SEGURO CONTRA EL MIEDO - Autor GIOVANNI PAPINI


Me he caído de un árbol -donde estaba leyendo, montado sobre una rama, en estos días de calor- y me he roto una pierna. Apenas el cirujano ha terminado su trabajo y me he encontrado inmóvil y prisionero en la cama, he tomado mi acostumbrada precaución. He mandado buscar a toda prisa y con urgencia a dos cojos para que vengan a hacerme compañía. Los pago como son pagados los gobernadores del Estado, pero deben andar y también saltar delante de mí. Los dos derrengados me llegaron al día siguiente: al uno le faltan las dos piernas y camina con muletas; el otro tiene las dos, pero tan retorcidas y encogidas, que se mueve con trabajo y con movimientos grotescos.
Los dos infelices son, en estas jornadas de aburrimiento y de rabia, mi consuelo. El mutilado y el estropeado me hacen ver, con sus ridículos movimientos, aquello en que podría convertirme, y, por contraste, me alegran.
Es un método excelente. Lo descubrí hace años cuando me di cuenta de que era miope y sufrí durante algún tiempo el fastidioso fenómeno de las manchas volantes delante de los ojos. Me procuré inmediatamente algunos ciegos y, con el pretexto de hospedarlos, me distraía contemplando las pupilas muertas, las cuencas vacías, y su estupor silencioso un poco idiota y un poco extático. Tenerlos cerca, verlos, era para mí un inmenso consuelo: me hacían sentir la valía del poco de vista que aún poseía, me hacían disfrutar mejor de la luz del Sol, los colores de las cosas, las formas.
Muchos me preguntan por qué en un castillo del parque -aquel que he hecho traer, pedazo a pedazo, del Suffolk- tengo un museo de centenarios. La causa no es ciertamente la filantropía, sino la misma que me ha hecho llamar a los ciegos y a los cojos. Apenas comencé, después de los cuarenta años, a tener miedo de la vejez, me puse en busca de los hombres que desde hace más de un siglo desafían a la muerte. He reunido siete, hasta ahora; el más joven tiene ciento tres años, y el más viejo, ciento veintidós. No acepto más que centenarios auténticos, en buen estado, y únicamente varones.
De cuando en cuando, si me siento abatido y me invade la melancolía, voy a verlos y a estar un poco con ellos. Aquellas caras arrugadas, apergaminadas, atontadas, aquellos ojos gelatinosos y ausentes, aquellas bocas babeantes, aquellas manos frágiles y trémulas, producen en mí un curioso efecto, aplastante, pero de todos modos bastante consolador.
Algunas veces pienso: si éstos han conseguido vencer las asechanzas diarias de la muerte hasta esta edad, esto quiere decir que no es imposible, para el hombre, superar los límites usuales y que existe una probabilidad incluso para mí.
Pero en otros momentos, en los que domina la repugnancia de aquella decadencia lamentable, concluyo pensando: mejor que verse reducido a un estado semejante, entre lo grotesco y lo lamentable, esclavo de todos, sin otra alegría que paladear un poco de menestra, vale más morir pronto: en los setenta años fijados por Aristóteles, tal vez antes.
De todos modos, me son útiles y no me duele lo que me cuestan. Son, como los ciegos y los cojos, un seguro viviente y visible contra el miedo, y me parece que muchas formas de la beneficencia pública -hospitales, hospicios, asilos- no tienen, en el fondo, otro origen.

Comentarios