28 AÑOS DE DEMOCRACIA - Nota de Opinión

Es tiempo... ya somos adultos
...a 28 años del triunfo de Raúl Alfonsín


Veintiocho años de Democracia. No es para nada desdeñable en el marco de una sociedad cuya historia está delineada por guerras intestinas, desencuentros permanentes y razonamientos lineales. Algo más de un cuarto de siglo es suficiente tiempo para comenzar a comprender que la adolescencia ha quedado en el pasado. Todavía solemos escuchar la vaga falacia que afirma estar transitando el sendero de un proceso joven. Creo que se trata de una afirmación ciertamente conformista que apunta más a justificar los pendientes que adjudicarse alguna responsabilidad por las omisiones que el colectivo social tiene deseos de ocultar. En menos de ese tiempo y sin la actual tecnología cientos de fenómenos sociales y políticos se han desarrollado a lo largo de la historia. Enumerarlos sería tan engorroso como fatigante, aunque puntualmente esclarecedor.
La permanencia y la estabilidad pasan de piso a techo sin solución de continuidad. Por ellas no somos capaces de arriesgar nuestros destinos a favor de procurar un orden más justo y equitativo.
Cualquier intento de cambio substancial parece amenazar aquellas características que algunos insisten declamar como precarias. Toda situación crítica es vista como una amenaza al sistema y no como lo que realmente es: Una enorme posibilidad de estudio, debate y crecimiento. De ese modo, permanencia y estabilidad logran entidad de paradigma por sobre las demás urgencias de la sociedad. Así, lo obvio e indiscutible está diariamente sometido a fantasmales conspiraciones por los intereses dominantes.
Se suele afirmar que la democracia es el más óptimo de los ordenamientos políticos existentes, pero a la vez, se procura no ascender el tenor intelectual y político para repensar otro sistema superador, con mayor base participativa, que contemple las falencias que la misma democracia ostenta endémicamente. Por caso su afán contradictorio por sepultar al mundo de las ideas presuponiendo que estas contribuyen a la atomización de la sociedad. Lo curioso es que al mismo tiempo se presume que el sistema garantiza la libertad de pensamiento y opinión. Nuevamente el piso y el trecho se dan la mano, lo obvio como formato y paradigma. Lo que luego de veintiocho años debería asumirse como normal y cotidiano, es mostrado todavía como elemento fundacional.
Con la Democracia, per-se, no se come, ni se educa, ni se cura. Con todo respeto y admiración lamento disentir con el recordado alegato humanístico, de claro y eficiente tenor electoralista del ex Presidente Raúl Alfonsín. Se come con la justicia social y la distribución equitativa del trabajo y la riqueza, se educa con una profunda inversión hacia tales efectos, desde lo cultural y lo científico, y se sana con centros de salud calificados, tecnológicamente avanzados, servicios socializados y profesionales de excelencia. Es aquí en donde comenzamos a descubrir aquellos techos inaccesibles. Cielorrasos que la democracia no intenta acercar debido a que sus presupuestos siguen destinados a fines determinados. A saber, sostener una buena porción de la recaudación pública y fiscal para el mantenimiento de la burocracia que asegure la estabilidad y permanencia de la que hablamos al principio.
Se asegura que la democracia es perfectible dado que está ligada a un instintivo proceso evolutivo y que la ambición del hombre por superarse hará que su camino apunte, sin prisas pero sin pausas, al progreso de la sociedad. Estos veintiocho años demuestran todo lo contrario, haciendo la salvedad que podemos interpretar dicho proceso evolutivo del mismo modo que lo hizo Darwin a través de su teoría de selección natural. Hay un momento en la vida de los seres vivos que tanto respirar como sudar forman parte de actividades mecánicas que si bien están automatizadas intelectualmente su desarrollo no requiere trabajo racional, no son sometidos bajo amenaza de riesgo. Está instalado que la democracia necesita que sus mecanismos básicos, es decir su piso, se encuentre permanentemente exhibido como logro máximo.
Los sistemas democráticos de principios del siglo XXI no lo son en su esencia, en su espíritu, sino en sus formas y maquillajes. El sistema de salud no es democrático, al igual que el educativo, el laboral, el habitacional y menos lo es el concepto de propiedad, variables sujetas a los humores del mercado.
No existe peor categorización que la creada por la misma democracia: La idea de incluidos y excluidos. Ambas forman parte de un todo en donde la voluntad de elección y los deseos individuales poco hacen al nudo de la cuestión.
Vivimos un presente en donde el capitalismo y la globalización están por encima de la democracia y ésta acepta apaciblemente estos comprobados y crueles liderazgos. Dichos intereses nos argumentan a diario que este sistema es el mejor en tanto y en cuanto no se le exija a sus mecanismos la revisión de la siniestra variable costo/beneficio. Algo similar ocurre con la variable Seguridad Jurídica; ésta será exigida y/o valorada siempre y cuando no interrumpa las liberales y “democráticas” reglas del mercado. Los excluidos presionarán por sus carencias, ausencias estructurales que los incluidos nunca tendrán la seria voluntad (conciencia de la ignominia) de modificar porque les variaría substancialmente los privilegios obtenidos. La oferta y la demanda como eje de discusión y como ordenamiento social.
Groucho Marx decía que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer diagnósticos falsos y aplicar remedios equivocados”. Sin estar afiliado a la ocurrente ironía, en oportunidades uno observa que algo de eso ocurre.
La ciencia política no tiene la culpa de sus operadores y las libres interpretaciones que de ella se hace. Pero en la práctica se me ocurre que el placebo de la libre expresión es utilizado con demasiada insistencia como mágico medicamento que cura todas nuestras penas terrenales; como la única aspiración ética a conservar.
Un sistema que ampara la ignominia social no hace otra cosa que buscarse un problema, si al mismo tiempo cree que las causas no están sujetas a la reglas del mercado el diagnóstico resultará falaz; si para peor se considera que el remedio adecuado es el ajuste y ceñirse a recetas individualistas y voluntaristas completa a la perfección el circuito ironizado por Groucho.
Tomemos por caso la tan mentada inseguridad, la baja en la edad de imputabilidad y demás yerbas, con la prevención de no ingresar a la definición contemporánea de delito, cosa que profundizando resulta mucho más compleja de lo que sentencia la vulgaridad que frecuentemente presenta el sentido común. Por estos tiempos Thomás de Quincey hubiera sido un reo de la más baja estofa por su marcada y pública afición al opio.
Volvamos al punto. La marginalidad es el evidente y necesario caldo de cultivo para romper el contrato social que la misma democracia declama. Al aceptar con mansedumbre el ordenamiento del mercado no hace otra cosa que incluir el problema de la inequidad. Se prefiere no interpelar los causales sólo sus consecuencias, entendiendo que atacando éstas se logra silenciar el dilema. Aumentar penas, cercar a los sectores con mayor tensión social mediante ejércitos de gendarmes, bajar la edad de imputabilidad no son otra cosa que medicamentos equivocados dentro de un diagnóstico tan cómodo como tramposo.
Cuando se afirma que nuestra democracia es adolescente se la desea presentar como una criatura carente de anticuerpos y ciertamente minusválida. Sistema que no puede ni debe ser sometido a prueba, sistema que no se debe cuestionar, sistema al que nada se le puede objetar por presentar riesgos históricos demostrables.
En mi opinión los sistemas no tienen edad ni van mejorando con los tiempos. La democracia más experimentada del planeta nos presentó un dirigente de la talla de George W. Bush . Sus políticas internas y externas han sido lamentables en ambos sustratos siendo víctimas de ellas tanto propios como extraños, debido a la indudable y triste incidencia que tiene EE.UU a nivel mundial. Nunca debemos olvidar su llamativa reelección a posteriori del ataque terrorista al Centro de Comercio Mundial (World Trade Center) del 11 de Septiembre del 2001.
Los tiempos cambian y como consecuencia los problemas. La soluciones de ayer no tiene porqué resolver los desafíos de hoy. Lo cierto es que difícilmente puedan lograrlo. Esgrimir como dato importante que uno de los trastornos es la juventud del sistema es todo un síntoma de conformismo y holgazanería intelectual. 
Uno de los fracasos más notables de nuestro sistema democrático lo indica el recurrente sofisma amenazador que como espada de Damocles nos recuerda a diario que esgrimir nuestras quejas y necesidades es una bendición divina. Sofisma desde lo conceptual. La democracia incluye necesariamente la libertad de expresión; no como don y gracia, sino como característica visceral. El piso como techo presentado por aquellos que desean convencernos que esa es la mayor aspiración posible. “Más que por la fuerza, nos dominan por el engaño”, afirmaba Simón Bolívar.
La verdadera democracia es un auténtico sistema revolucionario, de sesgo jacobino si se profundiza, en donde las variables sociales deben estar sujetas a estudio y debate permanente. El Hambre, el cuidado de los recursos naturales, la salud, la educación, la cultura, el trabajo, es una batería de urgencias inexcusables. En el debe y el haber de nuestro arqueo es donde vemos reflejado la eficiencia del sistema; ni en su edad, ni en su evolución. Es la resultante de lo que en 28 años supimos construir.

“El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: El único héroe válido es el héroe en grupo, nunca el héroe individual, nunca el héroe solo”

                                                            Héctor Germán Oesterheld





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