sobre la relación directa que tiene la actividad física regular con la vida sana, cosa que le trajo, como consecuencia, dejar la medicina práctica y colocarse al frente de una fundación nacional que dispuso discrecionalmente de micros radiales y televisivos. La subsidiada ONG “Viva Bien” rescataba la caminata como elemento recuperador insuperable para todo tipo de males que la rutina, el trabajo y el estrés provocan.

A principio de los noventa dicha terapia constituía una verdadera revolución ya que impactaba directamente en la economía de la medicina tradicional. “Viva Bien”, en poco tiempo, se transformó en una empresa multifacética y federal, con centros de atención en las principales ciudades del país.

A propósito Macedonio Fernández afirmó cierta vez que los médicos son, en ocasiones, usureros de la curación espontánea.

Por un tiempo y hasta que las patas le dieron “El Gallego” fue la imagen de la ONG cobrando suculentos dividendos por no hacer nada. Su vagabundeo era filmado y convertido en publicidad tanto directa como subliminal. Fue cara y silueta de ropa deportiva para la tercera edad que nunca utilizó y supuesto catador de alimentos dietéticos que nunca degustó.

Sin deudos ni prole a beneficiar “El Gallego” Lenderrozas murió a raíz de un paro cardíaco metros antes de cruzar Puente Alsina. Había arrancado de su barrio de toda la vida, Parque Centenario. Meses después, estando de casualidad por la zona, me cruzo con el encargado del edificio en donde "El Gallego" vivía; me comentó que esa mañana, al viejo se le había metido entre ceja y ceja que no iba a dejar este mundo sin conocer el barrio en donde el Diego había visto la luz .


 


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